La explosión digital y las redes sociales han cambiado el mundo de manera irreversible. Estos cambios crean nuevos trabajos que a veces conllevan la extinción de otros trabajos tradicionales. El escritor italiano Alessandro Baricco sostiene que, con estas nuevas herramientas, de a poco vamos eliminando a los expertos en la toma de decisiones. A la hora de viajar, ¿por qué recurrir a una agencia de viajes si yo puedo elegir hotel? Para elegir la próxima serie o película, ¿por qué leer una crítica especializada si Netflix o YouTube me sugieren lo mejor? Bienvenidos al Siglo XXI, en el cual reemplazamos la opinión de un experto por el promedio de la opinión de millones de personas inexpertas. En este nuevo mundo, decidimos más rápidamente en un contexto que nos brinda una supuesta sensación de libertad. Creemos que decidimos por nosotros mismos. Y no termina ahí el encantamiento, porque cada uno de nosotros se convierte en un experto más dejando su opinión y compartiendo su experiencia. Ya no hay vuelta atrás.
No pretendo ser apocalíptico ni estoy renegando de estas herramientas. Más aún, soy un usuario frecuente de muchas de ellas. No me siento más libre, pero hacen mi vida más sencilla. Irresistible. Pero hay un riesgo: de a poco, nos estamos entrenando para prescindir de los expertos, de gente que estudió y ganó experiencia (en algunos casos, única en el mundo) en algo. Cada día hay más personas que consultan en Google antes o después de ir al médico, o toman decisiones sobre su salud personal basándose en un debate televisivo.
En la democracia, todas las opiniones valen lo mismo y cada voto vale uno. Este concepto se exacerba en las redes sociales y en muchos medios que pregonan que “todas las ideas deben ser escuchadas y tienen el mismo valor. Luego, cada uno decidirá”. Yo me pregunto: ¿Tiene el mismo peso la opinión de alguien que “cree que las vacunas causan autismo” contra la evidencia científica de vidas salvadas por el uso de las vacunas? Con la misma actitud, los terraplanistas echan mano a evidencias pseudocientíficas y esgrimen teorías conspirativas supuestamente mantenidas a lo largo de los siglos por sectas oscuras. Terraplanistas y antivacunas han ganado espacio en los medios y en las redes.
Me resisto a la muerte de los expertos. Hay decisiones que no pueden tomarse en base a la opinión de los seres queridos, ni la de algunas “personalidades” en las redes sociales o en los programas de televisión. ¿Alguien llevaría a arreglar su auto al dentista o pediría un turno con el mecánico si tiene un dolor de muelas porque sus amigos o un programa de televisión se lo recomiendan? Sin embargo, miremos a nuestro alrededor.
Estas actitudes lucen graves o ridículas en el caso de un individuo, pero resulta gravísimo cuando impactan en políticas de Estado. Y no necesitamos imaginar un futuro posible retratado en un episodio de Black Mirror. Trump prescribe tratamientos en una conferencia de prensa en base a lo que leyó cinco minutos antes en su teléfono celular. Bolsonaro ni siquiera se toma el trabajo de buscar en Google. Veamos los resultados: 2.000.000 de infectados en Estados Unidos y más de 100.000 muertos, y en Brasil, 500.000 infectados y 30.000 muertos (y creciendo). Angela Merkel tiene formación científica, habiendo logrado un doctorado en química cuántica. Pero para tomar decisiones políticas recurre a los expertos adecuados (porque es consciente de lo que desconoce). Su principal asesor, el virólogo Cristian Drosten fue uno de los primeros en desarrollar un método de detección molecular del virus SARS-CoV-2. Drosten ha sido amenazado de muerte por sectores que lo acusan de implementar medidas drásticas (y eso que Alemania no ha tenido un confinamiento obligatorio). Linchemos al experto porque nos dice algo que no queremos escuchar.
En una reciente carta abierta titulada “La democracia está en peligro” se criticó la continuación del aislamiento social preventivo y obligatorio (cuarentena), en contra de la opinión de expertos como Pedro Cahn y Mirta Roses, entre otros. Gracias a esta medida, se redujo notablemente el número de infectados en casi todas las provincias del país y se evitó el desborde de las capacidades de atención del sistema de salud. Como rosarino, me siento orgulloso tanto de las políticas locales en salud pública (de larga data y actuales) como por el comportamiento de su ciudadanía, que ha aprendido a concebir la salud como un bien común a tutelar. Hoy los expertos recomiendan extremar las medidas de aislamiento en el Amba, la zona más caliente del país. Pero en la carta abierta se desconoce la opinión de los expertos, y afirman que “La democracia está en peligro. Posiblemente como no lo estuvo desde 1983”, anteponiendo las libertades individuales a la salud como bien común. Soy un ciudadano más que vivió la dictadura y vio sus peores vestigios asomar varias veces en estos años de democracia, y creo que hay que tener muy mala memoria para afirmar esto sin ponerse colorado.
"Hay decisiones que no pueden tomarse por la opinión de seres queridos, ni la de personalidades en las redes sociales"
La carta no critica explícitamente la opinión de los expertos, pero resulta llamativo que los primeros firmantes sean científicos, como intentando dar una pátina de rigor. No confundamos. No mezclemos. Durante la cuarentena se denunció un horroroso aumento del número de femicidios, resultante del confinamiento en hogares con violencia familiar. Pero a nadie en su sano juicio se le ocurrió pedir el levantamiento de la cuarentena para evitar los femicidios. Ese problema requiere otras acciones, no menos importantes.
Necesitamos que los gobiernos acudan a expertos para tomar decisiones basadas en la evidencia y no en creencias religiosas, personales o corazonadas. Y no solamente en salud pública. Necesitamos mejorar la calidad del debate y evitar la manipulación de la opinión pública. Necesitamos expertos que reemplacen a los opinadores seriales presentes en los almuerzos y mesas de debate televisivos. Solo así podremos empezar a construir una sociedad más justa, crítica y madura.