Pena, indignación, lasitud, hartazgo, y los calificativos se suceden en una cadena lacerante que comienza a lastimarnos. Es la sensación de los que nunca comprendemos las apologías de la retórica dominante. Aquellos que conocimos la soja en la milanesa, los que solemos ver las vacas muertas sobre las brazas, los que creíamos en la legitimidad de las protestas populares. Sin embargo, hoy hay una larga brecha que nos distancia del pasado: los campesinos ya no son aquellos que vinieron a trabajar la tierra. Los viejos caudillos tampoco son lo que eran. Hoy hay delivery de piquetes, sistema prepago de protesta mediatizada y, desde que se creó la Banelco, descubrimos que todo se puede comprar, hasta el silencio del pueblo. Ya no sabemos qué hacer y encima el humo ha empezado a cubrirnos, a asfixiarnos. No sabemos quién es el culpable, aunque tampoco queremos encarnizar una sociedad enfrentada, entre blancos y negros. Somos grises, pero cuidado, no olvidemos que el gris corta el blanco y forma el negro. No despertemos la ira de los grises.