En la segunda mitad del siglo XIX, Santa Fe fue el escenario de una serie de transformaciones que cambiarían por completo la fisonomía de su paisaje y pondrían en otro lugar a la provincia en el concierto de la economía nacional.
Por Pablo Suárez
En la segunda mitad del siglo XIX, Santa Fe fue el escenario de una serie de transformaciones que cambiarían por completo la fisonomía de su paisaje y pondrían en otro lugar a la provincia en el concierto de la economía nacional.
Luego de Caseros, el diagnóstico de base era muy sencillo: Santa Fe era una provincia pobre porque su economía débil no producía lo suficiente. En ese sentido el núcleo de la solución imaginada fue la razonable para una economía agraria, periférica y de escasa tecnologización: ampliar la frontera, incorporar nuevas tierras a la producción y esperar los beneficios que ese movimiento brindaría a toda la sociedad.
Los gobiernos eran conscientes de que esa nueva etapa no consistía solamente en ocupar nuevas tierras y de que las condiciones legales y políticas no eran similares a las de otros procesos de expansión anteriores. La nueva economía tenía nuevas normas a las que sujetarse: donde había mercedes, habrá propiedades; donde había gauchos, habrá inmigrantes; donde había tracción a sangre, habrá vapor.
El formato elegido para esta expansión fue el de colonia agrícola. Más allá de las diferencias entre ellas, se trataba de conceder a un particular a costo ínfimo y a veces gratuito, (en forma de pago por sus servicios) una determinada extensión de tierras, tierras que ese agente repartía entre un grupo de inmigrantes a los que previamente había traído de Europa. Una vez puestas las tierras en producción, el inversor podía recuperar esa inversión de distintas maneras: cobro de alquiler y luego posesión (lo que hoy llamamos leasing), cobro de hipotecas (¡en algunos casos por tierras que no siquiera había adquirido!), porcentaje de cosechas, etcétera.
El Estado provincial había comprendido que los nuevos tiempos implicaban otras lógicas: el control territorial del espacio no podía reducirse a una línea de fortines. Esta sería una condición de base, pero estaba más que claro que la nueva ocupación debía ser una ocupación productiva. Sin negar la importancia de las colonias como nodos de control territorial (en sentido amplio y diverso: político, económico, judicial, religioso), en el plan original se trató de ejercer un control territorial por medio de la producción; esas tierras nuevas tenían una misión primordial que era la de producir y conectar su producción con los puertos exportadores. Su función era integrarse productivamente. Esto implicaba un esfuerzo del Estado, que no podía utilizar a esas colonias como meros puntos de defensa, aunque parcialmente lo fueron. Por eso podemos encontrar cierta actividad proactiva en la consolidación de la frontera, lo más lejos posible de esas colonias. Ya en otros planos, aun con carencias, el intento de remodelación tuvo una concepción integral: dos ejemplos importantes son los arreglos con Cambpell en el estudio del Ferrocarril Rosario-Córdoba y el luego infructuoso intento de Esteban Rams por hacer posible la navegación del Salado. Para saber más sobre estos temas, mencionaré a dos autores entre muchos: Ezequiel Gallo y Juan Luis Martirén
¿Políticas de Estado que se proponen reunir grupos de personas en un marco físico delimitado como parte de una estrategia territorializadora? ¿Cuánto de novedad tenía eso en 1853? Aunque la historiografía se haya embelesado con la novedad que representaron las colonias agrícolas decimonónicas, con su épica gringa, sus trigales y sus pionerismo sudamericano, me permitiré incorporar una referencia que puede sonar un tanto forzada, pero que quizás sea fructífera para una mirada de media o larga duración.
La experiencia que quiero evocar acá es la de los pueblos y reducciones de indios. Desde temprano el siglo XVII, con los fallidos proyectos de pueblos de indios motorizados por Hernandarias, el poder colonial diseñó un proceso basado en esas unidades territoriales que funcionaban no tanto como ámbitos de producción (algo que se intentó al menos en busca de la autosustentabilidad) sino como lugares de control, para poder mantener en calma a unas poblaciones que eran consideradas una amenaza a la paz de la población hispano-criolla. A partir de la década de 1740 con las reducciones de San Javier (de mocovíes) y San Pedro (de abipones), esto tomó otro cariz. Estas reducciones lograron consolidarse y mantenerse en el tiempo para cumplir exitosamente la doble función de mantener reducidos a los indios anteriormente belicosos y funcionar a su vez como un punto de referencia en una frontera difícil. La reducción de San Javier se fue trasladando en busca de nuevos puntos de referencia –cada vez más lejanos–, lo que puede leerse como toda una señal del rol que jugó en la dinámica territorial expansiva de la autoridad colonial y del modo en que desarrollarían ese papel. Y solo en ese sentido las reducciones funcionarían como un foco dinámico de la expansión. La zona efectiva de control estaba limitada por el perímetro de la reducción; las posibilidades de expansión (y de operar sobre un área mayor al perímetro de la reducción) dependía de las excursiones que realizaran los indios en busca de recursos como caza o miel, salidas que nunca estuvieron prohibidas por parte de las autoridades reduccionales. Las autoras de referencia en estos temas pueden ser Carina Lucaioli, María Josefina Scala y el equipo que trabaja junto a Miriam Moriconi aquí en Rosario.
