Las formas suelen tener mucha importancia. Casi como el fondo. Despreciarlas es un gesto de mala educación y, además, de prepotencia. El o la que cree que puede llevarse por delante las formas adolece de la enfermedad de creerse superior a sus congéneres y estima que no hay nada más importante que lo que piensa con derecho inapelable a expresarlo a su modo. Las formas son una concesión individual que se hace al colectivo con el que se convive en pos de un mínimo de buena convivencia.
La entrega del bastón de mando presidencial, de la banda albiceleste y de la marcha de Ituzaingó es un hecho de pura forma. La Constitución argentina prevé claramente, y no hay verborragia ministerial que pueda forzar otra lectura, que el presidente lo es a partir de jurar ante la asamblea legislativa y prometer lealtad a la carta magna. Y nada más. El resto, jurídicamente no existe. Pero, otra vez, las formas de una escultura de Pallarols y un lienzo presidencial cobran fuerza moral que merece ser respetada. Mauricio Macri no tiene derecho a jurar sino ante el Congreso. El presidente electo, en cambio, posee todas las facultades para elegir donde empuñar el bastón de primer magistrado. Una vez que dice “sí juro”, es él el que manda. No quien lo antecedió en el poder, que pasa a ser un ciudadano común. No hay más debate.
Que la doctora Fernández de Kirchner desprecie las formas es un rasgo de soberbia. Ya se sabe que es la misma que atropelló la división de poderes arremetiendo contra los jueces que osaban fallar distinto a sus deseos, conservando como pocos presidentes las facultades propias del poder legislativo, desconociendo leyes de federalismo, de uso de cadenas nacionales y tanto más. ¿Por qué haría otra cosa en un acto formal el próximo 10 de diciembre? Porque se lo merece. Porque hacerlo la colocaría en el recuerdo de su último gesto como alguien que entendió el resultado de las urnas (el más importante modo – otra vez las formas– de expresión que tiene un pueblo democrático) y que decide no empañar el indiscutido hecho de haber sido la primera mujer de la historia argentina, doblemente elegida por las mismas urnas, para gobernar a todos (dice todos) sus conciudadanos.
¿Es el hecho institucional más importante la terquedad kirchnerista de no aceptar entregar los símbolos presidenciales en la Casa Rosada como quiere Macri? Claro que no. Sin embargo, desnuda de manera estrepitosa el rencor que le causa la derrota y su convicción errónea de imaginar que negarla con el discurso y sus gestos le alcanza para declararla inexistente. Realismo mágico. Alguien tendría que darle la noticia a la actual mandataria de que aunque siga pataleando en los atriles, en 4 días su mandato habrá concluido. Como ocurre en todas las naciones que sostienen la alternancia del poder y que se llaman repúblicas.
Las reacciones presidenciales que se conocen ante el muro infranqueable de la conclusión de su mandato, rozan lo vergonzoso. A su negativa de concurrir a la Casa Rosada el día del traspaso del poder (mientras esto se escribe un secretario de Estado le dice a este cronista: “Ni sueñes que la jefa pise Balcarce 50 el día 10”) se le suman interminables discursos que pendulan entre el Pato Donald o el reclamo de ira hacia el electorado que le dio la espalda al Frente para la Victoria en los comicios. Raro modo de honrar el indudable trabajo del kirchnerismo impulsando los juicios por la verdad si en medio de la Escuela de Mecánica de la Armada de Buenos Aires se ensalza a un dibujo animado nacional para anatematizar a un pato de Walt Disney creyendo que se hace la revolución de Sierra Maestra. ¿Puede ser la propia Cristina la que se rebaje el precio a sí misma de esta forma?
Ayer mismo, en ocasión de inaugurar una obra ferroviaria que beneficia a miles de bonaerenses, dijo que no entendía por qué los argentinos le habían cobrado tantos intereses (sic) en las urnas cuando “este gobierno les defendió toda su dignidad”. El propio ministro del área Florencio Randazzo, pasado a cobrar por caja el cheque de la ingratitud cuando las internas presidenciales, bajaba la cabeza escuchando a su presidente. Cuentan los que la rodean que es imposible explicarle que la derrota electoral se debe, de manera multicausal y heterogénea, a que esa realidad económica de prosperidad infinita que ella relata no existe y que sus formas provocaron hastío. No hay intereses usurarios del 51 por ciento que dijo que no. Es la economía y las formas, señores.
Nombres que faltan. El gabinete de Mauricio Macri ya está completo. Sus designaciones son heterodoxas y van desde la mirada política inflexiblemente PRO (Marcos Peña y Rogelio Frigerio no dejan dudas a pesar de la llegada de algunos secretarios extra partidarios) o la plausible decisión de sostener al elogiado por unanimidad Lino Barañao y de convocar a la inteligencia de Martín Lousteau. Las dudas se depositan en sectores que deben tener una mirada solidaria moderna, con un Estado muy presente y no mero administrador de las fuerzas del mercado, en donde se ha preferido a gerenciadores del sector privado que deberán demostrar su pericia social. Habrá que conceder el tiempo para ver andar al equipo.
El presidente tiene previsto anunciar en la primera semana las propuestas para cubrir las dos vacantes en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. El titular del tribunal y sus otros dos miembros esperan con ansiedad la llegada de sus colegas. Se dice en los laboratorios de Cambiemos que los nombres propiciados por Cristina Fernández quedarán desactivados. Eugenio Sarrabayrouse y Domingo Sesín no llegarían ni a ser votados en el Senado. En tren de versiones, para uno de los lugares dejados por Carlos Fayt y Raúl Zaffaroni, se habría sondeado a un camarista de la provincia de Santa Fe con larga trayectoria en el derecho público pero también en el procedimiento civil y comercial.
Otros de los nombres que circula por esta hora es el del mendocino Ernesto Sanz. Ex senador y ex presidente de la UCR, era el elegido por Macri para ser su ministro de Justicia. Con esto, debería ya ser desconsiderado para ser ministro de la Corte. Si el presidente confiaba políticamente para que fuera su secretario había entonces una extrema sintonía política que, a priori, lo complica desde un piso elemental de independencia a la hora de fallar. Y esto, sin considerar que el propio Sanz dijo que, con todo derecho, quería recomponer su vida familiar sometida a un trajín enorme por tantos años de política. Ser juez de la Corte es tanto o más absorbente que presidir un partido u ocupar una banca legislativa. No se ve posible entonces que aceptase un eventual nombramiento por eso de a confesión de parte.
Además, sería hora que para la cúspide de un trabajo específico como es ser el vértice inapelable del sistema jurisdiccional argentino se pensase en tantos y tantos buenos jueces y abogados de la profesión que han dedicado su vida a estudiar del tema. El propio Sanz se quejó de manera apresurada y sottovoce ante el presidente Macri por nombres que se barajaron para secretarías del Poder Ejecutivo acusando a los propuestos de falta de experiencia. Ojalá que en la Corte y en todos los sectores no prime un espíritu corporativo ni de amigos si se piensa en una etapa política en la que todos y todas, cambiemos.