_A casi treinta años de la primera edición de La vida después de la vida, ¿qué te motivó a lanzar esta tercera versión, corregida y ampliada?
_El deseo de mucha gente de que volviera a publicarlo. Ya sé que suena a respuesta ególatra, pero ese pedido existió en todos estos años, fue un pequeño best seller rosarino en su momento. Gente que no conozco y gente que sí me alentaba a reeditarlo, gente que compró la primera edición y la perdió en mudanzas… Cuando tomé la decisión de volver a ese texto que había escrito hace casi treinta años me gustó releerme y mucho más volver a reescribirme (risas).
_Sos la primera persona que escribió una biografía sobre Páez. ¿Pensás que tuviste una mirada premonitoria de la figura que es hoy cuando público y medios porteños, incluso admitido por el propio Fito en tu libro, le daban la espalda?
_Creo que prevaleció la mirada del oficio de periodista: anticipar, anunciar, contar la primera gran consagración de un fenómeno de la música popular argentina. Y también ayudó que Fito tuviera en ese momento una actitud de acompañar el desarrollo del libro con sus testimonios.
_En un momento decís que esa parábola de “muerte, amor y locura” lo acompañó para siempre. ¿Está en ese vacío, en esas pérdidas (de su madre, de su padre, de sus tías), el verdadero caldo de cultivo de la explosión creativa de Páez?
_Está todo eso, sin dudas, que pudo volcar en la música como expresión de sanación y furia. Y en grandes discos como Ciudad de pobres corazones y Tercer Mundo. Pero hay otros Fitos, obvio, el letrista de canciones sociales, progres –palabra que ahora deplora–, peronistas, temas que no disimulan su amor por Charly García. Pero lo más importante es su escucha, toda esa música metida en su cabeza desde pibe, desde La Máquina de Hacer Pájaros, Genesis y Spinetta hasta Tom Jobim y Bill Evans.
_Hay una máxima que reza sobre las bondades de caer “en el momento justo y en el lugar indicado”. Pero Del 63, su primer disco, sale en 1984 cuando todos los próceres del rock argentino, desde Litto Nebbia hasta Charly y Spinetta, e incluso las bandas (Soda, Redondos, Sumo, Virus) estaban en lo más alto. ¿Qué vio la gente en Fito que no había en otros artistas de la época?
_Yo me acuerdo cuando Fito decía que Del 63 es un disco adolescente con el que salió a mostrarse al mundo. Canciones frescas del pibe que venía de Rosario. La gente vio eso.
_En el libro aparecen varias entrevistas que tuviste cara a cara con Páez, ¿qué persiste en su esencia y qué cambios apreciaste en su personalidad y su impronta artística con el paso del tiempo?
_Con Fito fuimos amigos en la década del 80 en Rosario, por entonces yo tenía 21 años y él 19, transitábamos el circuito de bares, éramos reos y cargados de una energía por cambiar las cosas del mundo, éramos aprendices de periodismo, de música. Una etapa gloriosa y formadora. De muchas de esas noches de café, cerveza, carlito y faso, de esos recuerdos, salieron los primeros trazos de lo que sería la primera biografía de Páez. Creo que en esencia persisten en Fito su lucidez, sus contradicciones, su creatividad. Hoy no es Fito el Fito que conocí hace treinta años, es obvio. Y está bien que se haya producido una transformación en su vida, que la hace interesante. La última vez que nos vimos fue en el teatro Colón. Esa noche tocaba el maestro Gerardo Gandini. Nos cruzamos en un camarín y nos dimos un abrazo. ¿Qué biógrafo no ha escuchado el malestar del propio biografiado y familiares una vez publicada la biografía? Pero estábamos en el lugar justo para homenajear a Gandini, al que él amaba intensamente y del que yo fui su último productor discográfico.
_La vida después de la vida es el título, pero Muerte a la muerte es el que hubiese elegido Fito. No hay una cosa sin la otra, pero, en verdad, ¿dudaste en ponerle el título que te sugirió? ¿Por qué terminaste eligiendo este?
_Siempre estuve convencido del título, porque tenía un sonido que remitía a la letra de El amor después del amor como un juego lingüístico. La vida después de la vida abarca una línea del tiempo, desde el nacimiento de Fito hasta la publicación del disco Circo beat, que cada vez me gusta más.
_El libro cierra con una cobertura sobre un concierto de los treinta años de El amor después del amor, que es parte de una gira internacional que continuará incluso hasta el año próximo. Dada la vigencia de Páez, a punto de cumplir los sesenta años, ¿podemos decir que estamos ante el cuarto eslabón de ese podio del rock argentino que, citado por Fito en tu libro, integran Litto Nebbia, Charly García y Luis Spinetta?
_Seleccioné la reseña del colega Humphrey Inzillo de la revista Rolling Stone a modo de coda del libro. Creo que esa es una gran síntesis de la actual vida musical de Fito. Quienes hayan estado en el Anfiteatro municipal Humberto de Nito son testigos de eso. Y sí, el cuarto eslabón del rock, sin dudas, lo ocupa Fito. El quinto lugar hay que reservarlo para otro que también es de la provincia de Santa Fe: León Gieco.
