En estos días quedamos absortos ante el asesinato de un joven por un grupo de rugbiers, en Villa Gesell. El debate no se hizo esperar, no sólo en los medios sino también en los hogares azorados por el atroz homicidio. Tampoco las respuestas fundamentalistas y cerradas que señalaban un culpable, a modo de causa-efecto. Algunos justificaban el crimen porque supuestamente este deporte en particular forma jóvenes violentos; sin embargo, otros, en un sentido más amplio, afirmaban con contundencia que la sociedad es la culpable de ese crimen feroz. El debate no quedó allí, al interior de las familias también surgieron distintas opiniones. En mi caso particular, mis hijos, dos jóvenes varones ex jugadores de rugby, afirmaron contundentemente que el deporte en sí mismo no es violento y que ellos tampoco vivieron prácticas deportivas abusivas durante su niñez y/o adolescencia.
Una posible línea a plantear es, como siempre, la educación, en este caso en el deporte. Es común que la iniciación deportiva de niños y niñas y, luego, de adolescentes, esté a cargo de ex jugadores, es decir, aquellos que alguna vez lo practicaron, transmitiendo generación tras generación costumbres atávicas o prácticas heredadas que replican malestares individuales o grupales. Es muy común escuchar en eventos deportivos, un domingo familiar, la frase “matálo”, “rompélo todo”, entre otras que hacen a la naturalización de ver al otro como el enemigo. Y ahí sí no hay “tercer tiempo” que valga para revertirlo.
Por tanto, es fundamental replantearnos que la formación de las infancias debe sin lugar a dudas estar en manos de profesores de educación física, que se formaron no sólo en la disciplina que enseñan sino también en psicología, didáctica específica, pedagogía y sociología, formación que va dando el marco ideal para comprender la enseñanza y el aprendizaje del deporte.
Culpar a la sociedad de las feroces golpizas que miramos a diario indiferentemente en las pantallas es creer que no nos corresponde comprometernos con tales hechos.
Pareciera ser el cuento de la buena pipa: yo señor, sí señor, no señor, ¿pues entonces quién? Buscar un culpable no soluciona este problema como tampoco las costumbres que tienen los adolescentes a la salida de los boliches. Basta con ver los noticieros o las redes para identificar cientos de casos en las ciudades o comunas en las que vivimos.
Estoy convencida que la responsabilidad de esto siempre se remite al adulto mayor, responsables de hijas, hijos, sobrinos, sobrinas, nietos y nietas. Si bien en este caso fueron rugbiers, reconozcamos que entre los jóvenes que corren en la madrugada mientras dormimos también hay futbolistas, basquetbolistas o tenistas que durante los jueves, viernes y sábados deambulan por la ciudad y son víctimas o victimarios. Alcanza con abrir las redes para comprobar ese juego nefasto que sostienen al amanecer en todas y cada una de las ciudades, más allá de que durante enero y febrero la costa Atlántica recibe miles de jóvenes y es por eso que la problemática se amplifica.
Mientras no podamos asumir que somos los adultos quienes educamos a nuestros niños y niñas, desde el primer día, con la mirada, con la escucha atenta, con la circulación de la palabra, buscaremos culpables por fuera de nosotros porque nos creemos inocentes y afuera de dicha problemática. Si por el contrario, nos hacemos cargo de ello y entendemos que es una tarea diaria no sólo individual, sino social, enmarcada en el respeto, donde el cuidado de uno mismo y del otro sea la prioridad, comprenderemos que esta muerte y otras tantas no pueden resultarnos indiferentes.