“La docencia es la profesión más hermosa, difícil y compleja que se le ha encomendado al ser humano, porque es trabajar con la mente y el corazón de las personas”, dice Santos Guerra a La Capital, en una entrevista por Zoom desde su casa de Málaga en la que invita a reflexionar sobre la esfera emocional en la educación, pero también da pistas y ejemplos concretos de cómo desarrollarla. Destaca el trabajo de maestras y maestros en pandemia, a quienes considera “héroes silenciosos” por esa labor sin pausa que desarrollan de forma presencial o a distancia. También habla del acompañamiento y participación de las familias en la escuela y el respeto que deben tener hacia los docentes. Y advierte: “Las piedras que padres y madres arrojan sobre el tejado de las escuelas caen sobre la cabeza de sus hijos”.
—Creo que la escuela ha sido tradicionalmente el reino de lo cognitivo. En la escuela cuando entra un alumno o un profesor se le pregunta cuánto sabe. Pero ni a uno ni a otro se le pregunta cómo estás, qué quieres, qué sueñas, que deseas, qué necesitas. A mí me parece muy importante, que la escuela sea también el reino de lo afectivo. Por muchos motivos. El primero tiene que ver con la felicidad de las personas. Vamos a ser más felices en la medida que el núcleo de nuestros sentimientos esté desarrollado, y eso no va a depender tanto de cuánto sabemos o tenemos. Hay sabios, poderosos y ricos desgraciados. Es decir que para el desarrollo integral de la persona, en lo que verdaderamente es importante que es alcanzar la condición de ser seres felices, la escuela se pregunta y hace pocas cosas. Pero también en cuanto a los docentes, que en su formación apenas si existe algo, o ni preocupación siquiera porque haya una formación emocional de los docentes. Esto es muy importante porque para los aprendizajes hay quien dice “la escuela tiene que enseñar el currículum: geografía, historia, matemática, física o química”. Pero para aprender todo eso hace falta tener un corazón pacificado, una disposición emocional para aprender. Es muy importante que el profesor pueda, sepa y quiera cultivar esa disposición emocional. Muchas veces tenemos personas eruditas, bien instruidas pero con el núcleo emocional atrofiado o atormentado. En Chile estoy coordinando un proyecto que se titula “Buen profesional, profesional bueno” en la Universidad Mayor, que dice: nos interesa que haya buenos médicos o arquitectos, profesionalmente competentes, pero también que sean buenas personas, equilibradas, sanas emocionalmente, que sepan cómo reconocer sus sentimientos y de otros, cómo expresarlos y recibirlos. Entonces hacen un currículum en el que estas dimensiones se puedan trabajar institucionalmente y evaluar. Esto es muy importante, porque frecuentemente cuando docentes, padres y madres escuchan estas reflexiones, casi siempre piensan “qué tengo que hacer con mis hijos o con mis alumnos”. Pero la pregunta es previa: “¿Y yo, y mi desarrollo emocional?”. Me gusta mucho repetir un pensamiento de Emerson que dice que “el ruido de lo que somos llega a los oídos de nuestros hijos y nuestros alumnos con tanta fuerza que les impide oír lo que decimos”. En la escuela se estudia geografía, matemática o literatura. Pero ¿qué se aprende sobre el duelo, el control de las emociones, los sentimientos de miedo, dolor o rabia?, ¿qué se trabaja sobre todas esas cuestiones? Prácticamente nada. Diría que en las escuelas unos seríamos máquinas de enseñar y otros máquinas de aprender. Máquinas que evalúan y máquinas que son evaluadas. Decía Gabriela Mistral que si no eres capaz de amar no puedes dedicarte a esta tarea. Un pedagogo francés decía con cierta ironía “¿cómo le voy a enseñar algo a este niño si no me quiere?”. Suelo repetir que los niños aprenden de aquellos profesores a los que aman. Por eso digo también que esta profesión nuestra gana autoridad por el amor a lo que se enseña y el amor a los que se enseña.
—Vemos en muchas partes ciertas tensiones entre familias y escuelas con el tema de presencialidad. ¿Cómo imagina el rol de las familias en este escenario de una mayor presencia de la cuestión afectiva?
