Soy una pelota de cuero, de las de antes. De cuero de vaca, marrón, con gajos rectangulares redondeados en los vértices. Fui la reina de varias canchas informales de fútbol, esas que llaman potreros, hace ya tantos años que ni me acuerdo. Ahora estoy en un estante en el comedor de la casa, donde mi dueño me puso después de haber sobrevivido mucho tiempo en un galpón de mala muerte, perdida entre trastos viejos hasta que mi propietario, un señor que ahora peina canas pero fue muy niño, me rescató del olvido y me llevó al sitial de privilegio en el que ahora me encuentro.
Tengo aún tonada cordobesa, porque soy oriunda de Bell Ville, la capital nacional de la pelota de cuero, donde me inventaron allá por la década del 30 del siglo pasado. Ahí desapareció la vieja pelota de tientos y vinimos nosotras, cada vez más tecnologizadas pero con la misma esencia, la cámara de goma y la válvula de aire.
Es verdad que mis primas de hoy son más vistosas, más livianas, más perfectas, pero el propósito sigue siendo el mismo y les aseguro que todavía estoy en condiciones de viajar hasta el ángulo del arco con la misma precisión que la pelota más cara que hoy haya en el mercado.
Como aquella vez en el desafío de barrio, que se jugó en la canchita de la escuela, y el Negrito Valenzuela la puso ahí, donde duermen las arañas, y desató el delirio de todo el piberío, que con el 1 a 0 se tomó venganza de aquel sonado caso del barrilete robado por los del Pasaje.
Esa fue la primera vez que tuve esa sensación, entrar al ángulo. Claro, si yo siempre jugaba en baldíos en los que los arcos eran dos piedras, o dos palitos, o dos remeras, y qué lío se armaba con los remates de altura, que si fue gol o si fue afuera o si fue alto. Por eso era mejor al rastrón, el pase a la red, como decía Panzeri. Aunque la red para mí fue un objeto suntuario, tengo contados con los dedos de la mano que no tengo las veces que sentí el contacto con la red, ese indescriptible vértigo de sentirse aprisionada por los sutiles hilos del placer.
Y allí, atenazada entre cuadraditos de soga, escuchar el desaforado grito de gol.
Una sola vez me tocó jugar en cancha de once, con arcos grandes, líneas marcadas, árbitro, linesman, gente en los costados y toda la bola. Fue en un partido de la liga de clubes de barrio, la segunda división de los mayores, y fue totalmente fortuita mi participación. Resulta que mi dueño, en versión chiquita, me había llevado para jugar con un amigo en un costado de la cancha mientras miraban el partido. Y no va que las dos pelotas reglamentarias (tenía que presentar una cada equipo) se pincharon. Cuando la segunda cayó como un pájaro despanzurrado cerca del círculo central, con un gajo colgando inerte como un guiñapo después de un despeje brutal del más destemplado de los defensores visitantes, vi que el referí reunió a los dos capitanes y tras un breve parlamento miraron hacia donde estábamos. La voz sonó estentórea: "Nene, dale, tirala". Impulsada por un derechazo de mi patrón allí fui, a salvar las papas, a jugar el partido, aunque me dolió un poco escuchar como algunos se quejaban, decían que era muy pesada.
Y eso que algunos eran bastante burros, unos caraduras propiamente, porque en ese partido me acuerdo que viví más en el aire que en el piso. Sólo unos pocos me trataron bien y a la red la conocí pero desde el lado de afuera, porque el bodrio terminó 0 a 0.
Con los buenos jugadores es otra cosa, una se amiga porque siente que hay reciprocidad, se hace cómplice para que sea posible esa pirueta indescifrable, esa gambeta endiablada, ese chanfle imposible. Y por más que el fútbol de hoy sea más rápido, más dinámico y todo ese bla bla bla, todavía hay quienes mantienen intacto ese amor incondicional por nosotras, un contrato de unión libre basado en la independencia y el respeto mutuos.
Esto que digo va para todas mis parientes, las pelotas, desde la más chiquitita de metegol hasta la de básquet. Reconocemos cuando nos llevan como estandarte. Y si bien no tuve la suerte de estar en esos momentos, me han contado mis primas, en esa comunidad que mantenemos todas las pelotas del mundo (la que nos permite estar informadas de todo lo que pasa en el ambiente), de instantes sublimes con jugadores cuya marca permanece indeleble en nuestra redondez. Hablo de Diego, de Kempes, de Bochini, de Messi y tantos más que han regado el universo de talento.
Por eso siempre me acuerdo de una señora muy chiquitita que dedicó su vida a tareas sociales a la que llamaban Madre Teresa, a quien una vez le preguntaron cuál creía que sería el mejor regalo para un niño: "Una pelota", contestó sin hesitar.
Yo no entiendo mucho de las religiones humanas y no creo en ninguna de ellas, pero me parece que esa mujer la tenía clara. Porque hay que ver la luz que irradian los ojos de los pibes cuando me reciben. Casi siempre me encandila y los destellos de esa luz son redondos, como las caras infantiles, como yo, perdonen que me agrande, pero por algo cuando algo salió bien se dice que salió redondo.
En estas palabras quiero que quede el homenaje a los que me trataron bien. A los que siempre me dispensaron una caricia y a los que pelearon duro para tenerme. No me mancho, dijo alguna vez uno de los más grandes y eso me llenó de orgullo, no tengo vergüenza de confesar que lloré cuando lo escuché. Yo que estoy vieja y ajada (aunque mi dueño cada tanto me unta con pedazos de grasa que le saca a la carne antes de tirarla a la parrilla los domingos, como cuando era pibe después de un partido en el barro o bajo la lluvia) reconozco que los tiempos han cambiado, pero díganme si no es cierto que anda dando vueltas por el mundo cada uno que no me merece el más mínimo respeto, por no decir todas las groserías que se me agolpan como centros en el área del equipo que va ganando uno a cero en los ultimos minutos.
Bueno, no quiero cansarlos, en realidad lo que acaban de leer no son ni memorias ni carta abierta ni nada parecido, más bien un pedido de auxilio, un grito en la noche de la historia del mundo como era, cosas que se le vienen a una en la desesperación, cuando siente cansancio para encarar la lucha para variar el rumbo de las cosas.
Me acecha el fantasma de la desaparición, sobrevuela por todos los costados de mi redondez. Y sé que tal vez suena apocalíptico, pero qué sé yo, son mis miedos. Hagamos una cosa, antes de que se vuelva lacrimógeno. La cortamos acá. Por favor, trátenme bien, con respeto y alegría, eso mismo que yo intenté durante todos estos años. Gracias.