No hay que ser un experto para saberlo: Luis Alberto Spinetta es un bicho raro dentro de la
escena del rock. Y su rareza, como la perfección de un diamante, es su mayor virtud. Su música es
celestial; su voz, un ángel exterminador; su voluntad, de hierro. Por eso, no por capricho sino por
convicción, siempre hizo lo que quiso. Las canciones de los planetas, de las piedras preciosas, de
los árboles y del amor también. Y lo hizo cuando y cómo le vino en ganas. Sin ceder, sin rendirse,
seguro de su fe.
Nunca se dejó tentar por el canto de sirenas del negocio, que le pedía hits y él le daba arte,
ni por los ruegos de sus fans que, en una ceremonia que se repitió hasta el cansancio, iban con el
sueño de escuchar esa canción, la única, la irrepetible, la perfecta, que siempre habían querido
escuchar en vivo y que nunca había tocado. Sus gritos, que con el correr de los años se
convirtieron en parte de la misa de sus recitales, fueron escuchados claramente, pero jamás
complacidos.
Ese era acaso el juego que más le gustaba y que mejor jugaba el Flaco. Y a sus fans, a sus
acólitos, a esa legión que el viernes por la noche obligó a que en las boleterías del estadio de
Vélez Sarsfield, el lugar elegido para el gran show de Las Bandas Eternas, se colgara el cartel de
“localidades agotadas”. Así, 37 mil soñadores cumplieron de una vez y para siempre con
un anhelo largamente acariciado: escuchar los temas que siempre habían querido, todos y cada uno;
increíblemente.
Spinetta, brillante sobre el mic, fue el maestro de ceremonias, la estrella, el amigo. Al filo
de los 60 años, prodigó una energía incontenible, desbordante, por momentos agotadora. No porque su
lista de temas, ésa que había sido imperio de su única y caprichosa voluntad hasta esa noche, fuera
extenuante sino porque tocó y cantó durante cinco horas y media, un maratón que ni el cuerpo mejor
entrenado puede soportar sin sentir el esfuerzo. Salvo el suyo, claro, que es delgado y flexible
como un junco silvestre.
Comenzó dándoles las gracias a los músicos que lo acompañaron en su carrera, un sprint de largo
aliento a punto de cumplir 40 años. Recordó a los que no pudieron ser de la partida de su proyecto
más ambicioso: juntar en un mismo show a todas las bandas en las que tocó. Pedro Aznar, León Gieco,
entre otros. Y finalmente se ante los músicos que admira y que vaya uno a saber por qué curioso
azar no serían versionados esa noche: Andrés Calamaro, Indio Solari y Hugo Fatorusso.
Después, la música y nada más que decir.
El show se dividió en dos partes, cada una de 25 temas; un recorrido por el mundo mágico de
Spinettalandia y sus amigos, desde la actualidad amorosa de “Mi elemento”, con la banda
que lo acompaña por estos días en la que el rosarino Claudio Cardone es su socio creativo, hasta
los comienzos, aquel dios de adolescencia que fue Almendra y su “Muchacha ojos de
papel”, que cantó cuando junto a sus amigos del barrio de Bajo Belgrano, Emilio del Güercio,
Edelmiro Molinari y García. Un regalo para su madre, que resistía orgullosa en la platea.
En el primer tramo hizo un viaje a las montañas de la locura de Jade, con los tecladistas Juan
del Barrio y Diego Rappoport, en el asiento del acompañante. El estéreo, a todo volumen,
“Sombras en los álamos” y “Alma de diamante”. Por la ventanilla, paisajes
de ensueño con el fondo de “Fina ropa blanca” y “La bengala perdida”. En el
espejo retrovisor, los clásicos de siempre, “Mariposas de madera”, de Miguel Abuelo, y
“El rey lloró”, de Litto Nebbia, en una versión electro-hippie que erizaba la piel.
No faltaron los invitados: Fito Páez, con “Las cosas tienen movimiento” y
“Asilo en tu corazón”, una de las gemas de “La la la”, y Gustavo Cerati,
que cumplió “el sueño del pibe” de cantar junto al Flaco “Té para tres”, de
Soda Stereo, y “Bajan”, uno de los títulos más esperados y aplaudidos de la noche.
De “Artaud”, acaso uno de sus álbumes más bellos y enigmáticos, Spinetta también
cantó “Cementerio Club”, otra de las rarezas con las que sorprendió al público.
Un momento único, irrepetible: Juanse y el Flaco cantando juntos “Adonde está la
libertad” de Pappo. Una maravilla para los chicos que escribe en el cielo.
Antes del intervalo se colgó la guitarra para tocar una versión inquietante de “Filosofía
barata y zapatos de goma”, el preludio perfecto para la aparición de Charly García (traje de
confección, gris, impecable, andar lento, sonrisa contagiosa) con quien hicieron el único tema que
firmaron juntos, “Rezo por vos”.
Allí, el estadio bañado por la luz amarillenta de una luna llena de promesas, se rindió a los
pies de los dos más grandes genios que dio el rock argentino. La ovación se escuchó en el
cosmos.
Y todavía faltaba lo mejor. El recuerdo del Tuerto Wirtz y los Socios del Desierto, con Javier
Malosetti en batería y el “Diente” Torres en bajo en el pop contagioso de “Nasty
People”. Pomo y Machi, los Invisibles, que escalaron a la cima del mundo con “Durazno
sangrando”, “Lo que nos ocupa es la conciencia, esa abuela que regula el mundo”,
que tiene 35 años y parece escrito ayer; “Jugo de lúcuma” y el lamento desgarrado de
“Perdonado (niño condenado)”. Y Pescado Rabioso, con Carlos Cutaia en Hammond y David
Lebón en guitarra, cantando “Postcrucifixión” y “Me gusta ese tajo”.
Hacía más de cinco horas que el viaje por ese callejón de los milagros que es la obra de
Spinetta cuando subió al escenario Almendra. Más grandes, canosos los que aún tienen pelo,
arrugados, pero tan traviesos como cuando le robaban horas a la pelota para tocar rock’n
roll.
Su reunión, la esperada con más ansiedad por los espectadores, fue más que emotiva. Cero
nostalgia. Apenas música de siempre, para siempre, con “Color humano”, “Hermano
perro” y “Fermín”. Con “Muchacha...” parecía que había llegado el
final, pero nadie se movió de sus lugares, ni las mozas, y hubo más.
Ricardo Mollo y su guitarra inclemente en “8 de octubre”, el tema que el Flaco y
León compusieron para los chicos muertos en la tragedia de Santa Fe, y tres clásicos de clásicos,
“Seguir viviendo sin tu amor”, “Yo quiero ver un tren” y “No te
alejes tanto de mí”, que la gente coreó y bailó, aunque las fuerzas le flaquearan.
“La seguimos en casa...”, bromeó el Flaco antes de dejar el escenario y sus palabras
fueron una síntesis perfecta de lo que pasó esa noche. Se había reunido la familia, como en las
fiestas, como en los cumpleaños, para celebrar la vida y la música. Para rendirle homenaje al Flaco
Spinetta y al rock argentino, que se lo merecen.