—En mi grupo de investigación hemos publicado dos libros sobre la vinculación de la familia con la escuela: La escuela sin muros y El crisol de la participación. La metáfora de la barca con personas remando en la misma dirección es muy elocuente, porque no tiene posibilidades que avance una barca con la mitad de los remeros yendo en una dirección y la otra mitad hacia otra. Escuela y familia tienen que colaborar, cooperar y entenderse. Esto supone exigencias para las dos partes. La escuela tiene que abrir sus puertas, pero esto también tiene que ver con cómo la familia cuida, colabora y respeta el trabajo de los docentes. Yo digo que todas las piedras que los padres y las madres arrojan sobre el tejado de las escuelas caen sobre la cabeza de sus hijos. Y la colaboración no solamente en lo académico, es también en la cercanía emocional y en el cultivo de las relaciones. Fui director de un colegio en Madrid cuatro años e hicimos muchas experiencias. La participación de los padres en la escuela tiene algunas falacias importantes. Por ejemplo, la que yo llamo la participación condicionada, que es decirles “van a participar, pero solo en aspectos que suelen ser marginales”, como organizar una fiesta o una excursión. Pero no en lo esencial, que es en el desarrollo de currículum. Es una participación tramposa, porque es decir “vamos a llamar a los padres para que nos apoyen, nos den la razón”, pero no para que expresen sus sentimientos con sinceridad, con crudeza cuando sea necesario, pero siempre con respeto. A veces también hay una participación retrasada, que es decir “todavía no están preparados, no son capaces, no tienen formación”. En una de estas investigaciones que vimos que la participación se daba en cuestiones poco importantes, el presidente de la asociación de padres dijo que ellos no eran profesionales y que no podían intervenir en el currículum. Y yo le pregunté: “¿Sabes si tu hijo va feliz a la escuela, si se siente respetado, querido o ayudado por los profesores?, ¿sabes si está motivado para aprender?”. Sobre todo eso se puede dialogar. Aquí hay demandas para las escuelas y para las familias. Padres y profesores estamos en el mismo empeño en cómo conseguir la mejor educación de los hijos y de las hijas, de nuestros alumnos y alumnas. Es decisiva esa cooperación, que también tiene que ver con lo que hacen los padres en la propia casa respecto al cuidado, a la educación y al seguimiento del trabajo de la escuela. Esto se ha hecho más patente en la pandemia, cuando los padres se han convertido en los tutores de sus hijos desde las casas, en condiciones a veces difíciles porque también tienen que atender a las tareas del hogar. Ahí se ha visto todavía de manera más manifiesta lo importante que es la familia. Y otra falacia que a veces enumero es que la participación de las familias en la escuela suele estar muy feminizada. Es decir, la hacen las mujeres, las mamás. Dirigí una tesis doctoral sobre la participación de una asociación de padres y de madres en un colegio de mi ciudad, y acabó siendo una tesis sobre género, porque solo había madres en la junta directiva, en las reuniones y en las actividades.
—Sabemos que se mantuvo activo este tiempo desde sus artículos y charlas con docentes ¿qué preocupaciones comunes aparecieron en esos encuentros?
