Escribir. Reescribir. Pulir. Tallar. Cuando Martín Sivak se refiere a su libro El salto de papá habla como si se tratase de un trabajo de precisión, pero también de ir viendo qué forma adquiría esa piedra —tan dura como delicada— que en principio parecía resistirse a ser moldeada. Además, el periodista aclara que todo el tiempo transitó una zona incierta. Y es que cada línea hacía avanzar el texto pero al mismo tiempo instalaba nuevas preguntas. De hecho, hay espacios que aún siguen habitados por el silencio. En definitiva, un suicidio siempre es un enigma que arrastra en su pavura unas cuantas preguntas más. "Pero no me arrepiento de que eso sea así porque nunca me interesó contar todo sino, simplemente, seguir el pulso de una historia", dice Sivak un viernes por la tarde, mientras las oficinas de la editorial donde trabaja en el centro de Buenos Aires, comienzan a vaciarse en vísperas del fin de semana.
El desafío no fue menor. Es que a diferencia de otros trabajos de investigación suyos —como el retrato íntimo que hizo de Evo Morales en 2008, como los dos tomos que indagan con obsesivo detalle el modo en que Clarín se convirtió en "el gran diario argentino"— aquí el espejo le devolvía su propia mirada a cada instante. O la mirada de su padre. O la de su familia. O la de los amigos de Jorge Sivak, que el 5 de diciembre de 1990 se arrojó al vacío desde un piso dieciséis. Ese día, el Banco Central había decretado la quiebra de Buenos Aires Building, el banco que dirigía. Martín tenía quince años.
Casi treinta años después, Martín aborda una historia que es de otros. Pero que sobre todo, es de él. Su padre había sido abogado, simpatizante del comunismo que luego migró a las Fuerzas Argentinas de Liberación (FAL). Fue preso político del gobierno de Agustín Lanusse, entre 1972 y 1973, con quien conversó mucho tiempo después. También, amigo de Daniel Viglietti y de Ricardo Bochini. Martín recuerda la alegría de ir la cancha con su papá para ver al jugador de Independiente. "Su banco prestaba mal y cobraba peor. Antes, la desaparición de su hermano había comenzado a sumirlo en una depresión profunda", revela sobre el clima enrarecido de los últimos años de Jorge.
El salto de papá fue editado por Seix Barral, va por su sexta edición y es considerado, con justicia, uno de los mejores libros publicados en 2017 en América latina.
—Cuando se cumplieron doce años de la muerte de tu padre, contás que escribiste una "despedida tardía" en forma de mail. Era diciembre de 2001. Por entonces pensabas que no había más que decir después de eso.
—Yo trabajaba en la revista Veintitrés, que en ese momento dirigía Jorge Lanata. Como faltaban dos o tres semanas para el aniversario de la muerte de mi papá, escribí una semblanza para mandarles a mis amigos y a mi hermano Gabriel. Estaba tan acostumbrado al tipo de textos que redactaba para la revista que lo escribí con el mismo formato, con letra capital y todo. Sin embargo tenía, y tengo, muy disociados el periodismo de mi vida personal. Aún no veía la posibilidad de un libro, una idea que recién empezó a tomar forma en 2008. Por entonces estaba viviendo fuera de Argentina y cada vez que volvía, sentía la ausencia de mi papá de una manera marcada, especial. Entonces empecé a garabatear cosas.
—Uno de los lugares que elegiste para "garabatear" fue la última página de "La vida breve de Oscar Wao", de Junot Díaz.
—Sí, ahí anoté los temas o los títulos de diez capítulos. Es que hubo varias lecturas que acompañaron el proceso para que el libro fuera tomando alguna forma. Porque fue necesario recurrir a otros escritores, ver cómo ellos escribían sobre sus papás. Mi papá no fue una figura relevante públicamente: se hizo conocido por el secuestro de su hermano. Pero casi todas las memorias que leí estaban vinculadas a padres con trascendencia pública. O en todo caso, a hijos con enorme trascendencia pública: Joseph Ackerley, Martin Amis, Raymond Carver, Hanif Kureishi, Philip Roth. A la vez, estaba haciendo un doctorado en Historia de América Latina en la Universidad de Nueva York con una beca, durante seis años. Los dos tomos del libro de Clarín son a partir de la tesis doctoral. O sea, estaba muy tomado por la tesis, por vivir afuera. Además, con Maxine (Swann, su pareja, también escritora) íbamos a tener un hijo, Camilo, que ahora tiene siete años.
