"No podemos pararlo.
Por Hernán Lascano
"No podemos pararlo.
Ni con todos los abogados, armas y dinero del mundo. Ni apelando al sentimiento de culpa, ni a la moral ni a la indignación de los justos. Ni con las cumbres sobre el crimen, ni con equipos especiales ni con comités. Ni con políticas fraguadas en lugares que no se ven desde la esquina perdida de las calles suburbanas. No se conseguirá una victoria duradera en la guerra contra las drogas doblando el número de policías en la calle ni triplicando las plazas de las penitenciarías. La paz no vendrá gracias a las leyes contra el crimen organizado, ni a leyes que recorten los derechos civiles, ni permitiendo registros sin orden judicial ni por ninguna otra maldita nueva medida que a alguien se le ocurra meter en el paquete de leyes contra la delincuencia que toque aprobar el año que viene.
Y eso, en el suburbio, lo saben".
Ayer se conocieron los números de indigencia y pobreza en Rosario y su área metropolitana. La pobreza llega al 41,8 por ciento de la población. La indigencia, que implica que los ingresos no cubren las necesidades alimentarias, el 13,3 por ciento. Esos porcentajes representan personas. Desde la última medición en Rosario a final el año pasado la pobreza aumentó 6 puntos. La indigencia trepó 7 puntos. En sentido estricto esto quiere decir que en todo el aglomerado urbano de Rosario 156 mil personas no comen bien.
Un chico se cría en comedores, como su madre, como su abuelo. En el mejor de los casos va a la escuela primaria para saber que, como su madre, como su abuelo, no conseguirá nunca un trabajo formal. El ocio recreativo en un club o en una pileta no es parte de su mundo. Vive junto a muchas personas en una casa que lucha por no venirse abajo. Crece esquivando con el cuerpo y los oídos los quejidos de la balas. Si sabemos esto seguramente nos compadecemos de ese chico, pensamos que es injusto, sentimos que algo debe cambiarse.
Pero de repente ese chico empieza a cometer arrebatos. O se alista en una bandita que le pide que corte cocaína. O empieza a dejarse la piel consumiendo drogas que le aflojan los dientes y le amarillean los ojos. O agarra el arma de fuego que le ofrecen para ganarse la plata que nunca jamás conseguirá de otra forma. O arranca a tirotearse por deudas de negocios ajenos o por la sola diversión de disparar en un mundo que no reservó nada para él. Si pasa algo de esto, o todo esto junto, cualquier forma de compasión se nos termina. Las posibilidades de entender que vivimos en una ciudad donde más de 100 mil personas no comen bien se esfuman. Lo único que se nos ocurrirá es reclamar más policías, más tecnología aplicada al control del delito, más patrullas, más cárceles, más condenas completas.
¿Pero es que reclamar eso está mal? No está mal. Para nadie es justo ni tolerable vivir con miedo. No todo es producto de la pobreza. Los delincuentes profesionales, esos que toman al delito como opción de vida, existieron y existirán. Pero lo que hoy tiene a Rosario sacudida es el delito callejero que recrudece en los momentos de miseria. El delito amateur que, al revés del delito sofisticado, es violento. En las fiscalías de NN consta la reaparición en escalada de robos que decrecen en los esporádicos tiempos de bonanza. Robos de baterías y parabrisas de autos, de cañerías de cobre o de carpinterías de aluminio de las casas, de motos de baja cilindrada y bicicletas, de objetos en casas saqueadas en general sin ocupantes.
Este tipo de ilícitos que terminan siempre en el reducidor que compra lo robado son cometidos en general por personas que no tienen donde caerse muertas. Y lo mismo pasa no con el traficante que escaló socialmente sino con los que en los escalones más bajos venden para él o defienden su liderazgo en una cuadra. Este tipo de violencia que viene del comercio de drogas hoy explica más del 50 por ciento de los 155 homicidios de Rosario y la mayoría de balaceras. Es una violencia muy concentrada geográficamente. Según el Observatorio del Ministerio de Seguridad el 80 por ciento de los hechos se da en el 13 por ciento del territorio de la ciudad. Que coincide con zonas más desaventajadas.
Es razonable que la violencia demanda un freno de coyuntura. Pero el recurso del parche permanente solo dejará en paz a los que quieran mentirse. No habrá calma en una ciudad partida casi por la mitad. No puede haberla con más de 150 mil personas a las que no les alcanza ni para comer. El Estado no frenará la violencia si no es capaz de moderar la desigualdad. Y decir Estado es también decir sociedad civil y poder económico. El Estado ya no funciona como igualador entre los que más y menos tienen. Y acá viene otro capítulo en extremo inquietante. Por motivos distintos mucha gente siente que las instituciones formales ya no los representan. Manuel Castells lo dice muy claro: los excluidos porque están en un afuera del que nadie se hace cargo. Los integrados porque el afuera del que no nos hacemos cargo nos amenaza.
La ministra Sabina Frederic mandó a Rosario 40 patrulleros. ¿Si hubiera mandado 4 mil estaríamos más tranquilos en una ciudad con 100 mil indigentes? No está mal pedir que nos protejan. Pero cuando pedimos que nos cuiden haciendo abstracción de ese mundo que se derrumba a diez cuadras del centro las soluciones suenan a remiendo. Tal vez a autoengaño.
La cita que abre esta nota es de La esquina, libro descarnado sobre la violencia urbana de la ciudad de Baltimore. Sus autores, David Simon y Ed Burns, retratan allí dos mundos que, salvo por la violencia, no se tocan. Una ciudad dividida en unas veinte manzanas con personas paseando por el muelle o bebiendo en los vestíbulos de los hoteles, y otra que es un escenario desierto donde cada cual sobrevive sin esperanza. Esa ciudad que no se mira a sí misma completa, dicen los autores, no se apaciguará con las estrategias de siempre. Ni con penas más altas, ni con el doble de policías en la calle. En el suburbio, dicen los autores, eso se sabe. Esa intranquila intuición está en todos lados.