“En esta puta ciudad/ todo se incendia y se va” decía memorablemente Fito Páez en la canción que preside el que acaso sea su mejor álbum, en el ya lejano 1987. En la feroz contundencia de aquellos versos el rosarino describía su lugar natal, ese paisaje que tantas veces expulsa a sus creadores, que parten en busca de trabajo, proyección y reconocimiento. Sin embargo, existen excepciones a tan dura norma. Una de ellas es el cineasta Gustavo Postiglione.
Noches pasadas, en el Atlas, en medio de la desolación del centro en plena pandemia, fue él quien dio una (nueva) señal de que desde aquí se puede construir una obra convocante y perdurable. Éramos un puñado en la planta alta, entre ellos el querido Néstor Zapata, cuando la pantalla se iluminó para dar paso a su último trabajo, una película en vivo llamada Simulacro. Afuera, con la calle Mitre cerrada al tránsito automotor, una pequeña multitud que respetó los protocolos vigentes asistió a ese milagro llamado cine, que una vez más daba pruebas de vida –contra viento y marea–, esta vez en el mismo corazón de una ciudad golpeada.
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Gustavo Guirado y Claudia Schujman.
No es “teatro filmado”, como pensaron algunos al escuchar los largos parlamentos del trío de actores –Lara Todeschini, Claudia Schujman, Gustavo Guirado–, que por momentos traían el recuerdo de los diálogos de las películas de Bergman de los años setenta: es cine puro. A fuerza de talento Postiglione logra –con escasos pero bien utilizados recursos– plantarse otra vez en ese territorio que maneja desde siempre: el que abre la cámara para los imantados ojos del espectador. Filmar es parir, y eso lo sabe bien Postiglione. Es aferrarse a un mundo para traerlo a la vida. Compleja, arborescente, cuestionadora y filmada en riguroso blanco y negro, Simulacro consigue su objetivo: movilizar. Y también, conmover.
La película contiene referencias explícitas a las obsesiones de su director. Así aparecen Wim Wenders y París, Texas (1984), y también Sam Shepard, autor del guión de esa obra maestra. Ciertas imágenes remiten a la estética del gran David Lynch. Aunque no está sólo el cine: afloran también la literatura, la política, el amor, el periodismo, el alcohol, las drogas, el arte, la soledad, el país, la derrota. Semejante cóctel, amparado por las notables actuaciones del trío –sometido a brutal exigencia– y también por la sensible participación musical de Iván Tarabelli, sale ileso y consigue, además, levantar una bandera de enorme valor en esta época huérfana: la de los sentimientos. La de los sueños.
Cuando después de la proyección, cerveza helada y sanguchitos de por medio, se dio la charla entre amigos que se reencontraban después de largos meses de aislamiento, Postiglione recibió una merecida catarata de afecto. La película dista de ser de digestión fácil: si algo puede reprochársele es el exceso de ambición, que por momentos la sobrecarga de palabras. Sin embargo, justo cuando el espectador está a punto de naufragar en lo que parece ser un círculo verbal vicioso, surge el impulso que lo sostiene todo: nada menos que la pasión por la vida. Y entonces, cada palabra queda justificada.
Postiglione era consciente del riesgo que había corrido y por eso lo asombraban, acaso, tantos elogios. Los elogios, anoto, no solo deben aplicarse al resultado final del esfuerzo sino a la voluntad que lo sostuvo a lo largo de este duro momento histórico. No hay simulacro alguno en lo que vimos aquel jueves a la noche: fue la legitimidad, y también la belleza, lo que nos unió. El camino, por suerte, sigue. El arte rosarino ha vuelto a atacar.