—¿La lentitud del proceso tuvo que ver sólo con tus procesos vitales o también con la dificultad de encontrar el libro que querías escribir?
—Con las dos cosas. De hecho, esas perplejidades asoman en el libro. No dije "voy a escribir un libro contando...". Salió así, en función de lo que iba recordando, de lo que quería decir, de otras voces que comenzaron a aparecer. Si en una investigación periodística podés establecer a priori "de acá hasta acá", en un libro de memoria personal esos bordes son difusos. Así que la primera parte la escribí afuera, entre 2008 y 2010. Volví al país y empecé la segunda parte.
—¿Cómo fue, entonces, la experiencia teniendo en cuenta que tus libros anteriores tenían bordes más precisos?
—Todo fue apareciendo. Entendí de entrada que no iba a ser una catarsis personal ni una escritura solemne. Supongo que algunas partes resultan tristes pero yo no lo pensé como un diálogo conmigo mismo sino como un relato con sus luces y sus sombras. Una de las cosas que me costó más trabajo es convertir a mi papá y a personas de su entorno en personajes. O sea, era necesario construirlos desde la no ficción. Y para eso tenía que volver sobre ellos. Algunas personas piensan que esto es una novela pero no lo es. Supongo que lo piensan así porque aquí hay cosas íntimas pero la ficción no es lo mío. A la vez, intimidad no es sinónimo de ficción. Aquí no hay un solo dato ficticio.
—También, quien lea el libro encuentra varias perlas. Por ejemplo, que tu padre estuvo preso en Trelew tras la masacre. O la reunión que mantuvo en 1989 con Mohamed Alí Seineldín en una quinta de la provincia de Buenos Aires porque quería frenar la posibilidad de un nuevo golpe de Estado. ¡Y que te haya llevado a esa reunión! O tu entrevista con Gorriarán Merlo, quien había dicho que tu papá había financiado a carapintadas. O las grabaciones de un antiguo grupo de estudio sobre Marx, del que Jorge había sido parte. O que Claudia Piñeiro haya sido una joven contadora en el banco de tu papá.
—Sí, las grabaciones fueron reveladoras porque ahí estaba la voz de mi padre, literalmente. A la vez Gabriela Esquivada, que me ayudó mucho en este libro y fue la primera lectora, observó que faltaban las voces de los otros. De todas esas personas que forman una vida y lo hacen a uno ser quien es. Cada voz empezó a aparecer de las maneras más inesperadas. Y a la vez, si mi tío Osvaldo pasa a la historia como una víctima, mi padre tenía una voz pública vinculada a un hermano que reclamaba al Estado una investigación. Y ellos eran mucho más que esas fatalidades. Mi papá no hablaba conmigo como hablaba con los medios. El libro relata su intimidad, el dolor por su hermano, la herida temprana cuando su mejor amigo Jorge Teste fuera desaparecido por la dictadura. Y también su vida cotidiana: que no usaba champú por considerarlo un gesto pequeñoburgués pero se perfumaba con dos gotas de colonia Pibes; su encuentro con Horacio, el otro hermano de mi padre, astrofísico, que se exilió en Francia en 1976 y nunca volvió. Me llevó bastante tiempo hablar con los interlocutores. Entrevisté más de una vez a varias de las personas que aparecen ahí; incluso cuatro o cinco, para tratar de ver cómo funciona la memoria, que es contradictoria, que a veces altera los hechos. En ese sentido, sí fue un trabajo más periodístico que literario.
—¿Es cierto que habías pensado en otro título?
