Rosario. Años noventa. Horacio González es un personaje entre gris y transparente. Alguien que posee el atributo de pasearse por pasillos universitarios, en las postrimerías de una clase o un congreso. O alguien que, de imprevisto, puede aparecer nombrado entre las páginas de un libro. Historia del ensayo argentino por ejemplo (2002, Nicolás Rosa Editor). El nombre de Horacio enseguida sorprende: sus Restos pampeanos (1999) son definidos por Nicolás como “el Tratado más elocuente”, “la definición de lo nacional desde todas las vertientes”. González es uno de los grandes ensayistas vivos de la Argentina. Alguien a quien, si de verdad se quiere comprender lo nacional, se debe leer. González elabora un nuevo sistema de citas, con remembranzas del pasado en el presente. (Entonces no lo sabía. Algunos años más tarde, yo también escribiría mis propios libros gonzalianos: Escrituras past –que propone su propio sistema de citas– y Los archivos. Papeles para la nación, mi propia historia de la “Biblioteca Nacional”).
Pero como decía, Rosario, años noventa. Horacio González podía ser alguien con quien cruzarnos en los pasillos de una facultad. O alguien con cuyo nombre podíamos tropezar en las páginas de un libro, una revista. Pero si hasta es posible oírlo al propio Horacio decirnos: “¿Pero qué soy yo entonces? ¿Un hombre de cruces?”. Horacio era de esas personas que podían agredir sutilmente a sus contrincantes y, al mismo tiempo, sonreírles. Hay un principio del decoro que González transgredía. No se puede atacar a alguien y, al mismo tiempo, sonreír. Ese gesto desdoblado, lleno de matices y sutilezas, sería su gesto político. ¿De allí que algunos descubran, ya tarde, la red de adhesiones que Horacio cultivó en vida? Si hasta sus adversarios lamentan su partida. Acusadas de estar en lugares opuestos y extremos, en las páginas de El Ojo Mocho podíamos encontrar publicidades de Punto de Vista –la revista de Beatriz Sarlo–. Su vocación por los cruces no conocía límites. Cierta vez, a raíz de un asunto de plana mayor que nos urgía, le envié un correo electrónico a Sarlo. Pero quien me lo respondió fue Horacio. Era el tiempo de los cruces mediáticos entre ambos en los medios. La trastienda del correo electrónico confirmaba, de primera mano, lo que todos sabíamos: en política, una cosa es el debate público y otra cosa es la realidad.
Pero como decía, Rosario, años noventa. Horacio González podía pasar al lado nuestro, en un pasillo universitario, en los preliminares de una mesa redonda o un congreso. Y, al mismo tiempo, podíamos tropezar con su nombre en una página. Eran los tiempos en que las páginas de los libros dotaban de aura a la existencia. No cualquiera publicaba. Sin la caverna platónica de las redes sociales, declarado nuestro escepticismo por las ensoñaciones de la TV, las páginas de los libros y las revistas lo eran todo. Otro momento cultural, podríamos decir.
De aquellos cruces, hay uno que todavía me sorprende. El de leer en diagonal las vidas cruzadas de John William Cooke y Moisés Lebensohn. “John William Cooke y Moisés Lebensohn”, dijo. “Parecen dos nombres sacados de otras mitologías, otras geografías. Difícil asimilar que esos dos nombres tan extranjerizantes puedan estar a la vez tan vinculados a la escena nacional”. Para Horacio González el desencuentro entre Cooke y Lebensohn cifraba el desencuentro mismo de los argentinos como comunidad. En la imposibilidad de asimilar, por extranjerizantes, esos nombres al panteón del pensamiento nacional, se concentraba para Horacio nuestra dramaticidad como argentinos. Eran los noventa, el comienzo de los 2000. En aquel tiempo, ni los radicales hablaban de Lebensohn. Mucho menos, los rosarinos. Moisés Lebensohn, perseguido por el peronismo, muerto en Rosario mientras bajaba un ascensor. Horacio miraba al presente desde la lente del anacronismo. No era que quisiera traer al presente nombres invisibles del pasado. Lo que Horacio demostraba no era la imposibilidad que el pasado tiene para entrar en lo actual, sino al revés. Eran las imposibilidades que el presente tiene para entrar en la historia.
