Por Lila Siegrist
Por Lila Siegrist
“Las varas son de quebracho blanco,
que calzando en los horcones
forman la parada principal de nuestro rancho”
Autor anónimo
Sepa disculpar la lectora experta o el lector experto, de este suplemento profesional y específico, las digresiones y falta de precisiones que se extenderán a lo largo de la siguiente parrafada autorreferencial. Me atrevo. En el año 1983, con mis padres y mi hermana, nos mudamos a vivir al Edificio Rochdale IV. Esta torre, ubicada en la calle Entre Ríos al 443, es una obra del arquitecto Augusto Pantarotto: tiene 24 pisos de altura, contaba originariamente con un teatro a su pie -en el que funcionaba la Sala de la Cooperación- y en su planta baja, al frente, estaba el Banco Udecoop Cooperativo Limitado.
Allí, en “el Rochdale” cómo lo llamábamos, en el centro de manzana del lote, en la planta alta sobreelevada, funcionaba el teatro donde pasaban cintas de Chaplin y los sábados por la noche La Trova Rosarina hacía sus primeras funciones con una animada audiencia local: flautas traversas de chicas peludas, percusión telúrica, humo y maní con chocolate en un entorno moderno y pintado de verde. En esa torre, por aquellos años, vivían dos poetas, dos pintores célebres, una literata, una maestra de plástica, un físico que se llamaba Lewis y su mujer extranjera.
El edificio tenía zonas comunes con quincho y pileta cuyas paredes estaban revestidas con pentagres verde y blanco, charmilles de Buxus rodeaban el sector y, en el centro de la planta libre, se organizaba una promenade doméstica increíble que nos guarecía de la lluvia con su triple altura. Nos pasábamos horas nadando en la pileta y subiendo y bajando por los ascensores futuristas y supersónicos, totalmente mojados de cloro y agua de verano rosarino. Descubrimos cómo vivir en departamentos y disfrutar de los espacios: el mundo era ese edificio. Tengo la idea de que fue la primera y más alta torre de la ciudad.
En lo personal, en el eje de la corteza más aguada de la experiencia, recuerdo aquellos años vivir en un barrio en altura, con los compañeros de la Roque Sáenz Peña a la vuelta, los amigos de la ACJ, los otros amigos de UNI y los grupos mezclados de la calle Urquiza y Maipú. Se movía el cosmos en esa mole geocéntrica. El orbe de un barrio: con los amigos y los hijos de los amigos de nuestros padres armábamos una pandilla del centro que andaba descalza por calle Entre Ríos. Por las tardes rumbeábamos a visitar a mis padres que trabajaban en calle Entre Ríos al 200 en una obra de Gerbino y Schwartz. Allí, en esa esquina de Entre Ríos y Salta, en la ochava estaba el balcón del consultorio de mi viejo, pasábamos a saludarlo y a tocarle la puerta de la ventana para avisarle que nos íbamos a la barranca del río a remontar un barrilete aprovechando un viento sur. En patas, desde el solado de la vereda, descalzos en pleno centro, lo veíamos emerger al doctor entre las volutas auréaticas de Gerbino: el ademán de saludo y cuidado, legitimando la travesura inminente. No existían los teléfonos celulares. Nos escapábamos a la barranca del Río y Entre Ríos (cacofonía, pero sí existe ese lugar de la ciudad de Rosario), pasábamos horas y luego de vuelta a “la torre”.
Los recuerdos encuentran en el número de oro los ritos más pequeños que conformaban nuestras dinámicas comunitarias gracias a la idea del Gran Maestre Supremo Pantarotto. No conozco personalmente al arquitecto, pero deja huellas en los espacios mentales de aquel pasado. Una compacidad de lamparones del asoleamiento del tres dormitorios que se traduce en ternura. Como el protagonismo de las estaciones y de la sucesión de los días y las noches en la cadencia de vida con suficiente evidencia: la simetría, los planos, la textura muda de un muro con la mano joven de la exploradora, las paletas cálidas de los grises de color y tintes vitales. Desde el piso 11, en el departamento C, espiábamos con binoculares las barrancas del río, cuando el reinado de España todavía no había civilizado nuestras márgenes. Andábamos llanos y despeinados, como si ese río que veíamos en toda su extensión ámbar fuese parte del ritmo pulsante de nuestra infancia puesta en equilibrio con la ciudad. Un horcón para la memoria de aquella inocencia, en la que el dibujo, el plano y el espacio se vuelven ejercicio ternura.
Lila Siegrist nació en Rosario en 1976. Es artista visual, poeta, editora y agitadora cultural. Trabaja en políticas públicas. Publicó Vikinga criolla (Yo soy Gilda editora, 2012), Tracción a sangre (Ivan Rosado, 2013), Destrucción total (Blatt & Ríos, 2014) y Te quiero abrazar mucho (Mansalva, 2020). Su obra integra diversas antologías y colecciones. Fue coordinadora del Programa de Artes Visuales en el Centro Cultural Parque de España. Codirigió Yo soy Gilda editora y el proyecto Anuario. Registro de acciones artísticas. Coprodujo el Festival Pensamiento Contemporáneo junto a Revista Anfibia. Colabora en DiarioAR, Diario La Capital de Rosario y Revista REA, coeditó Bitácora.