No se dice nada nuevo al afirmar que la UCR es un actor decisivo en el campo del “no peronismo”. Pero desde las caídas en desgracia de Alfonsín, en 1989, y de De la Rúa, en 2001, el partido quedó relegado a ser "partenaire" de otra formación mayor.
Raúl Alfonsín asume el 10 de diciembre de 1983.
No se dice nada nuevo al afirmar que la UCR es un actor decisivo en el campo del “no peronismo”. Pero desde las caídas en desgracia de Alfonsín, en 1989, y de De la Rúa, en 2001, el partido quedó relegado a ser "partenaire" de otra formación mayor.
Sin perderse en los “corsi e ricorsi” de la historia, la pregunta de fondo es por qué la UCR no se consolidó durante el siglo XX como el partido principal del sistema político argentino. Pero antes vale hacer un poco de contexto. En 1983 recuperó el rol protagónico perdido con el peronismo con Alfonsín, pero la esperanza de que la clase media volviese a ser la políticamente dominante se esfumó rápidamente. La UCR volvió al segundo plano, bajo el espeso manto del peronismo menemista, fuerza policlasista que cosechaba votos desde las “villas” a Recoleta. El radicalismo mostró su vitalidad al recuperar el poder en 1999 con la Alianza y De la Rúa. También esta vez duró poco, dado que heredó un diseño económico, la Convertibilidad, con fecha de vencimiento inminente.
Pero estos fracasos históricos, si ocupan toda la atención, velan el problema de fondo: que a diferencia de tantos otros países occidentales, en Argentina la clase media representada cabalmente por la UCR estuvo o fuera del poder o en peligro de perderlo y con un gobierno débil y percibido como pasajero. La clase media argentina no logra ser el actor protagonista del sistema político, tal como ocurre en las democracias desarrolladas y en varias de naciones de ingresos medios. Su fracaso repetido como estructura política lo es el de esta clase social. Ni el PRO, ni ahora el extravagante partido del presidente Milei, la representan bien. Con el PRO tuvo un solapamiento importante, como se ve en distritos como Córdoba, Mendoza, Santa Fe y Ciudad de Buenos Aires, es decir, en los bastiones históricos de la clase media. Pero el nacimiento y rápida evolución del PRO llevan la marca de Macri, un miembro del gran empresariado nacional.
Hay mucha bibliografía sobre la clase media, pero un asunto que pocos estudian es su demografía, su número. La clase media ya no pesa como en los años 50 y 60 o incluso en los 80. Es que hay una demografía diferencial según las clases sociales que nadie parece atender. Esa demografía diferencial juega en contra del predominio de la clase media. Mientras las clases populares y el cada vez más amplio sector lumpen o marginal muestran una fertilidad casi decimonónica, la clase media tiende hace décadas al hijo único y a la maternidad tardía.
Pero más allá de este aspecto numérico, que se debe analizar y observar mucho más, la clase media argentina no terminó nunca de ser, como se dijo, la clase protagonista, como sí ocurrió en las naciones occidentales desarrolladas (EEUU, Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña, pero también España, Grecia, Uruguay).
Tal vez porque acá nunca dejó de ser “pequeña burguesía”, como la apostrofaba Marx, que la despreciaba, es decir, una clase subalterna que va para un lado u otro según evoluciona la lucha de clases entre burguesía y proletariado. Como es obvio, este esquema de Marx es tosco, no da cuenta de las enormes complejidades y matices de la sociedad. Y, como Marx fue un pésimo profeta, falló fenomenalmente al no prever que la clase media sería la protagonista del siglo XX en las naciones capitalistas. Pero la caracterización negativa de Marx es útil para visualizar las limitaciones intrínsecas de la clase media argentina, de su fracaso político, tan bien reflejado por el devenir accidentado del radicalismo argentino. Quiso pero nunca pudo dejar de ser clase subalterna, “pequeña burguesía”, al fin.
Comparar a la UCR con la Democracia Cristiana alemana o italiana o el gaullismo francés sirve para darse una idea de cómo se quedó corto el partido de la clase media argentina frente a sus contrapartes europeas. Mientras la CDU germana aún hoy es el partido más importante de Alemania, como el largo “reinado” de Angela Merkel demuestra, en Argentina la UCR, después de la breve experiencia de segunda fuerza de gobierno entre 2015 y 2019 y de la reciente ruptura de JxC vuelve resignada a su rol subalterno y opositor, de espectador crítico. Presente, pero no protagonista.
El futuro político del país es hoy, como nunca, una incógnita. Nadie puede predecir qué ocurrirá en el futuro, pero parece claro que, para casi todos, el radicalismo no sería el predestinado a tomar la posta del poder en 2027.
