Las ciudades suelen construir, al margen de los personajes emblemáticos que en distintos ámbitos formaron parte de su historia, una especie de módica mitología paralela: la de quienes conforman el Olimpo de las leyendas urbanas, hombres y mujeres a los que sociedad incluyó en una especie de brumosa marginalia pero a los que terminó reconociendo como parte entrañable de su vida cotidiana y ¿por qué no? también de su historia.
Juana González, rebautizada para siempre como Rita La Salvaje, hizo honor hasta el final a ese apelativo, negándose a ser una marginal para reconocerse, con justicia, como una mujer capaz de demostrar con orgullo que la exhibición de su cuerpo desnudo estaba más allá de la vulgar obscenidad, para ser en realidad un desafío a las convenciones pacatas y la reafirmación de su vocación por esos escenarios algunas veces lujosos y muchas otras deprimentes de los cabarets y locales nocturnos de Rosario y de otras ciudades del continente.
Su desparpajo escénico, su filosa lengua capaz de retrucar cualquier chascarrillo de la platea masculina, su impudicia atenuada por un sentido del humor por entonces novedoso en las mujeres del mundo del varieté, sus bailes irreverentes, hicieron de ella una artista difícil de catalogar, aun cuando buena parte de las buenas conciencias de la ciudad iba a asignarle la simple condición de "cabaretera", la misma que asignaba a las artistas de la noche, a las que suponían, impiadosamente, cercanas a "la mala vida".
Rita preservó su vida privada (atravesada por desdichas, estafas y traiciones) como un patrimonio personal no negociable. No tuvo inconveniente, en cambio, en reconstruir una vez retirada del varieté, los avatares artísticos que la llevaron del inicial "Paradise Dancing" de calle Mitre al legendario Teatro Casino de Pichincha, tanto como a las paquetas boites "Marina" o "Caracol" de los años 60, al "Bambú India" del bajo rosario, al "Rendez Vous" o al "Panamericano", su último escenario. Alguna vez recordó parte de sus andanzas latinoamericanas, ligadas al origen de su nombre definitivo: "Yo me hacía llamar Rita Day, pero cuando fui a Porto Alegre, por las cosas que hacía, un presentador dijo: ¡Qué salvagem! Y entonces adopté mi nombre definitivo: Rita La Salvaje. Trabajé en Uruguay, me contrataron en Brasil, en Perú, en Nicaragua cuando estaba Somoza, en Guatemala, Panamá, Bolivia, Ecuador. Pero siempre volvía a Rosario...".
Es cierto que los golpes de la vida y la indefensión en la que quedan muchos artistas de variedades cuando dejan la actividad, le turbaron muchas veces la salud, deprimieron su ánimo, le mezclaron los recuerdos pero no doblegaron su orgullo de saberse casi un mito para casi tres generaciones. En los finales de la pasada década del 80 y comienzos de la de 1990, en la casa que ocupaba Ediciones de Aquí a la Vuelta, un valioso emprendimiento dirigido por Enrique Llopis, en Catamarca casi esquina Italia, Rita encontró por un tiempo un ámbito hogareño acogedor para ella.
La recuerdo alegre, cebándonos mate, contando parte de su pasado, lozana aún con sus años y mostrándonos con orgullo como hacía girar sus pechos abundantes, tal como lo hiciera noche a noche en aquellos nocturnos y penumbrosos escenarios rosarinos. Era todavía una reina, aunque ya sin reinado.
La modernidad implacable tanto como el simple paso del tiempo, convirtieron la vida nocturna de las décadas del 40 al 60 en una postal si no amarillenta por lo menos teñida por el sepia de lo irrecuperable. Hugo Pimentel, un compañero de escenario, recordaría parte de ese perdido esplendor: "Lo de ella era fabuloso, en el Panamericano la gente se volvía loca. Bajaban de los trenes a las 11 de la noche y esperaban hasta la 1 de la mañana para ver el show de Rita, y en el Rendez Vous lo mismo. Más de una vez, sobre todo en los últimos años, su rastro se esfumaba por un tiempo por cambios obligados de domicilio y apreturas económicas, pero su nombre no estaba perdido; rondaba por la memoria de los que la vieron bajo las luces del cabaret, de los que escucharon sus anécdotas y de los más jóvenes que sólo oyeron alguna vez su nombre pero no trepidaban en tenerla también como uno de los mitos de ese Olimpo menor".
Ahora que su número del "caramelito", que indignaba a las señoras pero no a los caballeros de su época, ha quedado a la altura de un poroto ante las propuestas de cómicos y vedettes del verano; y ahora que su muerte la despoja para siempre de su condición de mortal para asignarle vaya uno a saber cuál otra, no estaría mal imaginar, como en una película de Fellini, la siguiente toma: sobre un pequeño proscenio, una opulenta mujer desnuda y de pie, escucha en respetuoso silencio a un músico al que ha invitado a subir a tocar un tango aunque él sólo había acudido esa noche para verla a ella, atraído por la fama de su espectáculo.
Lo bueno del caso es que la escena fue verdadera. El lugar se llamaba "Bambú India", la mujer era Rita La Salvaje, el tango "Adiós Nonino" y el músico Astor Piazzolla, que no olvidó nunca aquella escena casi surrealista. O tal vez sea mejor despedirla con la autodefinición musical y cantada con la que iniciaba su número más famoso: Me llaman La Salvaje porque soy terrible en cuestiones del amor,/ me llaman La Salvaje porque tengo el cuerpo llenito de calor,/ salvajes mis caricias, mis abrazos, salvajes mis momentos de pasión, tras la habitual voz del presentador que anunciaba: "¡Y ahora, el último show de la noche!"