Un problema de tantos de la actual civilización posindustrial que nos rodea es que los médicos (una buena parte de ellos y por diversos motivos) no han podido impedir que cierta maquinaria los engullera. Se llenaron de tests, de números que marcan normalidades y aparatos a cuyos dictados se someten (el verbo no es hiperbólico). Todo lo cual tiene sentido: las máquinas realmente salvan vidas o ayudan a salvarlas. El tema es que en ocasiones los médicos parecen olvidar que la idea, la finalidad de todas sus acciones, es tratar personas. Y el mundo de las personas está hecho de significados, de historias y proyecciones. Algo que computadoras y ecuaciones (aún) no consiguen sintetizar. La medicina, como el existencialismo, es un humanismo. O al menos es mucho mejor, incluso más eficaz cuando toma esa dimensión humana, demasiado humana.
Por eso, estos cuentos del cardiólogo Daniel Flichtentrei son a la vez un regalo para los pacientes y una intensa señal de alarma para sus colegas, a quienes sin necesidad de señalar con ningún dedo (nada más lejano al espíritu del autor) les dice: por ahí no, muchachos. El libro se llama La verdad y otras mentiras (historias de hospital) y su autor es jefe de contenidos del portal médico Intramed (la red virtual de salud más grande en español). Bajo ese mismo sello se han publicado libros de cuentos de grandes escritores argentinos: Claudia Piñeiro, Guillermo Martínez, Sergio Olguín, Mariana Enríquez, con temática médica.
Flichtentrei en estos relatos recupera aquella dimensión extrañada. Y con la sensibilidad de quien no se propone ser sensible, sino que lo hace así porque no podría ser de otra manera. En sus páginas se puede leer sobre los residentes nuevos y el cruel pasaje de iniciación entre "los libros" que confieren el título habilitante y la interacción con el paciente que verdaderamente hace a la profesión; sobre la tipología del pedante médico, que cree que su sangre es azul; y también sobre cierto personaje que trata de subvertir las reglas de hospitales e instituciones burocráticas (siempre en la primera persona del narrador). Todo sazonado con una controlada escatología de índole sexual que suele brotar en las extenuantes jornadas de guardia.
Pero no se queda ahí. El autor también recupera un cierto ethos del médico de otros tiempos, aquel que buscaba la empatía con el paciente, un poco como los antiguos médicos de pueblos. Algo que hoy, en tiempos de altísimo negocio de obras sociales y prepagas (entre otros males del siglo XXI), se ha dejado de lado porque todo es rápido, estandarizado y como máximo tengo quince minutos, perdón pero la sala de espera está llena.
Ese espacio es lastimosamente cubierto —como pueden— por disciplinas pseudocientíficas (homeopatía) o anticientíficas (curanderos, manosantas y demás), cuyo fuerte es disponer del tiempo necesario como para oír a las personas enfermas, reconstruir sus padeceres y su entorno, y darles lo que suele llamarse "contención". Curar a las personas como una totalidad, y no enfocarse en un síntoma y tratarlo de manera aislada, es un posible lema que rescata.
No sólo eso. Hay otro deber que el médico tiene y es conocer las situaciones sociales y ser útil a esos contextos. Como se muestra en uno de los puntos más alto del libro, el cuento Los pibes. Allí, el médico-narrador es casi secuestrado en una zona del Gran Buenos Aires y llevado a una villa en la que agoniza la mamá de un joven de la zona. La mirada es la de alguien que se asombra por los consumos culturales y costumbres (un tatuaje, una cumbia a todo volumen, un cierto lenguaje), y las anota con paciencia de antropólogo, pero no las condena ni reprueba. No es su función. Va y hace su trabajo médico, a cambio apenas de una sopa paraguaya, pese a que le ofrecieron "una guachita" de las que bailan en el fondo. Descripción densa: "Los vecinos participaban como si las casas no tuvieran puertas, entraban y salían sin pedir permiso. Los límites entre lo privado y lo público eran muy diferentes de los que yo conocía. Todos participaban de la misma manera. Hasta me resultó imposible distinguir quién pertenecía a la familia y quién no. Algunas mujeres entraron a la casa para preparar a Ermelinda para su traslado al hospital. Me pareció que era una gran familia integrada y solidaria . Me decidí a hablar sin tomar en cuenta que me escucharían unas diez o quince personas expectantes. Hablé mirando al hijo de Ermelinda, pero de a ratos también a los vecinos, con el propósito de saber si me comprendían o si tenían alguna pregunta".
Un tipo de compasión poscristiana, sumamente humanística. Y con otro villano, además del citado médico de bronce. Como escribe en este párrafo, del cuento La mirada de los otros: "Hay una medicina que se ejerce en los salones de los hoteles five stars, en los journals y en las academias. Es interesantísima, deslumbrante, te come la cabeza. Está llena de gente valiosa e inteligente, pero también está infestada de fanfarrones y egomaníacos. Es una medicina para médicos, endogámica, una isla paradisíaca donde el sufrimiento, el dolor o la muerte nunca salen del PowerPoint. Es seductora y mentirosa. Huele a perfume de free shop. Es falsa como el espejo de la madrastra de Cenicienta".
Contra todo esto batallan los cuentos de este volumen, sin dejar nunca de ser literatura de buena calidad, y se leen con la misma pasión y fruición que se intuyen en el autor. Y con la certeza de que los buenos diagnósticos son menos el resultado de ecuaciones matemáticas que de los relatos que se pueden y es obligatorio recrear.