Cuando alguien enfrenta la muerte de un ser querido, una ruptura amorosa o la caída de un ideal, todo se transforma para siempre. Estos hechos, tan oscuros como humanos, son la materia prima con la que trabaja Patricia Fochi.
Por Andrés Mainardi
Cuando alguien enfrenta la muerte de un ser querido, una ruptura amorosa o la caída de un ideal, todo se transforma para siempre. Estos hechos, tan oscuros como humanos, son la materia prima con la que trabaja Patricia Fochi.
Para llegar a su consultorio ubicado en la avenida Pellegrini hay que pulsar un timbre, esperar el portero y subir por ascensor. Cuando un duelo irrumpe en la vida, algo de lo real se toca. Cuando alguien comienza un análisis, también. Tanto el duelo como el psicoanálisis son una muestra de la fragilidad de nuestro paso por la tierra. Esta condición, más que acorralar a la entrevistada en una encrucijada romántica o existencialista, la empuja a escribir.
En el capítulo tres de su libro El duelo, la infición del mundo (falofanías, espectros, marionetas, visiones, sueños, reliquias), un robusto ensayo editado por Otro Cauce, tomando como ejemplo la novela La nieta del señor Linh, de Philippe Claudel, cita mediante de uno de los personajes, dice: “Mi mujer ha muerto, hace dos meses, dos meses es mucho tiempo, pero también poco, ya no sé medir el tiempo”.
Esta cita elegida recorre esta conversación de principio a fin.
¿Qué es para vos el psicoanálisis?
Esa es una pregunta incesante para quienes estamos en esto. En principio te diría que es una práctica donde la palabra vale, se distribuye en un diálogo que es diferente a la de cualquier encuentro social, circula y, en ocasiones, incalculables, toca el cuerpo.
En el psicoanálisis, cuando ocurre, conmueve esa idea en la que somos marionetas inocentes de un destino malvado. Esto último es lo que Freud denomina “neurosis de destino”: todas las neurosis lo serían hasta que se interrogan, hasta que nos trastabilla la fijeza entre las palabras y las cosas.
¿Cómo llegaste hasta él?
Cuando leí La interpretación de los sueños quedé prendada de su hermosura, me despertó una curiosidad inenarrable, nada muy comprensible. El pavor vivido por un largo período de pesadillas en mi infancia contribuyó a que me involucrara con los sueños. Leía mucho desde chica, era asidua visitante de la biblioteca popular de Arias, eso preocupaba a mi madre, por supuesto, con razón.
Cuando vine a Rosario no sabía si estudiar Letras o Psicología, justo mi promoción fue la última en hacer primer año común junto con las otras carreras que se cursaban en Humanidades y Artes, la única materia que me gustaba mucho era Análisis del Texto, correlativa de Letras. Resulta que en ese año, 1988, no pudimos rendir ningún final porque había paro docente, íbamos rumbo a la hiperinflación del 89. En el lapso entre diciembre y febrero me encuentro con ese libro mágico y me decido por Psicología, pero de haber rendido en diciembre quién sabe cuál hubiera sido mi rumbo. Beatriz Vignoli dice en un verso de La caída: “En lo único que creo es en el accidente”.
Después vino el camino universitario y ahí me fui encontrando con personas y libros que ahondaron mi interés. Arranqué bastante temprano con grupos de estudio por fuera de la facultad tanto de Freud como de Lacan. Y el análisis.
Hablando de personas, ¿qué relación tenés con Oscar Masotta, Jacques-Alain Miller y Juan Ritvo?
Son tres hombres que en diferentes tiempos, circunstancias, geografías y estilos, se han comprometido con el psicoanálisis, y eso es algo que respeto. Ahora bien, los actos de todos los que trabajamos y nos ubicamos en relación al psicoanálisis producen consecuencias en su nombre.
Respecto de las personas que nombrás con quien tengo una relación cercana es con Ritvo, no sólo porque vive en Rosario sino porque he asistido a sus clases en el grado y posgrado –en cursos, también cuando hice la maestría en psicoanálisis–, y tenemos una conversación sostenida desde hace tiempo de trabajo y de amistad. Su prolífica escritura, seminarios, sus artículos en Conjetural y otras revistas siguen dejando huella en varias generaciones de analistas. Su estilo en la lectura y la enseñanza está en las antípodas de la conformidad.
