Entre críticas, autocríticas, culpas y un revisionismo que llega tarde, algunos países de Europa deciden abrir sus fronteras para recibir inmigrantes que huyen de conflictos bélicos, la pobreza y la desesperación. Hace días que leemos y vemos imágenes terribles del calvario que viven las personas que buscan asilo intentando llegar a la seguridad de otras naciones. Hasta hemos visto cuestionamientos sobre si estuvo bien mostrar la foto de los pequeños Aylan y Galib Kurdi, sus cuerpitos muertos tendidos en la playa en la que esperaban encontrar la paz y la libertad.
Si hoy, luego de que esas fotos nos sacudieran el alma a todos, hay países que han decidido abrir sus puertas, ser más humanos, ¿podemos preguntarnos si valió la pena? Lo que sí podemos preguntarnos es si era necesario que se perdieran tantas vidas.
“Entonces te vimos llegar, de a cientos, de a miles y de a millones, los que ahora vemos cómo cerrás tus puertas, te vimos llegar”, escribió Luis Pescetti días atrás. Este país, que abrió y abre sus puertas al inmigrante, que compartió lo que tenía con italianos y españoles en el 1800, como lo hace hoy con bolivianos, peruanos, y todo aquel que quiera poblar el territorio argentino, amparado por nuestra Constitución Nacional.
Y con ellos, los inmigrantes, nos hicimos más grandes, crecimos, florecimos como República, y así lo hicieron ellos en estas tierras. ¿Cuándo fue que dejamos de ser personas? ¿Cuándo fue que empezó a ser más importante ser ciudadano que humano? ¿Cuándo empezamos a cerrar la puerta en las narices a la necesidad, a la pobreza y la tristeza del otro, a su desesperación?
Personalmente creo que es imprescindible un análisis y un cambio que haga un aporte concreto a evitar generar más refugiados. Las personas no emigran de un país floreciente y en paz, emigran de condiciones inhumanas e insostenibles, y esas condiciones nacen del juego de las grandes potencias en las que los demás son sólo peones en un tablero global. Un primer paso es ser flexibles, responsables y compasivos para dar asilo a quien lo necesita. El segundo será cerrar las fábricas de refugiados, devolviendo la paz y la esperanza en los países de origen.
La Organización Internacional para las Migraciones define la migración forzada como la realizada por cualquier persona que emigra para “escapar de la persecución, el conflicto, la represión, los desastres naturales y provocados por el hombre, la degradación ecológica u otras situaciones que ponen en peligro su existencia, su libertad o su forma de vida. Ha construido la única base de datos del mundo que comparte información sobre las víctimas fatales y los desaparecidos, con el objetivo de fortalecer y abogar por una respuesta política informada. Según esta organización, entre el 1º de enero y el 7 de septiembre de este año fallecieron 3788 personas en el intento de migrar de un país a otro; 2760 específicamente en el Mediterráneo.
En la crisis de valores en la que vivimos, donde la autoridad está cada vez más desdibujada, donde la carrera por lo material nos lleva por un camino de consumo desmedido y sin sentido, donde la cantidad de tareas que hacemos por día son el árbol que siempre tapa el bosque, hoy, en este mismo mundo, están pasando estas cosas.
Cosas que son terribles y obvias, pero que van quedando detrás de las nimiedades cotidianas. Aylan y Galib son dos nenitos que no llegaron a hombres, pero hoy se unen a otro ejército de muertos que construyen el camino de lo que no pudo ser. En buena hora que todos empecemos a recibir inmigrantes, todos los países, todos.
(*) Directora Fundación para la Democracia Internacional