Siempre soñé con manejar un vehículo con miles de fanáticos gritando y aplaudiendo a mi paso. Desde pequeño, o sea desde que tengo recuerdos, mis ensoñaciones siempre estuvieron vinculadas con un volante, un acelerador, el paisaje desapareciendo raudamente a los costados y el griterío de la multitud coronando mi paso.
Los relatos familiares, esos que construyen el imaginario de una infancia, coinciden en este punto. Y ese "desde que tengo recuerdos" está emparentado más que nada con las narraciones de mis padres, tíos y primos sobre travesuras de niño, pequeños fragmentos, retazos de historias con lo que se armó esto que digo y sostengo ahora.
"Pero si vos fuiste fierrero desde chiquito", abunda mi tío Pascual, durante la picada con vermú del domingo al mediodía familiar, en la casa de mis viejos, mientras el insoportable humo del carbón de algarrobo blanco comienza a inundar el improvisado quincho en el patio trasero.
La mujer de Pascual, mi tía Angélica, asiente, eleva un poco el mentón, tira la cabeza levemente hacia atrás y, entrecerrando los ojos, se introduce en un imaginario túnel del tiempo, un terreno prácticamente dominado por el recuerdo.
"Al primer karting te lo armaste vos solito a los 4 años", exagera un poco entrando en la charla como de costado, como sin querer. La interrumpe Juan, su hijo, mi primo unos diez años mayor que yo y a la sazón el asador de la jornada: "Ma qué solito, a ese karting lo hicimos entre todos los pibes del pasillo y después se lo dimos a éste", dijo y acentuó un poco peyorativamente el "éste" mientras me miraba con cariñosa repugnancia.
"Era el más chiquito y el más mimado. El benjamín de la familia... todos los gustos le daban", repetía y se acercaba intentando hacerme un mimo en las mejillas para que quede claro que no era un gesto cariñoso, sino más bien todo lo contrario: un rencor largamente amasado y nunca explicitado hasta el punto de la discusión o la pelea.
Rehusé las supuestas caricias con manotazos algo torpes y traté de correrme del centro de la escena, aunque los demás no me dejaron y con pullas y cargadas para mi primo Juan, entre las que más sobresalía la acusación que lo trataba de "siempre el mismo celoso", el temita de mi pasión fierrera siguió ocupando a la familia.
Mi viejo mintió descaradamente, creo, respecto del juguete que me armó cuando yo recién tenía dos años: un volante de Fiat 600 deportivo que encontró tirado en la calle, al que limpió y acondicionó antes de montarlo en una tabla, a la que le agregó a la derecha un pedazo de inflador de bicicleta viejo que oficiaría de palanca de cambios.
Mi vieja puso un manto de dudas sobre la fecha real pero acordó que tal entretenimiento me había subyugado y a ella le había alivianado bastante la tarea, ya que según dijo "se pasaba horas y horas jugando a manejar. Todavía no hablaba pero cómo hacía el ruido del motor. Era tan buenito", se enterneció y todos sonrieron aquiescentes para envidia de mi primo.
El mediodía arremetía pleno de sol y el calor de diciembre, la mesa armada cerca de la parrilla no ayudaba pero el vermú con mucho hielo y el olorcito incipiente que despedían las achuras conseguían que fuera más llevadera la conversación.
Hacía bastante que yo no participaba de los asados domingueros con toda la familia, porque por mi laburo prefería no ir para no andar a las apuradas. Por eso tal vez la recurrencia del tema de mi temprana pasión fierrera.
Luego llegaron mis propios recuerdos: el choque contra las gomas en el circuito de los jueguitos infantiles del parque Independencia cuando apenas llegaba a los pedales en esos kartings desvencijados que no pasaban de 10 kilómetros por hora y se detenían a cada rato.
Después la experiencia en kartings ya más grandes, en competencia y carreras verdaderas, con apenas 8 años. Y desde allí el avance por todas las categorías de esta pasión que comparten los pibes con sus padres en un tipo de simbiosis casi único. Hasta el fatídico accidente en la penúltima curva en la última carrera en aquel pueblito perdido del sur santafesino, cuando el vuelco y un hombro dislocado hicieron olvidar el título de la categoría hasta 12 años pero no la pasión.
El derrotero continuó por los zonales, desde los Midget, armados con sudor, lágrimas y muy bajo presupuesto, hasta los Fiat 600 y Gordini, que no trajeron campeonatos ni carreras ganadas pero sí un caudal de experiencia incalculable que presagiaba suculentos dividendos a futuro, en ese salto a alguna categoría de monopostos, cuyo sueño terminaba, para qué negarlo, en la Fórmula Uno.
Pero no pudo ser, aunque la perseverancia es lo último que se pierde. Después de lidiar y lidiar con equipos de otros lares, sponsors venidos a menos por crisis recurrentes y con bolsillos flacos, más el ultimátum familiar patentizado en el grito de la vieja: "De acá no sale un mango más", el incipiente piloto archivó su pasión temporariamente y se dedicó a formar una familia.
No sabía, no podía siquiera imaginar, que el destino lo pondría a un paso de su gran sueño de una manera tan fortuita. Es más, cuando leyó el aviso en el diario, sólo vio una oportunidad laboral más. Ni siquiera cuando se presentó en el lugar y el horario indicados pudo intuir que el futuro se le avecinaba como muy promisorio.
Ya con el puesto bajo el brazo se sintió bien, la paga era buena y el laburo pintaba más quie interesante. Luego de refrescar las nociones de enfermería y primeros auxilios, que fue lo primero que tuvo que pasar, cuando llegó el curso de manejo comenzó a vislumbrar el universo de posibilidades que se le abría.
Cuando hoy escucha el ulular de la tribuna, los gritos desaforados de la hinchada, el rumor incesante del entorno y él está ahí, aferrado al volante y con el pie puesto en el acelerador, listo para salir derrapando a sólo una seña, sabe que el sueño de pibe se cumplió.
Se ve otra vez, aferrado al pequeño volante como cuando tenía 2 años (según su viejo), jugando a ganar la máxima carrera de su vida. Hoy, aunque muchos no lo entiendan y minimicen su tarea, él siente que al manejar el carrito de emergencias que entra a la cancha para sacar a los jugadores lesionados llegó casi sin querer a su lugar en el mundo.