Masotta estuvo involucrado con el ingreso de la lectura de Lacan en Argentina, también con las fundaciones y las disputas de las escuelas –y revistas– de psicoanálisis en Buenos Aires, lugares por los que aún pasan muchos colegas. Su enseñanza entre los 60 y mediados de los 70 en grupos de estudio tuvo influencia entre personas de muy diferente procedencia.
Miller es un hombre que recibió una misión delicada por su lugar de yerno y albacea de textos y archivos de Lacan, respondió armando una institución internacional de psicoanálisis, lo conozco por la lectura de algunos de sus libros, y, claro está, por las decisiones en la edición de la obra.
Recuerdo que en las primeras clases de Clínica 1 en la facultad, Marité Colovini, a propósito de una pregunta que le formulé pero ya no recuerdo, me sugirió leer las Lecciones introductorias al psicoanálisis de Masotta, un capítulo de Matemas II de Miller, y un seminario fotocopiado en hojas de tamaño oficio de Ritvo que se llamaba: El síntoma, ¿manifestación de la estructura o estructura de la formación?
¿Cómo ves el psicoanálisis en Rosario?
El psicoanálisis tiene el ritmo de lo que va ocurriendo en la ciudad mientras recibe los malestares de cada época. Cada consulta de un analizante renueva el lazo que tiene la cultura con el psicoanálisis. Pasa el tiempo, se inventan nuevas formas para mitigar los sufrimientos, pero aun así hay lugar para quienes eligen esta escucha.
En Rosario hay colegas que se analizan, estudian, supervisan e intentan estar a la altura de las dificultades que esta práctica exige. Hoy esto va ocurriendo en diferentes grupos e instituciones con sus respectivos focos de producción –clases, investigaciones, sellos editoriales, revistas, tesis, libros–. No hay un único espacio que decida por dónde pasa la movida psicoanalítica en la ciudad. Eso es algo que tiene sus ventajas y también sus inconvenientes, me refiero a la dificultad de encontrarnos más en conversaciones y controversias sobre temas que nos atañen.
Yendo a tu trabajo, en tu libro hay dos referencias externas al psicoanálisis, dos discursos con los cuales conversa. Por un lado el mundo de las letras, y por el otro, las artes plásticas. ¿La literatura usa al psicoanálisis o el psicoanálisis a la literatura?
El psicoanálisis es una experiencia en la que el diálogo (y sus límites) exige la presencia del cuerpo de los participantes, entendiendo la voz como algo más que esa materialidad en la que se transportan los sentidos de las palabras, me refiero a que también es una parte del cuerpo que nos incumbe. Sostener un análisis requiere reglas, un encuadre –que es una palabra en desuso pero cabe– y escuchar a alguien que lidia con inhibiciones, síntomas, angustia y más, pero en vivo y en directo. Exige operadores conceptuales para pensarse como práctica que no se confunden con otros discursos en los que abreva. Me refiero a que muchas veces pensamos con pasajes literarios, mitos, tragedias, teatro, que incumben a nuestra práctica pero no se confunden con ella.
La pregunta sobre el uso supongo que está sostenida en esa conferencia de Ricardo Piglia en la APA a fines de los 90 en la que afirma que una y otro se usan, aunque me gusta más la parte en la que juega con lo que ambos se deben. Por ejemplo, que el psicoanálisis le debe a la literatura el encuentro de Freud con la tragedia incluso como forma más que como contenido, porque el héroe trágico se enfrenta a una palabra incomprensible que viene de otro lado (el oráculo, los muertos) y lo determina. Esa forma tuvo impacto en la invención del psicoanálisis porque Freud escuchó en los sueños y los síntomas de sus pacientes una “voz” que provenía de otro lado que producía determinaciones, la llamó inconsciente. A su vez, lo trágico –así como lo enigmático y lo melancólico– tiene un lugar en la tradición de Occidente que hace a la condición humana. Hay figuras, imágenes, relatos que incrustados en la memoria de los pueblos tienen potencia actual, como dice Alejandro Manfred en La herencia freudiana y la tradición melancólica. Esas figuras tratadas en los hechos de la cultura, la literatura, el teatro, la pintura, la antropología, la religión, la filosofía, se despegan de sus procedencias textuales y viven en el decir y el sentir de las personas.
El psicoanálisis está estrechamente ligado a la literatura y otros discursos porque el malestar con el que trata es el malestar en la cultura, aunque su práctica sea específica.