Un fragmento de “La vida después de la vida”
Horacio Vargas
Rodolfito fue criado por la abuela paterna, Delia Zulema Ramírez, viuda de Honorio Santiago Páez, a quien el niño llamaría “Belia”; la tía abuela Josefa Páez, soltera y una suerte de hermana de crianza de aquella, a la que el muchacho llamaría “Pepa”, y su papá Rodolfo, empleado jerárquico de la Municipalidad de Rosario. Los cuatro vivirían en una casona de calle Balcarce, entre las calles Santa Fe y San Lorenzo, en el macrocentro rosarino, a una cuadra de la Jefatura de Policía, a metros de la Escuela Normal 2 y las Facultades de Derecho y Ciencias Agrarias.
De su madre hubo un registro musical, una grabación en Radio Nacional Rosario de un concierto contenido en un disco de pasta en 78 RPM. “Yo lo escuché dos o tres veces. Me daba miedo. Era extraordinario, impresionante”, recuerda el hijo, quien lamenta haber perdido el disco en una de sus tantas mudanzas de departamentos y hoteles.
Una foto de Margarita en la pared del living la encuentra vestida de blanco, detiene el sonido del piano vertical. ¿Qué estaría tocando Margarita? ¿Brahms, Liszt, Mozart, Chopin, Schumann, Debussy? El piano alemán Förster que habían tocado las “chicas de la familia” Páez (la abuela Delia, la tía Charito, su madre), el piano familiar, de pared, a la vieja usanza, el piano raro, bordó, exótico, con unos candelabros colocados en la tapa, se transformó un día en un cajón, un mueble más en el living de la casona de calle Balcarce.
Nadie lo abría, nadie lo tocaba.
Hasta que un viernes a la noche, a la hora de la cena, cuando la familia Páez estaba viendo el programa de televisión “El hombre que volvió de la muerte”, un clásico del terror y suspenso protagonizado por Narciso Ibáñez Menta en 1969, el niño Páez decidió pedirle la llave de la cerradura del piano a su abuela Delia. Era como pedir la llave del santo sudario que no se podía ni tocar. La mujer accedió y se la extendió. Fito, el niño, abrió la tapa frontal y antes de que terminara el programa se acercó al televisor, bajó la perilla del volumen y empezó a tocar unos clúster en el teclado: acordes que suelen tocarse con la palma de la mano, el puño o el antebrazo. La familia reunida alrededor del tele quedó impactada y festejó la sorpresa musical del niño de seis años. Era la primera vez que Fito Páez tocaba el piano, era su primera banda sonora sin título, un conjunto de sonidos y ruidos que construyen la tensión de una escena de suspenso, llevado por la inquietud, por la idea de conectar imágenes con música.
Era una casa antigua de la década del 20, popularmente conocida como casa chorizo, con dos ventanales a la calle con pequeños balcones, un zaguán, un pequeño patio con plantas, era también una casa en tecnicolor, cada cuarto tenía un color diferente. En las paredes del living sobresalía el verde entre vitrinas, el piano en un rincón, un espejo gigante, el teléfono negro de Entel, el rojo en la habitación de su padre y el amarillo en el cuarto que compartía Fito con su abuela en el altillo, en cuyas paredes se fijaban afiches y fotos de músicos de rock de la época. Un altillo al que se llegaba a través de una pequeña escalera de metal. Sería el lugar, el espacio, el origen de todo lo que vendrá.
Su padre tenía un cargo importante en el municipio comuna al que destinaba muchas horas de su tiempo. El hijo apela a una imagen cinematográfica para completar la escena paterna: una oficina lúgubre, al fondo de un pasillo interminable, luz mortecina en el ambiente, papeles y carpetas apilados en un escritorio de madera, paredes de un gris opaco. Su padre sentado, leyendo historias, números de legajos. Kafka en Rosario, en su despacho vigilado por el jefe de turno, cuya presencia se esfumaba al ritmo de los cambios políticos en el país; un padre testigo de la llegada y partida de empleados jerárquicos puestos por radicales, liberales, conservadores, dictadores... Él, su hijo, quiere recordarlo con una exageración: como el hombre que sobrevivió a la burocracia siendo amo y señor de la Municipalidad.
Páez, el padre, era en definitiva un melómano doméstico. Llegaba el fin de semana y se llevaba tarea del trabajo a casa, revisaba expedientes en la compañía de su hijo, quien debía cumplir con una práctica religiosa: tomar un LP del estante con pilas de vinilos del living, prender el tocadiscos Ranser e inundar de música esa casa.
Biografía, memorias y una serie
La vida después de la vida (una biografía) tendrá su presentación oficial en Rosario mañana, a las 19, en la Terraza de la Cúpula de Plataforma Lavardén (Sarmiento esquina Mendoza), con entrada libre y gratuita. Para dialogar con el público estarán invitados, además del autor del libro Horacio Vargas, la vicegobernadora de Santa Fe y amiga personal de Fito, Alejandra Rodenas; el ministro de Cultura de la provincia; Jorge Llonch, parte de la la cofradía rockera que integró Páez en los años 80; y Pedro Squillaci, periodista de La Capital y baterista de Neolalia, una de las primeras bandas del autor de 11 y 6. Este lanzamiento se da en un año especial para Páez, ya que en pandemia escribió su biografía Infancia & juventud (Memorias), por Editorial Planeta, y ya se vieron los primeros avances de la biopic que Netflix tiene prevista para 2023.