He leído en estos días algunas cartas de lectores de padres preocupados por ciertas dificultades académicas y de gestión en algunas de las facultades de la UNR. Lo que me preocupa es que se desliza la idea de que, frente a ellas, se duda en permanecer en la universidad pública o migrar a una privada. Debo decir que la universidad pública es un bien muy preciado para cualquier país. Significa la garantía del acceso público a la educación y al conocimiento. Uno de los pilares que debe defender toda sociedad verdaderamente democrática. Cuando digo conocimiento, no me refiero sólo a ese cúmulo de saberes orientados a la práctica de una profesión; sino fundamentalmente a aquellos que nos permiten comprender, explicar y cuestionar la realidad. A los que, finalmente, nos van a permitir aprender a construir más conocimiento. Se trata de concebir la universidad como espacio de formación para ejercer una ciudadanía crítica. Por eso entiendo que no hay que tomar la universidad como una mera institución formativa, generadora de títulos, para proveer aquellas profesiones que el mercado o la sociedad pide. Es mucho más que eso. Es una comunidad de valores, una institución formativa que transmite valores. Ahí está su riqueza. En ese sentido, antes que dividirlas en estatales y privadas, debemos diferenciarlas entre las que son buenas y cumplen verdaderamente con su misión y las que no lo hacen. O las que cumplen solamente con alguno de los aspectos antes mencionados. Pese a las disfuncionalidades que señalan los padres, la universidad pública argentina sigue conservando su prestigio, son más los docentes con vocación que los otros. Son personas que creen en lo que hacen y en el valor de lo que enseñan. A la hora de elegir, busquemos aquellas instituciones públicas o privadas, según nuestras convicciones, que aseguren a nuestros hijos un sistema de producción científica seria, objetiva, de alta calidad y expuesta al juicio de la sociedad.