¿Y las artes plásticas? ¿De dónde nace tu interés? ¿Qué relación encontrás entre ellas y el psicoanálisis?
No sé exactamente de dónde nace ese interés, sí recuerdo que era una época en la que me sentía muy aturdida, y súbitamente empecé a ver pinturas y esculturas de una forma compulsiva. Mi hermana estudió Bellas Artes y tiene una mirada muy especial que jamás tendré pero puedo preguntarle algunas cosas desde mi lugar de neófita. La relación con el psicoanálisis me resulta espontánea. Una vez entré al Museo Castagnino, vi algo y ya no pude ver otra cosa. Era El peso de Felicitas, de Antonio Segui, una obra oscura, extraña, surrealista. Ahí veo el espíritu de una mujer muerta ¿o viva? pero pesado, consistente, enorme, que flotaba horizontalmente sobre unas cabezas con rostros culpables, o asombrados de los deudos, no lo sé. ¿Qué es esto que no puedo dejar de mirar y me tiene atrapada acá?, me preguntaba. Algunas pinturas tienen un magnetismo muy poderoso.
Hay una historia argentina presente también en esa imagen que fui a buscar por el título pero de un modo secundario como efecto del impacto, porque ese lenguaje surrealista tiene una fuerza tremenda e intraducible a otros idiomas. Antonio Segui y el Museo Castagnino me autorizaron a publicarla en mi libro, enviaron la imagen en alta calidad, por lo que estoy muy agradecida. Andrés Palavecino de la editorial Otro Cauce, que sacó mi libro, me acompañó en la propuesta de publicar imágenes, no es tarea fácil, se necesitan permisos especiales, cartas formales, rellenar fichas, explicaciones, y contratar una especialista en edición de arte. Un gran trabajo.
Yendo hacia ese trabajo y su tema específico: al duelo, ¿cómo se lo puede definir?
Podemos decirlo de muchas maneras, pero “la reacción ante una pérdida” es el sintagma freudiano más conocido. Una pérdida es algo difícil de circunscribir, ¿qué perdemos cuando fallece un ser querido, cuando se termina el amor, cuando se nos derrumban los ideales en los que nos sosteníamos o cuando perdemos un trabajo? Los modos de reaccionar son muy diferentes pero la mayoría comparte un grano de incredulidad que convive con un saber a medias acerca de lo efectivamente ocurrido. Lo sabés, pero no lo creés.
Si cada persona es un mundo, ¿cada persona es un duelo?
Creería que no. El dicho popular admite en su síntesis la complejidad y lo desconocido que hay en cada persona, pero cada quien no se reduce a sus duelos, transita por ellos, convive con sus muertos, sus desilusiones, sus caídas, con “lo que pudo haber sido y lo que nunca será” –canta Sabina–, se las arregla con lo que ya no es o lo que perdió y no tiene reemplazo, para volver a levantarse cada mañana.
¿Cómo se transita un duelo?
Cada forma de pasar por eso que llamamos duelo incluye encontrarse brutalmente con un exceso de ausencia que inunda nuestra vida y la parasita. Todo el sistema simbólico en su conjunto del que cada persona dispone se pone en jaque, explica Lacan, entonces se inicia un trabajo psíquico infructuoso, describe Freud, ¿por qué? Porque no hay ninguna representación de la muerte en ningún lugar, tampoco en el inconsciente.
El duelo consiste en la autenticación de la pérdida real, pieza por pieza el deudo repasa una y otra vez con imágenes, pensamientos, recuerdos, ensoñaciones, por la existencia de quien ya no está hasta agotarlos, hasta que puede olvidarse un rato al menos y volver a la vida. Todo eso pasa en un tiempo rarísimo en lo íntimo con consecuencias enormes en la reconfiguración de la vida social.
El año del pensamiento mágico es un libro de Joan Didion, una escritora estadounidense, en el que relata que durante el primer año sin su esposo fallecido, ella le guardó los zapatos por si volvía. Comenta Freud sobre aquel niño que decía “entiendo que papá se murió, pero ¿a qué hora viene a cenar?”.
