“Mi bebé espera que salga el sol para ir a la casita de su hermano, como le dice al cementerio. Y tiene tres años”, refiere Nadia Obregón sobre Yaiel, con quien vive en el barrio La Cerámica a cinco meses del asesinato de su primogénito, Máximo Luján. Cuando fue baleado desde un auto cuyos ocupantes intempestivamente abrieron fuego, el chico de 13 años estaba en la vereda, a sólo tres cuadras de su casa. Nadia corrió desesperada porque alguien le avisó que lo habían golpeado: lo encontró tendido con los ojos semicerrados y lo cargó en el auto de un vecino rumbo al hospital Alberdi, donde llegó ya sin signos vitales. Ese sábado de mayo además de Máximo cayó su compañera y vecina Maite Gálvez, de 14. Ya les habían matado a tres amigos, entre ellos los adolescentes Thiago y Brandon, en octubre de 2022.
Entre el estupor y la tristeza, Nadia se acercó a Pariendo Justicia junto con su vecina Pamela Cabrera, la mamá de Brandon. La joven de 33 años tiene estampada en la remera la cara de su hijo de 14 y desgrana con energía una serie de detalles precisos sobre la que fue su última jornada. Se trata de un denominador común en las mujeres, la narración pormenorizada de las dramáticas secuencias que modificaron sus vidas. “Es que nos quedamos tildadas en ese día”, interpreta Pamela, y vuelve a aquella noche de primavera en la que Brandon asistió al cumpleaños de 15 de una amiga.
“A él y al amiguito los suben a un auto robado, como secuestrándolos. Ese auto robado va para la ruta 34 y Granel, donde supuestamente tiene un accidente. A las 2.30 de la madrugada se llevan por delante tres columnas, mi hijo pierde la vida en el momento. Yo lo busco por todos los hospitales y lo encuentro recién a las siete menos cuarto en el mismo lugar del accidente, dentro de una bolsa de basura”, describe su periplo (en tiempo presente), y se quiebra.
Las circunstancias que rodean a las muertes violentas en Rosario abruman. Y se superan horrorosamente a sí mismas. Tal es el caso de Lorenzo Jimi Altamirano, de 28 años, músico y malabarista al que “levantaron” al boleo en la vía pública, cuando regresaba a su casa a pie desde un ensayo. La madrugada del 1° de febrero lo subieron a la fuerza a un auto, lo ultimaron y arrojaron su cuerpo frente a la cancha de Newell’s, como un presunto mensaje intimidatorio para otra banda, según se investiga. El susurro de su mamá, Liliana Altamirano, es un lamento.
“Antes ellos (por los delincuentes) tenían códigos, pero ahora no respetan nada. A cualquiera le puede pasar, a cualquiera que esté en la calle lo pueden agarrar y matarlo. ¿Por qué se la agarran con un inocente? Quiero que se haga justicia y que (los autores) paguen bien. No que estén adentro de la cárcel con un celular y mandando gente a matar”, expresa esta mujer de 49 años, vecina del barrio La Boca, y renglón seguido tímidamente se disculpa porque "faltan las palabras”. De hecho, no hay una palabra en el idioma que designe la condición de un progenitor o progenitora que pierde a un hijo.
“La mataron como un perro. Vieron que era una criatura pero no les importó, querían hacer daño, vengarse de quien era mi cuñado pensando que él estaba escondido adentro de mi casa”, rememora Rocío Montiel el femicidio de su hija de 15 años, Zoe Romero, ocurrido en agosto de 2022. “Ella atendía un almacén en el frente de mi casa hacía un mes y medio. Tocaron el timbre, fue a abrir y le dispararon a matar”, agrega, y enumera las actividades que hacía Zoe a pesar de su corta edad para aportar a la economía familiar: estudiaba y vendía tortas, cosas dulces, ropa interior.
“Nosotros siempre estuvimos solos con mis cinco hijos porque el padre tiene problemas de adicciones. Nos dábamos una mano porque yo por ahí trabajaba todo el día y ellos intentaban ayudar, porque no nos alcanzaba. No tengo ayuda del padre, nada”, advierte Rocío. Se le llenan los ojos de lágrimas porque al dolor de la pérdida de Zoe se suma que debió mudarse por sugerencia del Ministerio Público de la Acusación y de la Secretaría de Niñez de la provincia, dejando el barrio Moderno donde vivió desde los cinco a los 35 años sin tener problemas con nadie, asegura.
“El día anterior habían matado a un chiquito en Empalme Graneros (por Máximo Jerez, de 11 años), lo estuvimos viendo en el noticiero con mi hijo. Por eso justo estaban en Rosario los medios nacionales. Yo pensaba que eso no nos iba a pasar a nosotros, que pasaba sólo en algunos sectores. Creo que me había inventado un mundo, que no tomaba conciencia de cómo está la ciudad. Mi hijo me acompañaba a tomar el colectivo y me esperaba cuando volvía, entonces me sentía segura. Pero mi mundo se derrumbó”. Quien habla es Liliana Perosio, locutora de 65 años y madre de Leonel Granados, quien el 6 de marzo fue baleado en la puerta de su casa del barrio La Florida por hombres que se movilizaban en auto y habían llegado hasta allí para preguntar por un vehículo que el joven de 36 años tenía a la venta. Liliana enterró al menor de sus tres hijos el Día de la Mujer.