Así, es pertinente ver a la base social de la UCR como una clase subalterna que no puede tomar el liderazgo político de la nación y solo acompañar los procesos conducidos por otros —caóticos, autoritarios y desbalanceados— que lideran otras clases o sectores sociales. El kirchnerismo es un buen ejemplo: con Cobos la UCR eligió ser socio subalterno de este proyecto populista y por lo tanto hegemónico. Y aunque el kirchnerismo es un fenómeno muy “clasemediero” y sus cuadros son todos sin excepción de clase media, sin la base electoral de las clases populares no podría existir.
Antes, en el pasado reciente del siglo pasado, la clase media muchas veces apostó a las dictaduras. Es evidente su respaldo casi entusiasta al Proceso, en 1976. Hubo, según algunos analistas, una evolución hacia la derecha de la clase media argentina. Es indiscutible que ese viraje existió, pero se dio luego del repetido fracaso en liderar el proceso político.
La alianza de la UCR con la “burguesía” fue siempre ambivalente y frágil,y casi siempre terminó mal (Illia, Alfonsín). La alianza de la Democrazia Cristiana (DC) italiana, De Gasperi y luego de Andreotti, con la burguesía industrial italiana, en cambio, era firme y estable. Permanente. Lo mismo vale para la CDU alemana y el gaullismo francés.
La mención de Italia sirve para engarzar un poco de Gramsci. En 1919, en un artículo titulado precisamente “La pequeña burguesía”, llena de insultos a la clase media: ”...la clase pequeña y media es, de hecho, la barrera corrupta, disoluta y putrefacta de la humanidad con la que el capitalismo defiende su poder económico y político, la humanidad servil y abyecta, la humanidad de los matones y los lacayos”. Aunque se refería específicamente a la burocracia surgida durante la Gran Guerra, su odio iba más allá. Años después, en los “Cuadernos de la cárcel”, adoptará un tono mucho más interesante, con su conocido método comparativo entre las naciones. Ya no habla de “pequeña burguesía” sino de clase media, y recordará que el término nace en Inglaterra. Describe su evolución histórica y sus alianzas (Cuadernos 26 (XII) (8),5 (IX) (119): ”...en la historia inglesa, no fue la burguesía la que dirigió al pueblo y obtuvo su ayuda para derrocar los privilegios feudales, sino que la nobleza (o una fracción de ella) formó el bloque nacional-popular contra la Corona, primero, y la burguesía industrial, después. Tradición inglesa de un torismo popular (Disraeli, etc.). Tras las grandes reformas liberales que amoldaron el Estado a los intereses y necesidades de la clase media, los dos partidos fundamentales de la vida política inglesa divergieron en cuestiones internas de clase...”). Agrega Gramsci que en Italia este término es más restrictivo y clase media “define al ’no pueblo’ en sentido negativo, a los ’no obreros ni campesinos’ y en sentido positivo a los intelectuales profesionales y empleados”. En suma, Gramsci ya no condena a la subalternidad y el servilismo a la clase media e indica cómo protagoniza el sistema político inglés. Es que en los años 20/30 era inocultable para un observador el rol creciente que estaba tomando la clase media en los países desarrollados, superando la dialéctica bipolar entre empresarios y obreros.
Volviendo al caso argentino, debe decirse que no sólo falló la clase media: el empresariado argentino no fue una buena contraparte de la clase media política representada por el radicalismo. Siempre dispuesto a apostar al cuartelazo y al golpe (llamado “revolución”), jamás mostró el desarrollo y el espesor cultural del empresariado europeo y no buscó con lucidez la alianza de clases con los profesionales, intelectuales y empleados. Había un desconocimiento abismal de la dimensión política, de ahí el recurso repetido y obtuso a los generales golpistas. Las dos clases que debían estar destinadas a aliarse tenían así déficits de desarrollo notorios. Esto no debe atribuirse a una causa caracterial o de idiosincrasia, algo que es muy común, sino a causas estructurales surgidas del limitado capitalismo nacional.
Una caracterización extendida, que atribuye a los radicales una crónica indecisión y el vicio del internismo, expresa bien ese folklore que pretende explicar una carencia que no es causa sino consecuencia de un subdesarrollo nunca superado. Ante esta falta surgieron procesos autoritarios, sean plebiscitarios populistas o dictatoriales militares. Una clase media más estructurada y extendida, que coordinara con autoridad los intereses de empresarios, obreros y demás agentes económicos, hubiera sido la protagonista de una democracia estable y madura. Este actor estuvo, pero fue muy débil durante gran parte del siglo XX. Tragedia política que hoy nos deja con taras y déficits que seguimos pagando. La victoria de Milei y su estrambótico partido es el último ejemplo de este fracaso secular.