Leer objetivamente la obra de quien se conoce es una tarea injusta.
Por Alejandra Rey
Leer objetivamente la obra de quien se conoce es una tarea injusta.
Muy poco noble.
Injusto.
¿Y si resulta que no está a la altura? ¿Habría que avisar?
Temblaba cuando Nadie me llevará flores llegó a mis manos y temblaba cuando terminé de leerlo.
¿Aclaro que Andrea Centeno, su autora, es brillante?
Aclaro, sí, porque esta novela es su ópera prima masiva, editada en México (por ahora, se puede comprar en el ciberespacio; pronto, en papel) por Literálika, y logra que el lector se traslade a una infancia de olores –la de cada uno-, la juventud de deshoras, los amores, la muerte, la orfandad y la angustia ¿de ser?
Ella, Centeno o Selva, la protagonista, se mete en el mundo de la maternidad perdida, de la madre que no puede ser y explora la angustia femenina negada o la nueva feminidad permitida ahora, pero no cuando aborto, sexo, orgasmos eran una condena. Ella, la relatora, se mete en todos los entresijos que molestan –pobres, aristocráticos, desigualdad, ser mujer y padecerlo, sexualidades diversas, locura, homicidios- y sale airosa, filosóficamente triunfante contando, para felicidad del lector, todo lo que eso cuesta y cómo se paga.
Centeno, periodista que desde 2005 vive en San Pablo, Brasil, porque el amor la arrastró a esas tierras, cuenta en este libro una historia desgarradora donde la primera persona está presente (como en esta nota, cosa que no debería suceder) y la vida de los otros transcurre frente a sus ojos sin que ella pueda detenerla.
Así escribe esta nicoleña adoradora de Rosario, exredactora de La Capital (ver aparte), madre de dos bellas muchachitas, egresada de Letras en la UNR y precisa como un hachazo a la hora de poner adjetivos.
“Porque la vi en mí, pero sobre todo me vi en ella. Aquella tarde en que nos conocimos, las dos solas en medio de un calor abrasador y una sala horrible de una comisaría, como imagino que son todas, las dos mirándonos, las dos que habíamos perdido algo, que parecíamos no tener mucho más en el mundo que lo que teníamos allí. No tengo ningún pariente vivo en el mundo entero y la tarde que conocí a Irene venía de hacer los trámites para que me enviaran las cenizas de mi papá, a cuyo funeral no fui, para juntarlas con las de mi mamá, que murió unas semanas antes y sí fui al funeral. Fue en el de ella que decidí que no volvería a otro funeral de la familia. Y el único que restaba vivo era mi papá. Y peor, hacía unos días que mi novio, un flaco maravilloso, brasileño y llamado Vinícius, que vino a Buenos Aires solo para vivir conmigo, me había dicho que quiere tener hijos conmigo. Pero yo no puedo tenerlos. Y por eso, y porque no tengo a nadie en el mundo que lleve mi misma sangre, es que ando la vida sintiéndome un punto final”.
En la redacción del diario La Nación, donde también trabajó, asombraba por sus ojos negros y la tremenda concentración con la que escribía. Dice que era insegura, aunque por el resultado de sus crónicas lo dudamos. Ella ríe, yo río y pienso en su obsesiva dedicación.
Que todavía padece.
-Debe de ser muy triste pensar que nadie me llevará flores. ¿De dónde surge tanta tristeza, la misma que se transita al leer tu novela?
—La verdad es que no lo pensé como una historia triste, sino más bien como una de encuentros o aceptaciones de lo que a cada una nos toca transitar y sobre cómo sobrellevarlo de la mejor manera posible. Algo así como, al final o en el tránsito hacia algún final, una se encuentra en el medio de escenas que alegran, que pueden herir pero que no nos matan, conflictos que acaban, aunque no siempre del modo en que nos gustaría que acabasen. Un mensaje esperanzador (se ríe) sin caer en un párrafo de autoayuda. Cuando empecé a escribir la novela se me ocurrieron otros títulos que iban cambiando en mi cabeza, y los anotaba, a medida que la escribía. El de Nadie me llevará flores apareció cuando ya la había terminado, en una de las últimas leídas.
-Hay varios temas que se repiten en su escritura: muerte, orfandad, orgasmos, locura, personajes torturados y postergados. ¿Cuánto de autobiógrafico hay?
