Una interesante miniserie televisiva alemana de varios años atrás reflejaba con claridad el inútil sacrificio de cinco jóvenes berlineses, en 1941, que se despedían alegremente bailando en un bar antes de partir al frente de combate. Se prometían volver a verse pronto y en el mismo lugar en pocos meses cuando creían que la guerra terminaría. Pero recién en mayo de 1945, derrotado el criminal nazifascismo, pudieron reunirse solo los pocos que habían sobrevivido a esos largos años de horror. En el mismo bar, pero semidestruido, brindaron por la suerte de estar vivos. El título original de la serie es “Unsere mütter, unsere väter" (Nuestras madres, nuestros padres), pero para el público hispanoparlante se lo tradujo como “Hijos del Tercer Reich”.
El desprecio por la vida es una miseria de la condición humana que se repite a lo largo de la historia. Hoy se advierte con claridad en la guerra en Europa del este y en otros conflictos armados alrededor del planeta que no tienen tanta prensa pero que son igualmente devastadores. La vida, pese al formidable avance de la civilización en todos los campos, parece no estar dimensionada como premisa suprema.
En Rosario, salvando las distancias de tiempo y dimensión con otras realidades aún más terribles, el crimen organizado vinculado mayormente al narcotráfico, pero también al delito común, está destruyendo familias todos los días. No hay sector social ni zona de la ciudad que quede al margen del azote inédito de violencia que deriva en diarios asesinatos y robos violentos.
Desde hace años, los especialistas en seguridad formulan diversas hipótesis sobre el origen del problema y arriesgan soluciones teóricas que no han contribuido en nada a contener una situación que, lejos de atenuarse, va camino al descontrol.
Sin duda que hay factores particulares concurrentes que se conjugan en esta ciudad que han permitido el desarrollo de la actual situación. Rosario es parte de un país donde en ninguna otra región se repite este fenómeno, al menos de la misma magnitud.
¿Es responsabilidad de una parte de las fuerzas de seguridad infiltradas por el narcotráfico? ¿Es responsabilidad de una Justicia que no alcanza? ¿Es responsabilidad de todos los gobiernos de las últimas décadas que no han sabido cómo enfrentar la situación y la subestimaron?
Es cierto que para resolver un conflicto es necesario conocer su origen, pero mientras se teoriza sobre la génesis del baño de sangre que inunda a la ciudad se pierde un tiempo valioso para enfrentarlo.
Lo que sucede en Rosario ya no es materia exclusivamente local sino que involucra al poder federal, que más allá de las promesas de acudir en auxilio de la ciudad y la provincia no contribuye en absoluto a frenar las muertes cotidianas a las que los rosarinos hemos naturalizado. El gobernador y el intendente se trajeron el lunes pasado una nueva promesa (ya van varias) del envío de tropas de Gendarmería a la ciudad. ¿Es suficiente?
Ya nada sorprende: niños baleados en medio de ajustes entre narcos que combaten por su territorio, asesinatos para robar autos, entraderas, balaceras como método de extorsión mafioso y motociclistas rondando a gran velocidad para encontrar incautos con celulares en la mano son un panorama habitual. ¿Cómo se puede seguir viviendo de esta manera?
Estas líneas, lejos de ser un análisis sobre la inseguridad, materia de los expertos y los periodistas especializados, son solo una descripción apenas superficial del fenómeno que tiñe a una sociedad atemorizada por la violencia.
Se podrían hacer balances científicos, intelectuales, hasta filosóficos, de las causas de esta problemática, cruzada también por la política. Pero ninguna señal asoma en el horizonte como un freno necesario a tamaña tragedia.
¿Y entonces, queda sólo la resignación y la esperanza de que nuestros hijos, familiares y amigos tengan la fortuna de no ser alcanzados por la ola criminal? Una lotería cotidiana de vivir o morir.
El Estado nacional tiene la responsabilidad de asistir a la ciudad y a la provincia a controlar la situación y revalorizar la vida como factor esencial de la existencia. No hay nada por encima. “Quien salva una vida, salva al mundo entero”, dice un sabio proverbio bíblico.