Si leemos las editoriales de El Ojo Mocho en los noventa, Horacio González es un furibundo opositor al menemismo. Pero no por ello comulga con la oposición. Marca con igual distancia su lejanía del oficialismo y de lo que, un poco más tarde, se conocería con el nombre de Alianza. Los editoriales de El Ojo Mocho miran con recelo el ingreso de un lenguaje bancario a las aulas universitarias, palpable en palabras como “créditos”, “puntos”, “referato”. González, Rinesi, María Pia López, Guillermo Korn ven con malos ojos el antiintelectualismo no sólo de la política, sino también de una nueva universidad. Que se hunde en un perfil profesionalista tomada por una nueva idea de “razón instrumental” de corte cibernético, más atenta a la competencia por alumnos/as con las universidades privadas que a la construcción de pensamiento crítico. Si se leen con atención aquellos editoriales, en el vientre de El Ojo Mocho está toda la teoría política del fin de siglo y de los comienzos del XXI. Está el formalismo de Laclau: la política es la interfaz entre las instituciones y los nuevos sujetos. Difícil leer esa frase así tal cual en El Ojo Mocho: la frase no está escrita en ninguna de sus páginas. Pero de eso también se trata el acto de leer. En los editoriales de El Ojo Mocho, en tiempos de la mayor unidad partidaria histórica del peronismo, está la furibunda crítica al menemismo desde una disidencia peronista que, de tan minoritaria, parece microscópica. Pero no solo eso. Si se leen con atención los editoriales de la revista, el del 94, el del 95, el del 97, allí también está anunciado el fracaso rotundo de la Alianza. Como si la lectura en filigrana de lo político comerciara con el futuro. En política, la lectura otorga la facultad de comprender lo que pasa no solo mientras pasa, sino también antes.
María Pia López traía los ejemplares por encargo hasta Rosario. Los comprábamos a $5. Podíamos encontrarnos en Ciencia Política, en Humanidades o en el teatro El Círculo. De ahí yo me iba hasta Chinchibira, Santiago 101. Recuerdo felices tardes rosarinas leyendo en Chinchibira, extraviado del paso del tiempo, hundido en la lectura que, cuando es total, desconoce todo signo exterior. Yo leía frases del tipo: de qué está hecho lo político, de qué otra cosa está hecha la historia, qué es la teoría. En otra de las mesas, un marginal Agustín Rossi distribuía cajas de volantes a militantes peronistas. Aquella escena personal para mí sintetiza el caso de una asimetría perfecta: la que entre dos parroquianos equidistantes y duelistas silenciosos se establece. Uno, leyendo en la revista de Horacio González teorías sobre de qué está hecha la realidad. El otro, maleando la sustancia misma de lo real, para doblegarla, hasta asimilarla y hacerla propia. Si lo miramos con atención, los destinos de aquellos sujetos equidistantes, Agustín Rossi y yo, no podrían ser más opuestos. De aquel bar, Agustín Rossi se fue al Congreso de la Nación y al Ministerio de Defensa. Yo, me fui a otro bar. Hay algo, sin embargo, que nos coloca a los dos en un mismo zócalo. Aquella tarde los dos fuimos, sin saberlo, gonzalianos.
