Desde los monarcas medievales que justificaban su poder en haberlo recibido de Dios hasta el posmodernismo del siglo XXI, la historia de la civilización ha recorrido muchos caminos en su imposibilidad de diferenciar la religión del Estado.
Por Jorge Levit
Desde los monarcas medievales que justificaban su poder en haberlo recibido de Dios hasta el posmodernismo del siglo XXI, la historia de la civilización ha recorrido muchos caminos en su imposibilidad de diferenciar la religión del Estado.
Aún hoy todavía existen monarquías absolutas, como la saudita, o teocracias, como la iraní, por lo que la separación de las distintas confesiones con los gobiernos civiles es todavía una asignatura pendiente en muchas regiones del planeta.
En Israel, por ejemplo, pese a ser la única democracia del Medio Oriente, la influencia religiosa es tan fuerte que no existe el matrimonio civil, sino sólo el religioso.
En Latinoamérica, siglos de colonización española y lusitana derivaron en la imposición de la religión en las más altas esferas del gobierno. Sometido el natural de estas tierras a abandonar sus milenarias creencias a expensas de un Dios tan abstracto como ajusticiador, además de la avidez de riquezas de quienes lo invocaban, sólo una única verdad religiosa navegó por las aguas de este hemisferio "salvaje".
La Constitución. Recién en 1994, cerca de quinientos años después del descubrimiento de América, la reformada Constitución nacional eliminó la obligatoriedad de que quienes ocupen el Poder Ejecutivo profesen la religión católica apostólica romana. Carlos Menem pudo ser presidente en 1989 porque abandonó la religión musulmana familiar en la que había nacido para abrazar la fe cristiana.
Sin embargo, en esa reforma constitucional, que se desarrolló en la ciudad de Santa Fe, se dejó claro que a pesar de haber pasado cinco siglos desde la llegada del cristianismo a estas tierras, aún no era hora de separar definitivamente al Estado de la Iglesia.
En el artículo 2 de la Constitución nacional vigente en nuestro país se lee textualmente: "El gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano".
Si bien los artículos 14 y 20 del mismo texto garantizan la libertad de culto a todos los habitantes del país, sean argentinos o extranjeros, la imposición de "sostener", que en un sentido lato de la palabra da lugar a variadas interpretaciones, nos relega a la categoría de una nación anacrónica con rémoras teológicas perimidas en buena parte del mundo donde ese debate ya ha sido saldado hace años.
Todas las religiones deberían ser acogidas por las naciones del mundo que promuevan la libertad. Porque ¿qué mejor para el ser humano que sentirse reconfortado por la fe y una creencia divina que lo estimule a ser un buen ciudadano? Pero eso no significa que el propio Estado se torne confesional, porque las decisiones de los gobernantes ya no emanan más de la autoridad divina sino del pueblo que, a través del voto, los colocan en lo más alto de la organización social moderna, el gobierno de la democracia. Algo más que obvio.
Bergoglio y Macri. Más allá de que en la Argentina o en El Vaticano se esfuercen por desmentir que la relación entre Macri y el Papa Francisco no pasa por un mal momento, la actitud de Bergoglio de rechazar una donación para una ONG pontificia se inscribe, además de la lectura política, en la necesidad de separar la acción de los gobiernos y las confesiones. El Papa ordenó devolver a la organización Scholas Ocurrentes los casi 17 millones de pesos en calidad de donación de la Argentina porque "el gobierno tiene que acudir a tantas necesidades del pueblo que no tienen derecho a pedirle un centavo", dijo Bergoglio en una nota que les envió a los responsables de la fundación.
Pero, ¿a qué se dedica la ONG involucrada en todo este entredicho? Según su sitio web oficial, Scholas Ocurrentes es una organización internacional de derecho pontificio creada por el Papa Francisco desde El Vaticano en 2013. Esta institución emplea la tecnología, el arte y el deporte para lograr la integración social y cultural por la paz en las sociedades de menores recursos. El organismo está presente en 190 países a través de 430 mil escuelas y trabaja con todo tipo de colegios, públicos y privados, y de todas las confesiones religiosas.