-¡Qué difícil! Tendría que psicoanalizarme en público. De todo eso, lo único que podría ser autobiográfico es que mi mamá y mi papá murieron, pero cuando empecé a escribirla ellos todavía estaban vivos. Entonces, esas ausencias podrían ser una coincidencia. No estoy loca, por lo menos no oficialmente. Podrían ser los orgasmos, no sé… Antonio Muñoz Molina dijo alguna vez algo así como que inventar y recordar se confunden entre sí. Y creo que a muchos de quienes escribimos nos pasa algunas veces eso, al elegir el nombre de un personaje y después darse cuenta de que ya conocíamos a alguien que se llama igual y que se le parece, o un lugar, algún detalle que te suena de momentos anteriores. Pero sinceramente no creo que Nadie me llevará flores tenga grandes cosas autobiográficas. Definitivamente no es sobre mí ni sobre cosas que me hayan pasado. Ahora está muy de moda la autoficción, un término inventado por el escritor francés Serge Doubrovsky en los 70, pero es un estilo que no elegiría. No todo lo que nos pasa es interesante para otro decía Abelardo Castillo y tenía razón. Mi vida es mi vida, lo que sale de mi imaginación y queda escrito es ficción.
-¿Qué es la locura para vos? ¿Le tenés miedo? ¿Y la maternidad? ¿La muerte? ¿A qué le temés?
-La locura es algo que me puede pasar, que nos pasa. Usamos frases como “estoy loca por conocer tal o cual lugar”, “me dejó loca con esos argumentos” y cosas así. La locura, coloquialmente hablando, no es algo necesariamente malo, es un estado, un momento, por el que todos atravesamos, aunque sea en un instante. No me asusta. La maternidad tampoco me asusta, tengo dos hijas y ser madre es definitivamente lo más maravilloso que me pasó. Ahí tenés, amo a mis hijas con locura. Y soy feliz por eso. La muerte es también algo que nos pasará ineludiblemente, más que la locura. Nadie se salva de la muerte. No le tengo miedo a la muerte propia, sí a la de la gente que quiero. Le tengo miedo a sufrir por el sufrimiento de los demás, como cualquiera. A no poder expresarme a no llevar al papel, a la compu en este caso, lo que quiero decir.
-Hablame más de Irene y de Selva (N de la R: Selva es la protagonista que narra en primera persona). ¿En qué punto se encuentran? Irene tiene una patología. ¿Y Selva?
-Sí, Irene fue diagnosticada como epiléptica sin convulsiones en la adolescencia y así vive su vida adulta, con ese diagnóstico médico que la arrinconó en el estante de los enfermos mentales y del que no puede salir. Selva, que es la huérfana, sin parientes y sin descendencia, ni posibilidad de tenerla, transita sus días como puede, intentando pasarla lo mejor posible, de llegar a algún destino así, con su carga que, en la novela, lleva en la cartera. La enfermedad mental. que es un hecho en una, es una amenaza en la otra. Hasta que se cruzan casualmente y cada una de las dos se ve reflejada en la otra. Creo que Irene ve en Selva la libertad, la posibilidad de elección y de pararse frente a la vida con eso de “soy responsable y me la banco”, y Selva, en cambio, ve en Irene la pasión, ese no pensar a la hora de actuar, la inconsciencia que viene a reemplazar, o a disimular, sus inseguridades. Es en lo que a cada una le falta, y a la otra le sobra, el punto en el que se encuentran. Son como dos imágenes de un espejo no fiel. Lo de Irene sí es una patología, por lo menos así fue dicho en la historia de la novela, ya el devenir de Selva es apenas la búsqueda por un equilibrio en la cotidianidad de una chica de clase media sin sobresaltos y con algunas carencias.
-¿Cómo fue el proceso de escritura? ¿Cómo se te ocurrió el argumento? Es notable el camino que hiciste desde lo periodístico a lo literario: ¿cómo fue?