—Sí. La portada tiene una foto de mi padre tomada en Moscú en 1988 o 1989, donde está con unos guantes de boxeo. Para mí, el título inicial iba a ser "Boxeador en Moscú". Pero sabía que era un poco cobarde porque eludía la cuestión de fondo. Al título lo encontró Cristóbal Pera, de The Wylie Agency, que hizo observaciones muy agudas, al igual que Paula Pérez Alonso y otras personas de Planeta, el grupo editorial que publica el libro.
—El título que no fue tiene algo de personal y político, un borde desde el cual también puede ser leído el libro.
—Mi idea era escribir una memoria familiar, hacer un ajuste de cuentas con el pasado. Pero no pensaba iluminar ningún aspecto político. El hecho de que aparezcan figuras como Lanusse no lo hace político. El libro es político por otras razones. O sea, yo iba siguiendo las huellas de mi padre y aparecía toda esa gente, desde Seineldín a Gorriarán. El libro fue mucho ensayo y error. A eso se le suma que soy muy reservado, que no hablo de temas personales con cualquiera. Y de repente, aparece El salto de papá. El otro día me encontré en el subte con un amigo y me dijo "no tenía idea de que viviste todo lo que decís ahí". Supongo que cada persona es un universo. Y ahí aparecen algunas revelaciones de la vida de un hombre que tuvo intereses políticos muy claros pero también, obvio, está mi mirada, mi propia subjetividad. Aunque el caso más extremo fue el de mi hermano.
—¿En qué sentido?
—Mi hermano Gabriel es compositor y pianista, vive afuera del país y sus compañeros no sabían nada de su historia. Ahora saben. Él nunca había hablado del tema. No es que nos dé vergüenza o nos moleste. Él está tan orgulloso como yo del padre que tuvimos. Pero para los dos fue muy fuerte recuperar una parte de nuestra vida que durante años permaneció medio en una nebulosa. De todos modos, el hecho de que se trate de un libro personal no significa que yo haya puesto sobre la mesa toda nuestra intimidad. No porque me guarde secretos de Estado sino porque una cosa es un libro y otra cosa es la vida. Nunca pensé en contarlo todo. No es posible ni deseable.
—Si Gorriarán o Seineldín dicen cosas que no te gustan sobre él, es un asunto. ¿Pero qué pasa en el caso de personas como tu abuelo Samuel o Marta Oyhanarte?
—Samuel murió. Y yo no tengo una idealización de la gran familia. Quise ir más allá de eso. En ese contexto aparecen los conflictos, las peleas, que son las que cuento sobre todo cuando hablo de Samuel y Marta. Hubiese sido muy deshonesto de mi parte ignorar esos casos por la idea de preservar la buena imagen familiar. Es cierto que quienes te acompañan a lo largo del proceso de escritura, te ayudan a decidir sobre qué es conveniente escribir y qué no. Pero hay decisiones que son más viscerales. Yo también tenía que incluir a quienes fueron crueles o injustos con él. Antes hablé con Marta al respecto, que había sido muy dura con mi padre y con mi familia. Fue una conversación imposible pero en el libro está el resultado.
—¿Considerás que el libro es también el retrato de una generación?
—Sí, hay una cuestión generacional. Pero no intenté reivindicar su generación sino que se trata de comprender la relación que mi papá tuvo con la política, con las organizaciones armadas, con la cárcel, sin meterme en la discusión sobre los setenta. No porque no me interese sino porque estaba ante un caudal de preguntas, algunas políticas y otras muy íntimas, y fui eligiendo lo que me parecía que delineaba mejor a mi papá. En definitiva, escribí para que no se perdieran ciertas historias. Y recibí muchos mensajes de lectores que se sintieron tocados por esto. Creo que uno de los momentos más emocionantes fue cuando presenté el libro en Rosario y apareció un señor muy mayor que dijo: "Manejé 300 kilómetros para venir porque tu papá fue mi abogado defensor en el 70 y el 71. Nunca más lo volví a ver pero quería venir a agradecerte". A la vez, el otro día Luis Chitarroni dijo algo que no tiene que ver con el libro sino con algo más general: que todos nos pasamos la vida intentando escuchar el murmullo del padre. Yo no soy la excepción.