—Los trabajadores sanitarios han tenido un reconocimiento público, en algunos países de manera diaria, con aplausos en los balcones de las casas. Y bien merecidos han sido esos aplausos, porque han estado en el frente de batalla, a veces con riesgos extremos de contagio y medios insuficientes. Pero los docentes han hecho un trabajo extraordinariamente importante y silencioso. En primer lugar, han tenido que desarrollar el currículum de manera imprevista a través de medios que muchos no dominaban. De la noche a la mañana se han hecho cargo de un modo de desarrollar la tarea que no les era familiar, porque son de otras generaciones, porque no han tenido una formación en ese sentido y porque la práctica de sus años de docencia ha sido desarrollada de otra manera. Han tenido que hacer frente de manera súbita y apremiante a otra forma de entender la profesión. La escuela ya no tenía espacio físico, era virtual, la comunidad educativa estaba dispersa, no existían los encuentros físicos, las reuniones, el intercambio. Y se les ha añadido otro problema, que es que del otro lado de la pantalla había un importante número de alumnos y alumnas que por la brecha digital permanecían desconectados o insuficientemente preparados por falta de hardware o software para seguir procesos educativos. Con un añadido, que en algunos lugares las autoridades han sido comprensivas y facilitadoras para superar estas dificultades, pero en otros han sido excesivamente rígidas, exigiendo a los docentes el desarrollo de una planificación que no podían llevar a cabo. Esto les ha generado mucha angustia, una sensación enorme de soledad e impotencia. Por eso digo que han sido pequeños héroes cotidianos, humildes, desvelándose por sus alumnos. Cada alumno es diferente, pero cuando tienes un aula que pretendidamente es homogénea diriges el discurso a todos, trabajas con todos. Pero ahora está cada uno en su casa en condiciones diferentes, con capacidades y familias diferentes. Cómo va a ser igual una familia que tiene medios, cultura, dedicación a los hijos, que les ayuda y encamina, a otra familia con ocho o nueve niños, sin medios, en un caos organizativo, con pocos espacios. Sin embargo el docente tiene que llegar a cada uno y una. Creo que se ha planteado su quehacer muchas veces sin pensar cómo se sienten y cómo están, porque las angustias de todos también las padecían ellos. Pero añadidas a estas circunstancias profesionales que se han tenido que ejercer en unas circunstancias totalmente desconocidas, con enormes carencias e incertidumbre. Y cuando hablamos de qué hace un profesor en un aula o una escuela para el desarrollo emocional algunos plantean respuestas nacidas desde la improvisación, de la buena voluntad, de la intuición. Pero no hay un proyecto cooperativo de toda la institución.
—En el libro “Educar el corazón” cita experiencias concretas que han dado resultado. ¿Podría mencionar alguna?
—En el aula se pueden hacer muchas cosas. Cada docente desde su actitud, conocimientos y preocupaciones puede cultivar el mundo de los sentimientos. En el libro menciono una experiencia concreta procedente de Japón, donde se empezó a desarrollar una “libreta de los sentimientos”, en la que los niños van escribiendo lo que les pasa, lo que sienten, sus miedos, alegrías, emociones, rabias. Recuerdo que una oportunidad la profesora preguntó quién había escrito, levantó la mano un niño y dijo: “Yo he escrito que estaba muy triste, pero ayer unos niños de mi clase llamaron por teléfono y me dijeron que venían a invitarme a jugar al fútbol. Eso para mí fue una gran alegría, porque yo había escrito en la libreta de los sentimientos que me sentía muy solo, porque no tenía amigos, y ahora me siento muy feliz”. Otra niña dijo: “Yo he escrito en la libreta que estoy muy triste porque ayer cuando fui a casa con mis amigos me dijeron «tú ahora te apartas de nosotros porque vamos a hablar de nuestros secretos». Yo me sentí mal, excluida, triste”. Entonces la maestra preguntó que pensáis y uno de los niños dijo que no había caído en la cuenta que ella se sentía triste. Es decir, es posible explorar estas cuestiones. Y voy a decirles una cosa, queridos docentes: la mayor influencia que vas a ejercer sobre vuestros alumnos va a venir por este ámbito. En una de mis últimas clases en la facultad pregunté qué profesor te ha marcado más. Les dije que no me importaba saber de qué etapa ni quién era la persona, pero les añadí que expliquen por qué los habían marcado, el motivo. Y todas las respuestas decían “porque me quería, porque me comprendía, me entendía, me ayudaba, porque estaba a mi lado, me escuchaba cuando yo hablaba, me preguntaba”. Era el aspecto emocional el que los había cautivado, ayudado. Los maestros y maestras a veces nos sentimos desanimados y entristecidos, porque vemos que nuestra tarea no da los frutos inmediatos que anhelábamos. Pero la tarea de la educación recoge cosechas extraordinarias, algunas veces de manera lenta pero del todo inexorables. Yo digo que es la profesión más hermosa, difícil y compleja que se le ha encomendado al ser humano en la historia, porque es trabajar con la mente y el corazón de las personas.