-El proceso de escritura es una de las tramas de los últimos años de mi vida, eso sí, y fusiona lo periodístico con lo literario, porque al final, o desde el inicio, yo soy periodista. Yo siempre quise escribir ficción, pero tenía que comer, pagar las cuentas y todo lo demás, entonces soy periodista. No podría vivir económicamente sin serlo. Trabajo en redacciones de diarios desde los 16. Y en una de esas redacciones entrevisté a una mujer que estaba catalogada como epiléptica sin convulsiones, fue en Rosario, justamente. Esta mujer había asesinado a una compañera con la tapa de una olla. Cuando la entrevisté, lo primero que me dijo, fue: “A la vieja la maté por amor”. Me acuerdo de que la tapa del diario fue la entrevista que le hice a ella, porque había un asesinato en el medio, y esa frase. Era el título de la nota. Y todos los medios hablaban en ese momento de “la loca”. Yo había estado con esa “loca” a solas y me dejó esa marca de querer ir más allá. Muchas veces en la rutina del periodismo acabamos escribiendo como máquinas, en piloto automático. Pero afortunadamente están esas otras veces, que no son pocas, en las que entrevistamos a alguien, cubrimos una nota, leemos alguna que escribió un colega que nos desencadena muchas cosas. Ese fue el caso con aquella mujer. Y creo que ahí es cuando sentimos la felicidad de hacer periodismo. Muchos periodistas somos felices cuando somos conmovidos, sea para un lado o para otro. Bueno, escribí un primer borrador solo con esa frase, sin planear adonde quería llegar, dejando que los personajes avanzaran y retrocedieran casi por sí mismos, y lo guardé en un cajón. Años después, cuando trabajaba en La Nación, entrevisté a Rosa Montero y le di el borrador, el único que tenía, y al día siguiente ella me dijo que le parecía una novela magnífica. Yo me morí de emoción. Tengo guardada las cartas que me escribió sobre la novela, que también seguí guardando en el mismo cajón, pensando en otra cosa, escribiendo otras cosas en casa y trabajando en una redacción. Hasta que en la pandemia Rosa comenzó a hacer streamings por Facebook, eran estupendos, ella proponía cosas y cientos de personas escribíamos. Así publicamos un libro de cuentos con quienes participábamos de esos streamings, un libro que se llama En Cuentos con Rosa, que fue publicado en México por Literálika, y que tiene dos tomos con 168 cuentos. Fui editora, junto con otros compañeros con los que no nos conocemos personalmente, de uno de los tomos, Carmín, que tiene 87 cuentos. Editamos los 87 cuentos, hablaba con Rosa por esto muy seguido y surgió así el tema de la novela guardada. Rescaté aquel viejo manuscrito, lo edité, reescribí partes, le agregué los capítulos de Brasil, lo trabajé, lo “esculpí”, como aconsejó Rosa, y por fin se llamó Nadie me llevará flores. El camino de lo periodístico a lo literario fue simple, natural diría, porque siempre quise escribir ficción y la pandemia, el encierro, me dio el tiempo y la oportunidad para hacerlo. En periodismo una tiene que ser lo más fiel posible a los hechos concretos. En ficción, todo lo contrario, podés partir de un hecho concreto o inventado y viajar. Escribir es lo más parecido a la libertad profunda.
-Muerte, sexo y locura es la constante en este libro. ¿Son temas que ya existen en tu obra editada o inédita?
-No, no existen, pero sí es verdad que escribo bastante sobre situaciones que rozan la locura y poco sobre sexo. Tengo un libro de cuentos sobre gente “anormal” para los parámetros de normalidad aceptados socialmente. Hace unas semanas, hablando por Facebook con la editora de una antología de cuentos que acaba de salir en México, que se llama Destejiendo heridas y está dirigida por una genia de las letras mexicanas que es Liliana Blum, caí en la cuenta de que en muchos de mis cuentos hay hijos: que no se tuvieron, que no se deseaban, que no pueden tenerse, que se pretenden o que se abortan. Me di cuenta de que hay mucho de maternidad frustrada, deseada o interrumpida en lo que escribo, pero definitivamente no me pasa fuera de la página en blanco. Soy diferente a lo que escribo, aunque sin duda hay mucho de mí en lo que imagino.
-Vivís en San Pablo, un polo cultural maravilloso. ¿Qué aprendiste de ese mundo? ¿Qué nos podés contar de los movimientos culturales paulistas en tiempos de derecha?
