Los títulos políticos de estos días siguen pasando por el debate menor de nombres que se confirmarán en menos de un mes para saber quiénes devendrán candidatos a presidente, sin que ni los aspirantes ni los que deberemos votarlos exijamos concreciones a la hora de sus propuestas. El oficialismo justifica el dedo autoritario de la presidenta en la selección de apellidos explicando que un proyecto responde a un conductor antes que a ideas de gobierno. La oposición titubea entre el fantasma de la Alianza de Fernando de la Rúa y la perplejidad al no entender que el calendario no derriba las chances del oficialismo para seguir en el poder, ni comprender que el mero paso del tiempo no suple la carencia de ideas alternativas y propuestas contundentes para llevarlas a cabo.
Santa Fe anticipa este clima a sólo dos semanas y algo más de las elecciones generales. Es verdad que es un test comicial inédito en donde el oficialismo enfrenta a un peronismo que lo fue por más de 20 años con resultados pobres y a una coalición autoproclamada como lo novedoso aunque se sustenta, en los hechos, en lo más rancio del reutemismo noventista y un partido que no teme a ser considerado como conservador. El elector de la provincia, que se siente con mucha razón insatisfecho con estos ocho años de gestión a la hora de evaluar las imprescindibles seguridad y calidad cotidiana de vida, sólo puede pensar como alternativa en un desgajado PJ que no es de paladar negro kirchnerista y un Miguel del Sel que nunca creyó necesario demostrar que entendía de política ni mucho menos de gestión para poder administrar.
Sin hacer sociología superficial, parece que el 14 de junio habrá más voto basado en lo no querido que en lo verdaderamente deseado: voto en contra de lo que se ha hecho hasta ahora, en contra de lo vivido en seis gestiones con gobernantes peronistas que terminaron procesados en algunos casos u olvidados por la gran historia santafesina, o en contra del temor a la improvisación con tono simpático de quien hace ostentación de esa ignorancia. Menudas opciones.
Sin embargo, el sino de esta semana es la Justicia Penal argentina. Resulta razonable que la oscuridad del mundo de las sentencias no sea tema preferido por la mayoría de la sociedad. Por eso, es saludablemente destacable que se haya impuesto como tema de discusión bastante generalizado lo ocurrido a partir de algunos fallos de los máximos órganos jurisdiccionales. El caso del autor de un abuso sexual de un niño de 6 años que no recibe una pena calificada porque esa criatura había sido ya violada anteriormente es paradigmático. Los jueces de la Cámara de Casación de la provincia de Buenos Aires Francisco Piombo y Juan Sal Llargués consideraron que mal podría ser traumática la vejación en la genitalidad más aberrante de un chico cuando antes ya había pasado por esa pesadilla. La primera violación es la grave. La que sobrevino lo es menos, firmaron estos magistrados. Sin contar las alusiones a la sexualidad de un chico (¡6 años!) en la que encuentran “vestigios de travestismo”, inclinaciones en sus preferencias sexuales y tantas otras aberraciones más.
“Lamentablemente este caso no es extraordinario. Es de casi todos los días”, confesó a este cronista el fiscal de Cámaras Carlos Altuve. “Así piensa la Justicia”, dijo apesadumbrado. Nuestro país adolece de una falta de institucionalidad evidente. No hay que argumentar demasiado. Para corregirla, se precisa insistir con más institucionalidad y no con estrategias “de emergencia” que propongan gambitos a la ley y lo ya establecido. El problema es que en esa tarea, esencialmente, van los jueces. Ellos son la herramienta basal para reponer el imperio de la ley y, sobre todo, el sentido común. En una Nación tan atravesada por la corrupción, la impunidad y la ausencia de retribución sancionatoria al que atropella la norma, los jueces penales son vitales.
¿Qué se esconde detrás de un modo de pensar y hacer como los de los jueces Piombo y Sal Llargués? De movida, aparecen dos opciones: incompetencia y pura maldad. Si es lo primero, el modo de removerlos sin más es sencillo. Decisión política de los Consejos de la Magistratura e inmediatez para hacerlo. Si es lo otro, el tema es de análisis más complejo pero merece la misma sanción.
Hannah Arendt teorizó como pocos sobre la banalidad del mal cuando presenció el juicio a Eichmann por los campos de concentración. A ella hay que leerla. La vanidad y la falta de escrúpulos son más frecuentes de lo que uno cree. Los perversos (el que acciona una cámara de gas o el que premia a un abusador de un niño de 6 años) se emparentan. La perversión no es una patología sino una conducta que tiende a cosificar al otro hasta el punto de creer tener el derecho de destruirlo. Como una cosa material. Un juez que actúa de esta forma está más cerca del violador que del resto de la sociedad que se asquea con lo que él resuelve. Porque hay que decirlo sin vueltas: fallos como estos detonan el asco moral.
Sin embargo, hay más: a poco de andar por los claustros de la academia del derecho penal argentino se descubre un elemento más a lo dicho que explica (sic) estos procederes. Es una suerte de autosatisfacción intelectual de sus defensores que tiende a elucubrar en laboratorios universitarios soluciones de un “mundo ideal” que nada tiene que ver con lo que sucede en las calles que pisan día a día sus congéneres. Un siniestro onanismo jurídico que cree que vale más lucirse en una revista de la especialidad escandinava que mirar lo que pasa en la cotidianeidad argentina.
Un abusador no sancionado con dureza, un barrabrava con quien se pacta su libertad ipso facto, un lavador de dinero que transita en libertad todo un proceso hasta que lo beneficie la prescripción, son ejemplos de esta alarma, que horada la gran institucionalidad, de vivir sin ley que ampare a los más débiles. Claro que sobre este tópico ninguno de los candidatos (o la mayoría) parece escandalizarse, ocupados como están en tachar nombres fieles en las listas que los acompañarán o pergeñando eslóganes dulces para los oídos de los que los van a votar. El remedio a este desatino sigue estando en mano de los que en tres semanas, en agosto o en octubre, vayan a votar. Con memoria, por supuesto.