"No soy ni Rita La Salvaje ni Santa Rita", suelta otra Rita, de apellido Lucieri, mientras elonga como una veinteañera su ágil figura de 79. En su casa de zona sur lleva viviendo sola poco menos de dos años y medio, a metros de sus hijos, pero con la pletórica sensación de autonomía que da ser dueña y señora de un hogar. Como muchas mujeres de su edad, quedó viuda tras 58 años de matrimonio y luego se planteó qué haría con el resto de su vida. "Porque después de tantos años de estar en familia no es fácil cerrar la puerta de tu casa un día y quedarte sola", dice. Lo primero que decidió fue "mirar para adelante" y no dejar que la atrapara el "pasado". Lo segundo, "poner todo" de sí para "pasarla bien". Viajar, contar chistes, hacer gimnasia y teatro, cantar en un coro, salir "todos los días, aunque sea para un mandado", ocuparse de las plantas, escuchar radio y TV, limpiar la casa, todo viene bien para no aburrirse y renunciar a la queja, un mal que definitivamente Rita no quiere como compañía.
Algunos dicen que se envejece como se vivió. Otros creen que cada etapa ofrece sus propias chances de cambio. Quizás las dos cosas sean parcialmente ciertas y coexistan en tensión.
La vida de Rita, por ejemplo, podría ser un prototipo de la mujer de barrio de clase media. Trabajó desde los 15 años hasta los 21 en un taller de camisas, después se casó y pronto tuvo a sus hijos. No volvió a tener empleo fuera del hogar, pero a la vez siempre se procuró su propio aporte económico: primero con un quiosco y luego cosiendo por encargo. "Hasta revendí revistas usadas", cuenta.
Crió y educó sus "chicos". El tiempo fue pasando, sus hijos tuvieron hijos y ella heredó 6 nietos. Luego su esposo enfermó y durante dos años y medio lo cuidó, hasta que él falleció. Después de 58 años de matrimonio.
Y así fue como un día amaneció distinto. "Fue un cambio brusco en la vida y estar solita de golpe no fue agradable", dice.
Había que dar vuelta las cosas, encontrarle un sentido a esa soledad para que se transformara en independencia. Fue clave "mirar para adelante", no entregarse a la "nostalgia del pasado". No tanto por convicción previa, sino "porque otra no queda". Por poco que eso parezca, en realidad es un montón.
Y así fue como Rita se puso las pilas. Conectada su casa a la del hijo y muy cerca de la de su hija, goza de ese apoyo y compañía, pero la agenda la fija ella.
Tres veces por semana va a gimnasia al Polideportivo 9 de Julio, baila donde puede "y como sea" (paso doble, zamba, chamamé o chacarera, con todas se anima igual), se va de viaje con grupos de amigos, cuenta chistes, sale de compras por el barrio, charla con los vecinos, participa de un taller de memoria, va a teatro y canta en un coro.
¿Qué más? Se ríe, limpia, se ocupa de las plantas, escucha radio y tele, ve a sus hijos todos los días. "Quieta no me quedo nunca, la cuestión es pasarla bien", dice.
Libre y a la vez rodeada de afecto, Rita no es la protagonista de una publicidad de jubilados de Miami, tostados en el Caribe y ataviados de blanco, sino una rosarina mayor de zona sur que la rema lo mejor que puede. Ojalá todos pudieran, a esa edad.