“Solo se llega a conocer un lugar cuando uno lo experimenta en el mayor número de dimensiones posibles”, anota Walter Benjamin, “hay que haber llegado desde cada uno de los cuatro puntos cardinales, como también hay que haberlo abandonado en todas estas direcciones”. Al leer su Diario de Moscú (Ediciones Godot, traducción de Paula Kuffer), da la sensación de que esta idea sólo se le podría haber ocurrido a Benjamin en la capital rusa durante la época de mayor ebullición social.
Notas de un diario abigarrado tomadas días después de los acontecimientos: como si Benjamin temiera dejar algo afuera de todo lo que vio en las calles, negocios, museos, mercados, teatros, iglesias y fábricas; las formas y costumbres de un pueblo que le es cercano y a la vez exótico, un híbrido europeo y asiático (los vendedores callejeros mongoles son una nota de color para la atención de Benjamin), entre ciudad y pueblo, a la vanguardia de la revolución socialista pero con todo, en apariencia, aún por hacer.
Sus amigos, el dramaturgo austríaco Bernhard Reich y, la actriz y directora letona Asja Lacis, ofician de anfitriones; además de presentarle camaradas del Partido que lo pudieran ayudar a tantear una inserción en el medio intelectual soviético, también asisten a Benjamin traduciéndole en vivo las obras de teatro ruso y compartiendo acaloradas discusiones políticas y filosóficas.
Comprender a Rusia, su idiosincrasia tan distinta a la de la cultura germana y el estado aparentemente caótico durante los primeros años de Stalin como secretario del Partido se vuelven un desafío intenso, y a veces pesado, para nuestro intelectual de izquierda, quien se debate entre las posibilidades de volverse orgánico o conservar una relativa autonomía. “La conformación de una estructura de poder nueva por completo hace que la vida aquí sea extremadamente rica en contenido”, reflexiona Benjamin, tentado por las oportunidades que le abriría una radicación en la URSS: “Toda la combinatoria de la existencia de una intelligentsia europea es mucho más pobre en comparación con las innumerables constelaciones que se le presentan aquí a un individuo en el lapso de un mes”.
Pero, a pesar del genuino interés por el estado de la Revolución y el porvenir de su carrera, la obsesión que imanta cada una de sus idas y vueltas se hace evidente con rapidez: Asja, a quien había conocido en un viaje a Capri, es el núcleo de cada uno de los días de su viaje, y el tiempo que logra verla a solas (o, al contrario, la frustración de sus encuentros) es recopilado en las entradas del Diario con constancia y devoción. Incluso irritarla con una discusión política se vuelve una buena razón para, como anota Benjamin, “sonsacarle un par de minutos de su tiempo y retenerla”.
Asja es la razón del viaje a Moscú y, por lo tanto, la heroína elusiva del Diario. Pero también es una aguda observadora de la cultura soviética (que, por convicción, ella adoptó como propia junto a su compañero Reich) y facilita a Benjamin un acercamiento intenso a los detalles del paisaje moscovita: “Aquí, como en Riga, los rótulos de las tiendas están pintados en un bonito estilo antiguo (...) Delante de un puesto de comida turco, hay dos carteles suspendidos con unos hombres sentados a la mesa que llevan feces decorados con medialunas. Asja tiene razón cuando dice que el pueblo quiere ver representada en todas partes, también en los anuncios, una acción concreta”.
La cercanía entre Asja y los carteles callejeros parece necesaria en más de un sentido, ya que la actriz letona no sólo es el núcleo del Diario, sino que también corona la entrada, desde la dedicatoria, a un libro que Benjamin publica poco antes de su viaje a Rusia: Calle de una sola mano (Buchwald, traducción de Enrique Salas) es un artefacto compuesto de sueños, ensayos, perfiles y viñetas cuyos títulos (“¡Alemanes, tomen cerveza Alemana”, “Relojes y joyería”, “¡Prohibido fijar carteles!”) son en sí mismos una apropiación de la señalética urbana.
Nuestro filósofo alemán se vuelve poeta amoroso cuando le lee a Asja, en voz alta, pasajes alusivos de su flamante libro: “La percepción revolotea como una bandada de pájaros deslumbrada por el resplandor de la amada. Y así, como pájaros que buscan refugio en los árboles frondosos, la percepción huye hacia las sombrías arrugas, hacia los gestos sin gracia y defectos invisibles del cuerpo amado, en donde, seguros, se acurrucan en su escondite”. Y, puestos en serie, estos dos libros que en un principio parecerían de factura heterogénea (el Diario de Moscú más seco y referencial; Calle de una sola mano, de sentidos más abiertos, jugado a una poética de la alusión), empiezan a enviarse mensajes cruzados, se retroalimentan. Es inevitable asociar los sueños de Benjamin en los que se le aparece Goethe con aquella colaboración frustrada sobre el poeta de Weimar que trataría de pautar en Moscú para una Enciclopedia materialista; o enlazar el pasaje acerca de la atracción de los niños hacia los objetos residuales con la obsesión del filósofo viajero por comprar cada muñeco ruso que se le cruce por el camino; o bien, asociar a la figura de Asja las resonancias que pueda tener del siguiente fragmento: “Ella vive en una ciudad de lemas políticos y habita en un barrio de términos conspiradores y aliados, en el que cada callejón toma partido y cada palabra tiene por eco un grito de guerra”.
Dos escrituras contemporáneos en tonos y géneros distintos, Calle de una sola mano y Diario de Moscú ensayan, cada uno a su manera, la escritura como cirugía del lenguaje, con la que “se hacen incisiones, se desplazan acentos interiores, se cauteriza la proliferación de palabras y se introduce, como costilla de plata, alguna voz extranjera”; una técnica que, tanto en el afán por agotar la experiencia de una ciudad como en la construcción de su propio espacio urbano-poético en esa calle de una sola mano, conjuga política y poesía, sí, pero también le sirve a Benjamin para indagar en su propio discurso amoroso e inventar una conversación íntima.