Aunque contenga siempre un desasosiego incomprensible en su seno, un duelo es un hacer con ese exceso de ausencia que se limitará cuando permita ese paso que modifica el estatuto de un ausente o un desaparecido en un muerto. No volverá, empieza a faltarnos, es irreemplazable, imposible de alcanzar, está perdido. Ahora bien, ¿alguien falta y ya no volverá para el deudo porque éste entiende la muerte o la separación o el desamor? No, eso es en definitiva inasimilable. ¿Entonces a qué falta sino a nuestra espera? El final del duelo es el final de la espera.
Para quien lo transita, ¿el mundo como tal deja de existir?
“Ya no es mágico el mundo, me han dejado” dice Borges. En la vida pasamos por muchas pérdidas, pero, y esto es algo que resalta Lacan, no todas nos ponen de duelo con todo el peso doloroso de ese término. “Total descalabro”, dice Freud que es el duelo. Cuando eso ocurre transitamos tiempos oscuros, nos derrumbamos; en esas situaciones el mundo deja de existir tal como había sido para nosotros hasta entonces, se vuelve sombrío, despiadado, es un lugar inhóspito en el que para colmo la vida sigue impertérrita como si nada, podemos decir que el duelo es la infición del mundo.
¿Es la clínica psicoanalítica una clínica sobre el duelo?
No, no lo veo así, me parece una simplificación de todos los términos decirlo de ese modo.
¿Por qué el duelo no es patologizado por discursos como la medicina?
El impacto que tuvo en la cultura Duelo y melancolía fue enorme, tanto que aún hoy se lee como palabra autorizada, a tal punto que ni los nomencladores psiquiátricos -que lo tabulan todo, todo- lo incluyen. Hago el chiste de que eso es realmente un milagro freudiano. El riesgo es que los psicoanalistas “patologicemos” lo que no entendamos, y tomemos decisiones equivocadas.
Otro modo freudiano de decir el duelo es nombrarlo como un gran enigma, un enigma no es un simple acertijo, sino una figura que tiene una historia desde la Antigüedad en Occidente; en un artículo precioso, Thomas de Quincey lee Edipo rey de Sófocles, dice que es un escrito impecable, excepto en un lugar que no está a la altura del texto en general, y se refiere a ese pasaje sospechoso en que la Esfinge se satisfizo demasiado rápido con la respuesta de Edipo, quien, además, cantó victoria antes de tiempo. La Esfinge lo arrastraría consigo hacia el horror un tiempo después, porque se había tratado de una simple respuesta ante lo indescifrable. El enigma tiene un largo recorrido en la filosofía de Occidente, que merece un estudio. Sintéticamente podemos decir que el duelo es un gran enigma, admite múltiples respuestas pero la pérdida cuya cualidad es la de ser irreversible no tiene solución.
¿Por qué una persona que uno ama, para separarse, tiene que pasar por un momento de enojo?
No lo sé, pero ¿por qué no? Las separaciones -de toda índole- son momentos en que suelen desatarse pasiones y aturdimientos que se intercalan con culpas, dudas y temores. Las ambigüedades que nos habitan son inaccesibles.
¿Para que haya deseo tiene que haber duelo? ¿Y viceversa?
Que haya duelo permite al deudo volver a la vida, hay algunas figuras de la cultura que nos permiten capturar aunque más no sea a grandes trazos lo difícil que es pasar por el impacto de algunas pérdidas. Un pasaje del mito de Orfeo relata una metáfora elocuente, cuando una serpiente muerde a su amada Eurídice, él no puede soportar ni admitir su muerte. Lo que continúa es el relato de un duelo: cree que puede recuperarla, que aún puede hacer algo para salvarla, enloquecido emprende tremendas peripecias y va al inframundo a buscarla. El duelo, ese comercio con el inframundo, esa caída en la oscuridad insoportable. Hades le dice que puede recuperarla pero que en el camino de regreso no debe mirar hacia atrás. Y cuando está a punto de llegar al mundo, él no escucha los pasos de ella y hace lo que no tenía que hacer, pero a su vez lo que no podía dejar de hacer, gira el rostro y ve que ella, una imagen incorpórea, se esfuma, ya no volvería con él. Desesperado vuelve al mundo con su amada perdida para siempre. Registrar de algún modo una pérdida duele, pero no registrarla puede dejarnos viviendo en el inframundo. Entonces, sí, para que eso que llamamos deseo en psicoanálisis vuelva a articularse, y nos conectemos con la vida aunque sea de un modo incómodo –el deseo y la integridad se excluyen- es necesario que haya duelo, sin viceversa.