-Vivo en San Pablo hace 17 años, pensé que solo iban a ser uno o dos, pero ahora creo que ya no me voy más. Aprendí bastante, sobre todo aprendí a no tener prejuicios, a no decir eso no me gusta sin siquiera saber de qué se trata. Quiero decir, lo veo, lo conozco, me empapo y después decido si me gusta o no, aunque sea totalmente ajeno a lo que haya aprendido de chica, aunque sea externo a mi cultura genética, por llamarla de alguna forma. Aprendí a amar a Clarice Lispector, por ejemplo, leyéndola en portugués sin entender nada al principio, insistiendo e insistiendo hasta poder comprenderla en todo su idioma original. Sé que también la amaría si la leyera en Buenos Aires o en Rosario y en español, pero me gusta creer que me siento más cerca solo por leerla en San Pablo. Me encanta el desparpajo de Rita Lee, entender absolutamente todo lo que canta Caetano en su tierra. Aprendí a extrañar muchísimo más y a poder vivir con ese extrañar. ¡Extraño tanto a Charly García! Eso me costó mucho, eso de entrar en un bar y que él no sonara; no entender nada, al principio, de lo que hablan las personas que caminan a mi lado por la calle. Aprendí a vivir como extranjera, a sentirme sapo de otro pozo a veces, pero al final tiene su encanto, también a veces. Me sorprendió todo el movimiento de teatro para chicos que había hace 17, 15 años, la oferta inmensa y de muy buena calidad. Aprendí portugués viendo teatro infantil, leyendo a Jorge Amado o a Clarice. Justo este año, en 2022, se cumplen cien años de la semana de Arte Moderna que cambió la historia cultural de Brasil y Brasil, sobre todo San Pablo, se prepara desde el año pasado para conmemorarla. En tiempos de derecha es una mierda escuchar la tele, las opiniones del presidente y de algunos otros pocos con poder y espacio en los medios, pero el arte y la cultura siguen colándose con fuerza por cada grieta y se imponen. La derecha es una bosta, acá y en la luna, me imagino. San Pablo tiene una movida cultural inmensa, el arte está por todos lados, en las paredes, en los semáforos, dentro y fuera de los museos. Hay grandes artistas, algunos reconocidos, otros anónimos. Aprendí que hay que seguir aprendiendo, siempre.
-¿Alguna de tus hija dos leyó tu libro? ¿Han leído alguna otra cosa de tu literatura?
—Sí, Lena, que es mi hija más grande, me lee a veces. Leyó Nadie me llevará flores y dice que le gustó mucho. La leyó después de publicada, no cuando todavía era un borrador. Fue muy lindo eso de verla leyéndome, discutir sobre los personajes o lo que iba a pasar o lo que ella cree que era mejor que hubiera pasado. Ella también escribe y me llena de felicidad compartir ese espacio entre las dos. Leernos, criticarnos, sugerir lo que creemos que es mejor para la otra. Es una complicidad filial que me hace feliz. Imagino que es la que un padre debe de sentir cuando comparte un taller mecánico con su hijo y hablan de tal o cual bobina o cuando los dos son médicos y se cuentan las patologías en la cena. Mi gran espacio único con Lena está en la literatura, en lo que leemos y en lo que escribimos. Olivia, mi otra hija, no lee lo que escribo por dos razones: es todavía muy chica y siempre prefiere a Harry Potter.
-En la Argentina fuiste una sagaz cronista política... ¿En qué Latinoamérica estamos viviendo? ¿Describirías este mundo como fecundo para lo cultural o lo vivís como una decadencia?