Es decir, la actividad de Scholas reemplaza a lo que cualquier Estado que no entre en la categoría de fallido debería hacer por sus habitantes.
¿Por qué se origina esta duplicidad en la tarea de los gobiernos y de la Iglesia? ¿Por qué los cultos no se centran en su actividad propia y vinculada con la fe y avanzan en áreas de los Estados?
A través de la historia ha quedado demostrado, incluso en los países que han vivido décadas de prohibiciones religiosas o restricciones a las libertades de culto, que la necesidad de la fe en lo divino es inherente a una gran mayoría de la población humana y constituye un valor relevante en los individuos. De ahí su gran importancia social.
Desde los pueblos antiguos politeístas, los griegos, los romanos y tantos otros, la vida circulaba entre el bien y el mal de los dioses que todo proveían, quitaban o castigaban. A partir de nuestra era, con el surgimiento de dos religiones monoteístas, el cristianismo y el islam, que se sumaron al judaísmo, la prevalencia de la deidad siguió su camino ascendente pese a momentos históricos de menor religiosidad y la mirada puesta más en lo racional que en lo divino. ¿Por qué las distintas confesiones no prosiguen por el camino de profundizar la vinculación con la fe y avanzan sobre lo terrenal? ¿O es que han sido, a través de la historia de la humanidad, una herramienta política camuflada de divinidad?
Santa Fe y Argentina. Si el Papa Francisco piensa en convertir al Vaticano en el oráculo de Delfos y dirimir la interna de la política argentina en Roma, la separación de Iglesia y Estado pasará a una mínima expresión. Es poco entendible que artistas, políticos, funcionarios y hasta nada menos que jueces federales con causas relevantes sean recibidos en audiencias privadas por Bergoglio. Salvo que esa sea la excusa para llegar a la Santa Sede y conocer los magníficos museos vaticanos, donde en un solo día seguramente los turistas dejan por ventanilla el equivalente a la donación millonaria rechazada por el Papa.
Si desde la Santa Sede se puso en su lugar al gobierno nacional, que nada tiene que donar a ninguna entidad religiosa, también debería revisarse el sustento económico que recibe la Iglesia del Estado, que abona sueldos de algunos prelados y aporta financieramente a colegios religiosos a través de subsidios para pagar parte del salario docente. Lo mismo ocurre con otras confesiones no católicas, que también reciben exenciones impositivas y otros beneficios.
¿Por qué el Estado, nacional o provincial, tienen que sostener a los cultos religiosos cuando esa tarea correspondería sólo a los fieles y no al conjunto de la sociedad? Nadie duda de las buenas intenciones de los cultos religiosos, pero que su actividad sea financiada por el Estado es una afrenta a las necesidades básicas de una población que tiene Dios pero también hambre.
En esta provincia suceden cosas difíciles de explicar. Además del apoyo económico que los cultos no deberían recibir, sobre todo en educación, se observan situaciones particulares: la herencia religiosa de años no ha sido erradicada de los lugares públicos. Es increíble que aún hoy se vean colgados crucifijos y otros íconos teológicos en escuelas y hospitales estatales, en comisarías o en despachos y salones del Poder Judicial. ¿O se piensa aún que existe una justicia divina?
Distintas iniciativas legislativas, no sólo en la provincia sino en la ciudad de Buenos Aires, para prohibir la liturgia religiosa en dependencias estatales no han tenido respaldo político suficiente para ser aprobadas. ¿Ha habido presión, falta de coraje?
Pese a que la Constitución nacional todavía "sostiene" a un culto determinado, los símbolos religiosos deberían estar circunscriptos a los templos o escuelas privadas confesionales para que la separación de Estado y religión sea efectiva. No se conoce en Occidente ninguna nación que haya logrado un grado de desarrollo social elevado que tenga decisiva injerencia religiosa en los asuntos de gobierno, como siempre ha sucedido en Latinoamérica.
Tal vez la ahora llamada "modernidad líquida" contribuya a revertir este inquietante fenómeno, que no necesariamente implica una desvalorización de la religiosidad ni el ataque a la fe de los fieles. Es solamente colocar las cosas en su lugar.