Alfonso tiene 6 años. Pandemia mediante, su primer grado en el aula con sus amigos duró apenas diez días hábiles. El resto fue en casa, con la incertidumbre de no saber si estábamos haciendo las cosas bien.
Por Eugenia Langone
Alfonso tiene 6 años. Pandemia mediante, su primer grado en el aula con sus amigos duró apenas diez días hábiles. El resto fue en casa, con la incertidumbre de no saber si estábamos haciendo las cosas bien.
Fuimos letra por letra, sonido por sonido, y fueron tomando formas las palabras primero, las frases después. Admito que lloré la mañana que leyó la primera frase de corrido. El sabía lo que provocaba. “Te emocionaste, no?”, me dijo sentado en la mesa de la cocina con esos ojos enormes que tiene.
Ese día sentí que Alfonso era un poco más libre. Intenté explicarle eso: el valor de las palabras, su tremendo poder. “Las palabras te van a dar libertad”, le decía, cada vez que podía, incluso a sabiendas de que esa dimensión quizás no la entienda, ni hoy ni mañana.
Y me acordé de Mafalda. Porque yo aprendí a leer con ella. En cada cuadernito alargado que me compraban en las vacaciones en Mar del Plata, y las relecturas, una sobre otra, cuando ya tuve la colección de diez. Palabra por palabra, frase por frase, globito por globito, podía leer sin cansarme. Me daba aire para respirar en los dibujos que entretenían tanto como me identificaban. Como Alfonso, que como si fuera poco es fan de Los Beatles, no lo entendí entonces. Fue el tiempo. Gracias Quino, por la libertad.