-Jajaja, eso de sagaz corre por tu cuenta. Sí, hice crónicas políticas durante mucho tiempo y nunca había planeado eso para mí. Si cuando empecé la facultad en Rosario me preguntaban qué quería hacer, jamás hubiera dicho cronista de política, yo solo quería hacer crónicas de gente común, crónicas de anónimos o de casos bien alejados de la política. Es verdad que pude elegir de qué trabajar, o pude trabajar de lo que había estudiado, y eso es buenísimo, un privilegio; pero no se puede elegir todo, menos los temas en una redacción. A mí me mandaron a política, no a información general o a cultura. Y aprendí y miento si digo que no lo disfruté. Me gustó y viví cosas importantes y grandiosas con eso. Por suerte, después pude hacer esas crónicas que quería en la revista Gatopardo. ¿Ves? Creo que solo quería hacer eso en un principio. Y al final, ese vínculo con México se hizo fuerte, hice lo que me gustaba en Gatopardo y todo lo que publiqué es en México. Me encantan los mexicanos, admiro a muchas mexicanas y esa relación, creo, fue posible entre otras cosas por el hecho de vivir lejos de mi país. Creo que estamos viviendo en una Latinoamérica que a veces pierde el rumbo, pero que generalmente lo recupera. Que Bolsonaro haya sido elegido en Brasil es explicable, lamentablemente, pero es sobre todo imperdonable. Es el fondo de la decadencia. Se explica su elección si se consideran las grandes mentiras difundidas por grandes medios de comunicación, como la cadena Globo, el poder de los pastores evangelistas, ciertos grupos empresarios. Hubo engaño colectivo, lo que es imperdonable es lo que hizo y sigue haciendo, es repugnante que todavía haya casi un 30 por ciento de brasileros con el voto cautivo y que lo defiendan. Menos mal que los chilenos se dieron cuenta en la segunda vuelta y no le dieron espacio a la ultraderecha. Puede que sea fecundo en algún sentido, por la cultura contrahegemónica, pero sería más fecundo con libertad. Yo creo que la derecha y las ideas que defienden son decadentes, pero es verdad que también hay artistas de derecha. Hay un caso paradigmático en Brasil, el de Romero Brito, que entre otras cosas pintó un retrato de Bolsonaro, luego se jactó de que el presidente “gustó mucho del cuadro”. Indignante, es un granito de arena, pero ese día descolgué y tiré a la basura un cuadrito con una lámina de él. Ojalá que estos retrógrados se acaben pronto, como la dictadura, como deseamos que pase con el patriarcado.
-El Brasil de Bolsonaro tiene espacio para la vanguardia. Y si es así ¿en qué se manifiesta?
-Sí, lo tiene aunque combatido desde el gobierno. La elección de Bolsonaro significó un retroceso histórico para todas las expresiones artísticas, sobre todo porque existe una agenda fundamentalista evangelista, de costumbres, en las que se criminalizaron obras de arte y especialmente a artistas, a los que se los acusó erróneamente de recibir dinero del Estado para actuar. Y Bolsonaro también vino a cortarles eso a los artistas, vistos como vagos, toda una cosmovisión de la dictadura de los años 70. Aliado del agronegocio sojero, Bolsonaro está identificado con el movimiento sertanejo, los cantantes de un estilo identificado con el productor rural millonario que dominan a fuerza de dinero el propio mundo rural, la industria de la divulgación musical. El sertanejo es lo más escuchado en Brasil y eso marca un poco el signo de la época. Claro que del lado de acá quedaron los grandes colosos de la cultura brasileña, como Fernanda Montenegro, Caetano Veloso, Gilberto Gil y dentro de la literatura personajes como Milton Hatoum, que es precisamente de la región amazónica. Por suerte, felizmente como dicen los brasileños, hay manifestaciones de teatro alternativo, hay un circuito muy importante de arte no comercial y de muy buena calidad, hay expresiones callejeras. Creo que una gran manifestación cultural popular es el carnaval callejero que en Brasil sigue más vivo que nunca, aunque este año no habrá por el Ómicron.
-La derecha está ganando en el mundo, un mundo que parece no aprender de sus errores, ¿cuál es el panorama para el futuro? ¿Qué dicen de este mundo tus hijas, que son muy jóvenes?
-Sí, el avance de la derecha es trágico. Pero también son trágicos los extremismos de izquierda. Lo desesperanzador es que hay casos en el que el árbol no deja ver al bosque. Si hay que elegir entre derecha e izquierda, yo me quedo en la izquierda, pero cualquier totalitarismo es malo, venga desde donde venga. Lástima que haya que golpearse mucho para aprender, pero seguramente un día la lección será aprendida. Esperemos que nada sea definitivo. Lena, mi hija más grande, lamenta el gobierno del país en el que crece, se enoja porque el espacio sea cada vez más chico para las artes, para los pobres, las mujeres, el trabajador, porque todavía se trata a los negros como una minoría cuando son más del 50 por ciento de la población, pero resiste, como todos. Antes del coronavirus solíamos ir juntas a las marchas en defensa de la calidad de la educación pública. Supongo que vamos a volver cuando el virus nos deje. No soy capaz de arriesgar cual es el panorama, solo sé que en algunos casos se está tan mal que solo resta la esperanza de mejorar. Me quedo con el deseo de que cambie para mejor, tenemos el arma del voto, solo nos resta hacer buenas elecciones mientras seguimos resistiendo.