Y acá otra de las diferencias importantes: si bien las colonias del siglo XIX también tenían límites precisos, ya que los adelantos técnicos lo permitían (mensuras), las expectativas de su expansión reposaban en que la fuerza arrolladora del mercado traccionada por la demanda exterior tendría un efecto de “bomba racimo” y generaría una gran expansión, para la cual el Estado solo generaría las condiciones de realización ya mencionadas, en una expansión que estaría motorizada fundamentalmente por la fuerza del mercado. Lo que no implica que en el caso de las colonias el Estado se desentendiera plenamente. Además del marco legislativo, en el inicio de las colonias garantizó un set básico de provisiones para los colonos. No son pocos los casos en los que se enviaba no solo semillas, sino también animales, insumos y hasta equipamiento habitacional.
El aporte territorial que podían hacer las reducciones dependía siempre de la regulación y fuerte presencia de las autoridades coloniales, no solamente brindando condiciones periféricas sino también interviniendo en los acuerdos entre las órdenes y los caciques, con ámbitos de decisión a menudo alejados del lugar de los hechos.
En el plano de lo que llamaremos “control sobre las personas” es interesante señalar que ambas experiencias pueden tener más puntos en común de lo que habitualmente se cree. Más allá de las diferencias jurídicas entre indígenas y colonos, no fueron pocos los protagonistas y observadores que dejaron nota sobre las severas normas que regían al interior de algunas de las colonias agrícolas. Está más que claro que esa fuerza de trabajo inmigrante fue sometida a ciertos procesos de disciplinamientos, que por otra parte abarcaron a toda la sociedad, (como bien narran Marta Bonaudo y Elida Sonzogni) que se perdieron detrás de la construcción del mito del inmigrante-productor-autofundado que “nació empresario”. La historia de la pequeña burguesía agraria santafesina ofrecía (sobre todo para la historia de divulgación o la apologética) demasiados atractivos para ser estudiada en períodos posteriores, en las que se la mostrara en sus disputas con otras clases o actores (terratenientes, trabajadores rurales, el Estado, los acopiadores), lo que de alguna manera borró una parte de su pasado de sumisión respecto de los empresarios de la colonización.
En la lógica de la circulación y los flujos propia del siglo XIX, digamos que las colonias estaban concebidas como lugares de circulación bidireccional, en el cual podían recibían insumos o bienes mientras debían entregar al mercado el fruto de las cosechas. Por el contrario, las reducciones solamente estaban en una posición receptora –básicamente de ganado– sin ofrecer nada más que algunos servicios a cambio, más allá de los infructuosos esfuerzos de los padres cuya lógica mercantil no pudo modificar los modos productivos de los nativos. La paz era una retribución que el Estado y la elite santafesina consideraban suficiente a cambio de los rodeos entregados como contraentrega.
En el plano de la construcción ideológica, es interesante señalar que ambos modelos implican una particular mirada sobre el rol de las otredades. Si en el caso de los indios reducidos se trataba de restringir su potencial conflictivo, apartándolos del resto del conglomerado social o al menos regulándolo con la interfase de los padres jesuitas, en el caso de las colonias, el transplante de las personas implicaba ya en sí mismo una experiencia con una fuerte carga de segregación, que no siempre fue fácil de revertir. Por el contrario, el mito del colono encontró en la pretendida pureza étnica del inmigrante (que llegó al punto por ejemplo, de diferenciar entre los nativos de los distintos cantones suizos, por ejemplo) un fuerte pilar donde apoyarse.
La radical oposición entre el indio reducido en su propia tierra y el colono trasplantado a otro mundo encuentra su punto máximo de lejanía cuando se contempla que a la hora de elegir el lugar para las reducciones los padres consultaban a sus indios, reconociendo en ese acto sus saberes milenarios sobre montes, arroyos, lagunas, flora y fauna; en el polo opuesto se encuentran los europeos recién llegados que ignoraban todo sobre el entorno al que habían sido enviados, lugares elegidos por funcionarios o empresarios que tampoco conocían demasiado sobre el entorno físico donde habrían de levantarse las colonias.
Hubo, sí, intentos de construir colonias gringas junto a pueblos de indios, para optimizar las funcionalidades de cada uno. La protección y producción potenciadas por su proximidad física podrían haber sido un modelo en sí mismo, pero fueron una casualidad fruto más del oportunismo que de la estrategia, como puede verse en Historia de San Jerónimo Norte, de Oggier y Jullier.
Podríamos preguntarnos qué memoria “institucional” pudo haber perdurado en el cuerpo administrativo santafesino entre los años de uno y otro fenómeno; suena difícil, si tenemos en cuenta que entre esas fechas ocurrió el quiebre del orden colonial. Creemos por un lado que la influencia de la experiencia colonizadora sobre la cultura santafesina logró borrar todo vestigio respecto de experiencias anteriores y fue siempre concebida como un momento “fundacional”. También creo que el racismo y el etnocentrismo de una cultura que se pensó como heredera de “los gringos” impidió estudios comparativos entre las eventuales similitudes de la experiencia de los rubios colonos con los cobrizos mocovíes o abipones. Razonablemente, los historiadores de estos años debemos poder navegar estas aguas sin inconvenientes, tratar de analizar ambos procesos y elaborar nuestras hipótesis sin reparar en esos lastres culturales de épocas pasadas o sectores retrógrados.
Más allá de las filosas cronologías con que se segmentan las historias regionales, considero que sería de gran interés indagar en búsqueda de posibles continuidades y/o recurrencias entre ambos fenómenos, el de las reducciones y el de las colonias una curiosidad que crece cuando tenemos en cuenta que el escenario es casi el mismo.
De todos modos, los indios reducidos del siglo XVIII y los colonos gringos del XIX se encontrarán en los trabajos generales, los manuales y los textos de divulgación. Quizás una investigación más exhaustiva y profunda les permita saludarse como protagonistas de procesos similares, en la misma tierra, junto al mismo río y bajo el mismo sol.