Una noche de zapping puede ser un disparador para poder parar la pelota, mirar hacia atrás y animarnos a filosofar. Estaba mirando tele y pasé de programas que hablaban de cómo “ser famoso”, “la fama de la tele” o “el ganar un reality”, a uno que recordaba diferentes años con escenas donde el historiador Felipe Pigna, al relatar estos momentos, pronunció esta frase: “La eternidad de las cosas fugaces”.
No sé por qué pero me llevó a pensar en el trabajo docente, en las marcas que dejamos con nuestra labor y que muchas veces no tomamos conciencia ni dimensionamos en la vorágine de ir de escuela a escuela, presentar planificaciones, proyectos, planillas de notas y dejar informes.
Nuestra tarea, en la cuestión del poder que da la relación asimétrica del vínculo pedagógico, nos da la posibilidad de compartir la vida y de transitar junto con las y los adolescentes etapas únicas y no pasar desapercibidos. Estas características son las que no tomamos en cuenta a veces. El poder y las marcas de ese poder.
No tengo ni tendré nunca el talento de Eduardo Sacheri, quien en Geografía de tercero da cuenta de estas marcas, de su profundidad y de cómo podemos, sin darnos cuenta, permanecer en la vida de las personas. De cuán fuerte puede ser nuestro paso como docentes en sus vidas.
Pero por suerte tenemos otra oportunidad diferente a la que eligió Hilda Cerutti de González en esa historia. Podemos empezar a coprotagonizar las historias de esas adolescencias, de esas que vienen ávidas de reconocimiento y que piden ser visibilizadas, que llegan a las escuelas en busca de ese docente que pueda acompañarlas.
Y lo digo porque puedo dar fe que pasa, porque veo cómo me saludan, cómo me quieren dar espacio en sus vidas a pesar del paso del tiempo, cómo me siguen acompañando desde su lugar y celebrando mis logros o abrazándome en los momentos tristes, cómo seguimos recordando anécdotas cuando nos cruzamos en una calle o en una red social. En la vida.
Es ahí cuando tomo conciencia de qué importante es la tarea docente y cuán profunda puede ser esa marca, que no depende del tiempo que compartamos con ellas y ellos en un aula. Puede que sean minutos, horas, días o años, pero podemos dejar rastros. Creo que la intensidad de esa huella, quizás, dependa del tiempo que compartamos. O con la demanda de esas alumnas y de esos alumnos, con la forma en la que nos acercamos, ponemos la oreja, damos un abrazo, una palmada o brindamos una palabra acertada.
Quizás no sea fácil recordar el nombre de esa joven o de ese joven que puede levantar la mano a lo lejos diciendo nuestro nombre o un “profe”, pero si pudimos hacerlo —después de hurgar en nuestra memoria entre listas y escuelas— el premio es una sonrisa que ilumina su rostro.
Tal vez, al pensar el motivo de nuestra marca no nos viene a la cabeza alguna situación particular que para nosotros sea importante o particular. Y es que quizás fue el “buenos días” habitual, o la pregunta por su familia o interesarnos por su vida como lo hacemos siempre, lo que hace la diferencia. De eso se trata, de ser nosotros mismos tomando conciencia que al ser docentes dejamos marcas.
No vamos a ganar todos un premio a la excelencia docente o un reconocimiento por ser el docente del año, ni una nominación a ciudadano ilustre o figura destacada de la cultura. Pero si cruzamos calles y nos saludan cariñosamente, si nos agregan en las redes sociales y buscan seguir compartiendo lo suyo con nosotros, si nos etiquetan en alguna foto de sus recuerdos, si nos agregan a un grupo de WhatsApp... ya ganamos.
Nuestra “fama” ya la tenemos adquirida, ya nos convirtieron en celebridad para sus vidas, y quizás sólo fuimos nosotros sin ninguna particularidad, en un paso fugaz por un aula o una escuela. Ahí comprendemos la eternidad de las cosas fugaces que tiene nuestra tarea docente.