Hasta hace un par de décadas, prevalecía en vastas regiones de Argentina y de otros países cercanos una clara cultura del trabajo y del ahorro. Estaba bien visto trabajar y esforzarse mucho para mejorar la posición social, crear una próspera empresa o hacer crecer la ya existente. Paralelamente, el disfrute debía ser acotado. Hasta las personas sumamente ricas tenían algún prurito en gastar más de la cuenta. La idea era producir mucho y ahorrar casi todo. Gran parte de la satisfacción de las personas era más sublime. Ellas disfrutaban con el cumplimiento de sus obligaciones laborales y de sus ambiciones personales. El disfrute extra era algo más acotado, privado y singular. Hoy, seguramente debido a la cultura de la imagen y al fomento del deleite por consumir, el paradigma cambió radicalmente: la cultura del goce reemplazó a la anterior, y disfrutar se volvió casi una obligación. El problema es que cuando algo de orden privado y espontáneo, como lo es la capacidad de disfrutar, deviene en mandamiento cultural, se altera su esencia y perturba a sus desprevenidas víctimas. Estas, al procurar cumplir con el perverso precepto ideológico, se esclavizan en rituales sociales vacíos y se sienten culpables de no lograr la satisfacción deseada. Una verdadera emboscada cultural, que echa más leña al ardiente malestar contemporáneo. Esto les genera muy buenos dividendos a las multinacionales, pero a costa de alejar definitivamente al ser humano de su potencial riqueza interior; dejándolo vacío por dentro, para poder instalarle “aplicaciones” desde afuera, como se hace con las computadoras o con los celulares. Y esto no es un juego de palabras, dado que, en cierta forma, para cada aplicación que se inventa para esos aparatos se requiere, en contrapartida, “instalar” una necesidad inventada, o un deseo afín, en el humano consumidor.