Acabo de llegar a Buenos Aires. No conozco a muchas personas. Jorge Quiroga propone que editemos juntos la edición facsimilar de la Revista Literal. Escribile a Horacio, me dice. Jorge Quiroga –miembro del Comité de Redacción de la revista Literal– y Horacio González compartieron juntos el exilio en San Pablo. Son, para decirlo de alguna manera, compañeros en el exilio, amigos de juventud. Horacio González no responde el mail. Pero el-mismo-día-que-le-escribo, a la noche, mientras recalo en una pizzería de mi ciudad nueva, lo veo a Horacio venir. Son las ocho. Tal vez las nueve. Las tenues luces de San Telmo bañan las veredas y le otorgan a la noche esa luminosidad especial, mezcla de luz eléctrica e irrealidad. “Horacio” –alcancé a decir–. “Esta tarde le envié un mail”. “Sí sí, lo vi al mail”, me respondió. “Todavía no respondí pero iba a contestar que sí, que es muy buena la idea. Hay que hacer eso”.
Pero hay una escena que cifra como ninguna otra el encuentro entre cultura y política en la Argentina democrática. Toca las filigranas mismas que hacen a la historia. Convoca nombres como Borges o Mariano Moreno. No fue así exactamente como se sucedieron los hechos. Pero conocidos los detalles, descubrimos que esta es la mejor forma de narrar su verdad. Horacio departe con sus parroquianos en el Bar Británico los sábados a la mañana. ¿Y qué hacen con Horacio los parroquianos del Británico los sábados a la mañana? –le pregunto a Jorge–. “Leen el diario”, responde. “Comentan las noticias”. Como si a eso se redujera la materia viscosa de lo real: al comentario que de ella hacen los parroquianos en un bar. Que lo nacional se comente en un bar llamado Británico parece casi un oxímoron borgeano. Y allí, en medio del oxímoron, ocurre la escena que corta en dos la historia de la relación entre política y cultura en la historia de lo nacional. El mozo se acerca hasta donde está Horacio y le comenta que alguien lo llama por teléfono. Horacio se levanta, va hasta el mostrador, agarra el tubo y pregunta quién es. “Soy yo González, el presidente de la Nación. Quiero que seas director de la Biblioteca Nacional”.
Que un presidente de la Nación llame al cultor del barroco en el ensayo nacional, al gris miembro del comité de redacción de una revista intelectual, es un hecho sorprendente. Pone para siempre a la Casa Rosada bajo el cielo de los bares. Esa llamada al Bar Británico un sábado a la mañana es la construcción de un mito. El descuelgue del cuadro de Videla de la cultura nacional.
Leídas así, por separado, parecen las escenas de muchas vidas distintas. Pero qué es una vida sino eso: un conjunto heterogéneo de vivencias reunidas por el arte aleatorio de su autor. Secuencias como estas también señalan el modo en que lo político atraviesa los cuerpos, lo trivial se viste de historicidad. Y definen al Zoon politikón aristotélico: sujetos capaces de hacer, de un encuentro casual, algo vinculante. De mis encuentros con Horacio González yo obtendré mi propia concepción de lo político. Hay básicamente dos tipos de sujetos en política. Los capaces de generar acontecimientos vinculantes, y los que no. Esa podría ser una distinción clara entre el radicalismo y el peronismo. Los peronistas tienen sujetos vinculantes. Los radicales, no.
Relegada a un complemento incomprensible, la cultura es esa cosa con lo que la política nunca sabe qué hacer. Nadie confunde a un arquitecto con un escribano. A los intelectuales sí. Se piensa que es lo mismo un antropólogo que un poeta, un filósofo que un historiador. En 2021, en tiempos en que la Argentina está desapareciendo como comunidad, donde las tensiones hunden al país en la atomización y la balcanización, el espacio de la cultura es quizá el último bastión para la existencia de lo nacional.
Leído con mezquindad, Horacio González fue el líder de una agrupación política que pergeñó en El Ojo Mocho su gran órgano de difusión. Leído con amplitud, fue un hombre de cruces: que hizo de su capacidad para reunir espacios distantes su verdadero lugar de posición.
