Se podría pensar, con algún rasgo de certeza, que a los tipos que los desvelan los autos los sacaron rápido del cochecito. Algo parecido a los que sufrieron padres ansiosos que a sus hijos les quitaron el chupete antes de tiempo, por las razones que fuesen, porque deforma el paladar, contagian enfermedades con los bichos del suelo, por lo que sea, pero al nene (o nena) no le importa nada, quiere el chupete a través del cual canaliza miedos, ansiedades, un alivio al dolor de dientes que atraviesan encías.
Desde el cochecito el mundo se ve distinto, desde abajo. Lo llevan por veredas rotas, atraviesan cordones y esquivan los autos mal estacionados y las personas demasiado preocupadas por ellas mismas como para dejar pasar a un bebé con su mamá.
Todo da igual, él va rodando, va en coche, falta el ruido de un motorcito como el auto de papá. Todo se ve desde abajo, la gente, los juguetes cortados a la mitad porque se terminan las vidrieras, las cosas parecen flotar en las estanterías. Adentro del cochecito nada le puede pasar. Cómodo, ni se entera de los traqueteos, los costados de lona hacen de nave espacial, de carroza real, de un acorazado por cuyo techo aparecen jugos, agua, mamaderas, helados, masitas y hasta un dinosaurio que se parece al perro que pasó cerquita.
Sí, ya está. No entrás más hace mucho tiempo en un cochecito. Tampoco está más. Lo despreciaste apenas las piernas se te pusieron seguras y corrías saltando para arriba, mientras te aferrabas a la mano de alguien esquivando gente que no te ve porque no mira para abajo y te zampó un bolsazo en la cara más de una vez.
Se fue. Esa sensación melancólica del paraíso perdido te va a acompañar siempre. Ni con cien autos la empardás.