“Yo era muy apegada a él porque cuando fue la crisis de 2001 el padre viajó a España y al poco tiempo de estar allí tuvo un problema en el corazón y murió. Leo tenía entonces 14 años”, evoca esta mujer que encuentra un aliciente para no flaquear en el cuidado de sus nietos, a los que de alguna manera -analiza- también materna. “Hay que tratar de que los chicos sigan con sus actividades: vayan al club, a la escuela, a los cumpleaños de los amiguitos”, concluye. El joven asesinado en plena tarde en la transitada avenida Rondeau (al 3900) tenía tres hijos de un año y medio, cinco y ocho años.
Liliana cuenta con apoyo psicológico y dialoga por teléfono con otras madres y padres que perdieron a sus hijos, entre ellos el papá de la sanlorencina Paula Perassi, quien permanece desaparecida. Por el momento no tuvo una reunión en persona con estas voces que la acompañan del otro lado de la línea ni se sumó a alguna organización o grupo. Reconoce que hay distintas maneras de enfrentar los duelos y que nadie sabe de antemano cómo podría reaccionar ante una pérdida semejante.
“Cuando me pasó todo esto no tenía ayuda de nadie, ni de psicólogo ni de centro de salud. Estaba más muerta de lo que estoy ahora. Sigo en pie porque estoy con las compañeras de Pariendo Justicia, que es como una familia más”, dice por su parte Pamela Cabrera, mamá de Brandon y de otras tres nenas cuyas edades van de los nueve a los 13 años. Actualmente recibe asistencia psicológica en la sede de Gobernación y trabaja tres veces por semana, cuenta.
“La cabeza no para, está continuamente pensando por qué me pasa esto. ¿Qué hice mal para que me hagan un daño tan grande? Ahora estoy hablando con vos pero después me olvido de lo que hablé, me olvido de muchas cosas”, admite y vuelve sobre lo mismo como una letanía: “No tenemos más la vida que teníamos antes, la familia quedó incompleta. Tenemos aparte otros hijos. Pero no es lo mismo, porque no tenemos los hijos completos”.
“Queremos que se haga justicia por lo que pasó, y que no los condenen (a las autores) sólo a diez, 15 años. Para que después no salgan a hacer lo mismo”, pide Nadia Obregón, sin demasiada información sobre las razones del homicidio de su hijo Máximo. En la Fiscalía, cuenta, el mes pasado se quedaron con su celular y el del nene para analizarlos. Ella va periódicamente a Tribunales, donde le dicen que “están investigando”. En el barrio La Cerámica, en tanto, “está todo muy tenso”.
“Cuando pasó lo de mi hija, lo primero fue investigarme a mí. ¿Cómo puede ser? No solamente fue asesinada ella, muchas criaturas también murieron. ¿Cuánto más van a esperar?”, pregunta Rocío Montiel, la mamá de Zoe. “Hay noches que no duermo, lloro todo el tiempo. Pero me tengo que levantar y ver cómo hago con mi hijo de 13 años”, sostiene a modo de mantra, quien también pasó estos meses reuniendo por su cuenta datos e información sobre el crimen que luego acercó a la Justicia. Las madres de repente se ven empujadas a vincularse con instituciones policiales y judiciales, algo que nunca hubieran imaginado, en pos de evitar la impunidad, y a su vez tienen la necesidad imperiosa de recuperarse emocionalmente.
“Tengo todo, todo en mi mente”, enfatiza Liliana Altamirano, mamá de Jimi. “Cualquier muchacho que veo parecido, lo veo a él. Con sus amigos músicos y malabaristas hicimos muchas marchas, me dan fuerzas para que siga adelante. Nosotros con Jimi siempre mirábamos las noticias en la televisión, pero jamás se me ocurrió que me iba a pasar algo así a mí. Él me decía: «Mami, acá en Rosario está todo podrido». Había estado viviendo en Brasil, vino para las fiestas y en marzo se volvía de vuelta a Brasil. Quería instalarse allá, quedarse allá”, lagrimea y relata que visitó en algunas oportunidades a una psicóloga pero le hacía “peor”. Entonces decidió dejar de ir, porque no encuentra “porqué, ni consuelo”. Sí continúa con su rutina de trabajo en una clínica todas las tardes y con el cuidado de su hijo más pequeño, de su marido, de sus nietos.
“No puede ser que la vida valga tan poco, que nos acostumbremos a que nos arrebaten a nuestros hijos que tanto nos costó parir, criar y cuidar con amor. Lo que nos pasa es muy cruel, no puede quedar invisibilizado”, reclama con énfasis Liliana Perosio, que tras la muerte de Leo llegó a sentir “el vientre vacío” y decidió mudarse a la casa de otro hijo, aunque aclara: “Ningún hijo es reemplazable por otro”.
“No quiero resignarme, no quiero que nos resignemos. No quiero ver más a otra madre que pierde a su hijo”, resume, yendo de lo íntimo a lo social en una frase que conmueve, en especial en este día.