Hay un pasaje de un cuento de Leo Maslíah que leíamos con un amigo de la facultad y nos hacía arrastrarnos de la risa como lombrices. Se trata de un propietario que va a bajar sus residuos a la calle pero desde la ventana advierte a un hombre hurgando en el contenedor y eso le genera una gran incomodidad. Su malestar es porque acercarse a tirar sus desechos lo enfrenta con su distancia social hacia ese individuo que es pura carencia y al que describe con unas palabras que nos hacían reventar de carcajadas. "A juzgar por su toga de arpillera podía deducirse que el sujeto no estaba precisamente en condiciones de tirar manteca al techo". El cuento se llama "La bolsa de basura".
La niñera de mi hijo es una chica de 20 años que parece indiferente al rigor invernal y está siempre en remera. Otro de sus rasgos es hablar apenas lo necesario y con mucha corrección. Por eso esta mañana me llamó la atención cuando entró con una campera para nieve con capucha, guantes y un pañuelo que le daba dos vueltas a la cabeza. Viéndola así inusualmente emponchada le pregunté si se había terminado su verano emocional. "Hace un frío de cagarse", me dijo.
Ayer habíamos hablado con mi mamá del impresionante nivel de indigencia que se ve en la calle. Era porque estábamos comiendo un incrustado de berenjena con salmón que hacen en una pescadería de su barrio. Era una exquisitez que había salido unos cuantos billetes lo que supongo nos hacía sentir un pelín culpables. Yo le recordé cómo me había marcado cuando tenía unos 8 años que mi viejo contaba sobre unos documentales de la Alemania del final de la Segunda Guerra que mostraban gente comiendo de la basura. Era 1975. En Argentina no había cambiado aún el patrón de acumulación basado más fuertemente en una matriz industrial de alto empleo que en el sector financiero. Cuando la dictadura militar garantizó este modelo las cosas empezaron a modificarse con una sucesión de crisis muy notorias en el nivel de empleo y en la distribución de la renta. Hoy ver gente revolviendo y llevándose a la boca cosas que saca de la basura da para hacer aquí documentales todos los días.
Estaba leyendo en el bar sentado al lado de la ventana y escuché a unos vecinos de mesa. Cuchicheaban lamentando la escena de "ese pobre tipo, con este frío". A través de un cantero con flores capté una figura envuelta en el medio de un enorme bulto de trapos. Era un hombre con un carro en el que todas sus posesiones parecían acumularse. Se veía asomar un colchón, una cobija, un bidón, un rollo de cinta aluminizada, unos bolsos, dos botellones. Al rato me crucé para verlo mejor porque estaba de pie plantado en la ochava sin moverse. Traté de no llamar la atención. Tenía los dedos envueltos en cinta adhesiva y la cara tapada con tiras de lana agarradas con bandas que dejaban al descubierto ojos, nariz y boca.
El libro que estoy leyendo ahora me lo pasó una compañera porque los dos somos locos del incendiario y muy inglés sentido del humor del autor. En resumen apurado se trata de una mujer en colapso con la hilaridad agresiva de su imbancable marido, hasta que una circunstancia imprevista le modifica el carácter a él, y esa causticidad despedazante se vuelve pura comprensión por los demás a los que antes destruía. Ese cambio desarma por completo a todos los que lo conocían, que empiezan a pensar que está pirado. El tipo se llama David y se le ocurre empezar a ayudar a todo el mundo. De golpe David piensa que es insoportable que en una zona residencial de Londres como su cuadra haya gente durmiendo en la calle. Organiza entonces una fiesta en su casa con el propósito inefable de pedir a sus vecinos que al que le sobre un cuarto cobije a alguno de los que están en la vereda y no tienen nada.
Naturalmente lo toman por lunático. Pero se produce una situación incómoda de esas que fascinan a los humoristas ingleses, que es poner de un saque sobre la mesa algo muy perturbador, esas cosas que aunque estén rabiosamente a simple vista nos permiten vivir a condición de que no les demos ninguna atención. Esas cosas que si dejan de negarse son una patada en la cara.
El libro tiene varios años, es de Nick Hornby y se llama "Cómo ser buenos". Cuando a través de la ventana del bar apareció en su carro el hombre de los bultos yo estaba justo en un párrafo en el que David les dice a sus vecinos lo que pensó al darle 50 peniques a un chico tapado con una frazada al lado de un cajero automático. "Cuando vaya de nuevo al cajero seguirá sentado ahí y mis 50 peniques no habrán servido para nada porque no son más que 50 peniques, pero si le diera diez veces más sería lo mismo, porque no serían más que cinco libras. Y odio verlo allí sentado. Creo que todos odiamos verlo allí sentado. Si se paran a pensar en ello diez segundos, verán que casi podrán imaginar lo horrible que debe ser dormir en el frío, mendigar unas monedas, recibir la lluvia de lleno, los insultos de la gente..."
Releo este texto. Parece una construcción sensiblera y fingida. Pero estas cosas pasan. Y justo estaba en ese pasaje cuando en el demente frío mañanero apareció el hombre con su carro. No tengo ninguna solución, no voy a hacer una proclama política, no voy a explayarme sobre cómo aumentó la pobreza en la ciudad y en el país. Solo escribir estas palabras e irme a casa.