“Es muy difícil”. “Nunca se entiende lo que quiere decir”. Era muy común escuchar decir eso sobre Horacio. Pero: ¿no son esas las mismas cosas que se dicen de Borges? A Borges, primero no se lo entiende. Después, se lo abandona para siempre. Con Horacio podría pasar lo mismo. Pero había algo, cuando lo estábamos escuchando en una mesa redonda, en un panel, que nos hacía permanecer un rato más en el recinto. Hay algo, cuando lo estamos leyendo, que nos hace quedarnos un rato más entre sus páginas. Y en algún momento, como envuelto por sus palabras, la epifanía se produce. Horacio pensaba en voz alta junto al auditorio, pensaba junto con el lector. Hay escritores, como Walsh, que clavan las palabras. Hay otros, en cambio, que muestran el proceso mismo de su escritura mientras escriben. Horacio era de los segundos. Por eso, escuchar a Horacio era invertir. Era asistir a un acto sinuoso de lenguaje que, en algún momento, bañaba de destellos luminosos nuestras mentes que, creyendo que escuchaban, sólo habían permanecido en un estado de alerta y preparación. Podíamos consultarlo sobre cualquier tema. Él siempre tenía algo sorprendente para decir. En una charla, tras una hora de estar hablando, a la hora y dos minutos comenzaba a pasarnos una data increíble sobre Macedonio Fernández y el golpe a Yrigoyen que dejaba boquiabierto al auditorio. Muerto Maradona, me escribió: “La misma sociedad que quiere salvarlo, impulsa al héroe al sacrificio.” ¿Quién podía decir con tanto estilo una cosa tan políticamente incorrecta? ¿Quién se podía atrever a acusar a los maradonianos de matar a Diego?
El cortejo pasa veloz. Se saltea la estación de la capilla religiosa. Y va rumbo al crematorio. Lo acompañan el actual ministro de Cultura de la Nación, la exministra de Cultura de la Nación, funcionarios de Cultura de la provincia de Buenos Aires, el director de la Biblioteca Nacional, el comité de redacción de El ojo mocho. Por debajo del semblante de la figuración protocolar, están los amigos/as, los discípulos/as, lectores, miembros de cátedra. Y los parroquianos/as del Bar Británico, sede del pensamiento nacional. Hay ciudadanos que entran en auto al cementerio, asistentes a las reuniones de Carta Abierta que ya no podrán continuar con la escucha en las asambleas del Aula Magna de la Biblioteca Nacional, lectores de Página/12 que ya no podrán leer sus columnas de la próxima semana. Y allí lo vemos a Horacio, debajo de la bandera argentina, última gragea albiceleste en la que se concentra el nombre de lo nacional. Junto a él está Liliana. Es curioso, jamás se me había ocurrido. Que el pensamiento gonzaliano sobre lo nacional pudiera tener los colores celeste y blanco. O pudiera tener un color siquiera. Siempre se me había presentado blanco y negro, gris, con el color de las páginas interiores de El Ojo Mocho. Y allí está. En La Chacarita. El mismo barrio a cuya entrada se imponen los mausoleos de Paul Groussac y Monner Sans. Mientras este deudo ocasional cruza el parque –porque las deudas intelectuales hay que pagarlas, como dice Sarlo– piensa en la extraña similitud que hay entre las muertes de Horacio y la de Arlt. La muerte de Horacio tuvo mucho de arltiana. Como el autor de Los siete locos, Horacio también nos dejó de golpe. Arlt, que murió un 26, publicó el lunes 27 en el diario El Mundo su última aguafuerte: Un paisaje en las nubes. Unos días después el periodista Augusto Mario Delfino escribió: “Lo cremaron en el cementerio del Oeste. Bajo el cielo gris, alzándose en la lluvia, una nubecita de humo blanco anunció el fin”. Me voy. No veo el fin. Cruzo en diagonal el cementerio. Dejo a un costado los mausoleos de Paul Groussac y Monner Sans. El cielo es arltiano y gris. Llovizna.