El diálogo que trascendió entre el presidente Trump y su colega ucraniano dejó al descubierto un modo de entender el ejercicio del poder que no reconoce frenos. Esa comunicación, que ganó estado público cuando la oposición demócrata solicitó la apertura del impeachment a Trump, desnuda una concepción del poder basada en la incontinencia. Aunque la desmesura es común a ambos, es llevada al límite por el mandatario de Ucrania: "Puesto que hemos conseguido la mayoría absoluta —le confía a Trump—, el próximo fiscal general, que será 100 por ciento de mi confianza, será ratificado por el Parlamento y asumirá el cargo en septiembre".
Esta concepción, digna de una "autocracia electiva", no constituye una extravagancia en el mundo actual. Por el contrario, es parte de un fenómeno más extendido que algunos autores designan, tal vez exageradamente, como la muerte o el fin de la democracia. Se trata de presidentes que, una vez electos, socavan de manera lenta y gradual la división de poderes y las estructuras garantistas de una democracia hasta convertirla en otra cosa. La principal amenaza para éstas ya no adopta la forma de un quiebre tradicional, como sucedía en el pasado con los militares, sino que se origina endógenamente por la acción de sus propios gobernantes electos.
Este comportamiento no es una particularidad de las democracias más recientes o "inmaduras"; las democracias más longevas, presentadas a menudo como ejemplos a imitar, también están expuestas a los arrebatos discrecionales de sus gobernantes. Lo ilustra la reciente decisión de Boris Johnson de suspender el Parlamento del Reino Unido por cinco semanas, desconociendo su autonomía y funciones constitucionales. La tentación de gobernar sin ser fastidiados por los otros poderes está más difundida de lo que se supone y dista de ser una patología de los presidentes latinoamericanos, aunque no faltan ejemplos recientes que confirman su inclinación por estas prácticas, como la decisión del presidente de Perú, Martín Vizcarra, de disolver el Congreso, controlado por la oposición, y convocar a nuevas elecciones legislativas.
Ninguna democracia está inmunizada frente a esta tendencia, pero los costos y márgenes para avanzar en esa tentativa varían de un país a otro, según la fortaleza de sus instituciones, la robustez de la oposición y la de su sociedad civil. En Reino Unido, el Parlamento volvió a sesionar tras una decisión de la Corte Suprema que consideró ilegal y nula la suspensión dispuesta por el primer ministro. Por su parte, el pedido de ayuda que Trump le formuló a su par de Ucrania para "investigar" al hijo de un candidato opositor derivó en su pedido de enjuiciamiento y aunque este finalmente no prospere, por las mayorías que exige el procedimiento, es un gesto que fija límites a los desbordes de un gobernante que se considera "por encima de la ley", como expresó la presidenta de la Cámara, la demócrata Nancy Pelosi al solicitar la apertura del proceso.
Ambos ejemplos son reveladores del equilibrio que aportan los poderes judicial y legislativo frente a los impulsos arbitrarios de sus gobernantes. Estos mecanismos buscan impedir la concentración del poder en el Ejecutivo, un aspecto que no resulta indistinto en una región como América Latina, en la que el hiperpresidencialismo dispone de un terreno fértil, respaldado por una arraigada tradición cultural y un diseño constitucional vigente desde el siglo XIX.
Sin embargo, en las democracias contemporáneas los desbordes no provienen sólo del Ejecutivo sino también de los otros poderes, sobre todo cuando incurren en un hiperactivismo que entra en tensión con la arena democrática-electoral. Hoy asistimos a nuevas variantes de sobreactuación, no previstas por la división de poderes clásica, que se manifiestan en la trivialización de un recurso legislativo excepcional como el impeachment (lo vimos en experiencias cercanas como la de Brasil) o en el ascenso político de la justicia que comenzó en los ‘90 junto a la expansión del fenómeno de la corrupción.
Detrás de estos desbordes existe una ciudadanía que desconfía de sus representantes y consiente (cuando no promueve activamente) deslizamientos y desvíos en el juego de poderes. La judicialización de la política (como su reverso, la politización de la justicia) es una de sus manifestaciones salientes. Sin embargo, su origen es social y se nutre de la presión que ejerce la ciudadanía en temas cruciales de la agenda pública: "los ciudadanos —señala Rosanvallon en La contrademocracia— esperan del proceso judicial los resultados que desesperan obtener por la elección". Esto trae aparejado un aumento del poder de los jueces en democracia y un desplazamiento de lo político a lo penal que puede interferir sobre algunas decisiones fundadas en el voto popular.
Con este escenario de fondo, recobra actualidad la clásica tensión entre voluntad popular y poderes de control contramayoritarios, delineando dos posturas que difieren según qué lado del debate prioricen. Dicho de manera simplificada: están por una parte quienes privilegian la "democracia popular" basada en el voto, y quienes anteponen la "democracia constitucional" fundada en la independencia de poderes. Si bien ambos componentes son inseparables en una democracia, en el debate actual se advierte un divorcio que olvida —como lamentaba Peter Mair — que aquella es al mismo tiempo, popular y constitucional, es decir, se basa en el voto del pueblo y también en el equilibrio e independencia de poderes. En otras palabras, esta tensión no se resuelve negando uno de los términos, sino aceptándolos como partes de una unidad inescindible.
Sin embargo, el escenario internacional nos muestra democracias sometidas a presiones que realimentan aquel divorcio: ellas se debaten entre líderes que sobrevaloran la soberanía popular y se amparan en la legitimidad del voto para desembarazarse del control de los otros poderes, y, quienes —en respuesta a ese mayoritarismo —, anteponen la independencia de la justicia, despojando a la democracia de su componente popular. Frente a las consecuencias prácticas que acarrea este estrabismo interpretativo, se vuelve necesario recordar que la democracia descansa sobre un delicado y tenso equilibrio entre esos componentes, y que necesita de ambos para no traicionar su esencia.