La noción de intelectual tiene una historia, una historia que se desarrolló en
diferentes contextos sociales, culturales y políticos, y América Latina fue uno de ellos. Tampoco
aquí brotó de golpe, sin progenitores ni tradiciones. El hecho de que no contemos con una historia
general de estos grupos en nuestros países no significa que no se haya hablado y escrito sobre
ellos, sobre su papel en el pasado y su misión en el presente. Por el contrario, en torno de estas
cuestiones se han construido varias genealogías que proporcionaron modelos e imágenes duraderos
para la identificación de los intelectuales.
Al menos hasta mediados del siglo xx, la concepción del hombre de letras como
apóstol secular, educador del pueblo o de la nación, fue seguramente el más poderoso de esos
modelos que se encarnaban en ejemplos dignos de admirar como de imitar. El prototipo se forjó en la
cultura de la ilustración y les proporcionó a nuestros ilustrados una imagen de su papel social. El
discurso americanista se entretejió tempranamente con esa representación de los hombres de saber y
en el panteón de las personalidades del continente añadió, junto a los héroes de la emancipación
—los Libertadores—, a los héroes del pensamiento. A veces, como en este pasaje de Pedro
Henríquez Ureña, los héroes de la palabra alcanzaban en ese panteón un lugar más elevado que los
hombres de acción:
La barbarie tuvo consigo largo tiempo la fuerza de la espada; pero el espíritu
la venció, en empeño como de milagro. Por eso hombres magistrales como Sarmiento, como Alberdi,
como Bello, como Hostos, son verdaderos creadores o salvadores de pueblos, a veces más que los
libertadores de la independencia.
Al hablar de americanismo nos referimos a la empresa intelectual de estudio y
erudición destinada a indagar, valorizar y promover la originalidad de América Latina, tal como se
la podía descubrir en su literatura y en los legados de su historia cultural. La oda Alocución a la
Poesía, de Andrés Bello, aparecida en Londres en 1823, suele ser citada como acta de nacimiento del
americanismo, una tradición en que se inscriben los nombres de José María Torres Caicedo en
Colombia, el de Juan María Gutiérrez en la Argentina, y a la que el uruguayo José Enrique Rodó va a
conferir sentido militante. En el siglo xx, la continuación y el cuidado de esta empresa tuvieron
sus grandes nombres en Pedro Henríquez Ureña, Mariano Picón Salas y Alfonso Reyes. La vocación del
americanismo no era conservadora. Se lo concebía como parte de una promesa utópica, la "utopía de
América", que buscaba en el pasado no sólo valores a salvar del olvido, sino también los elementos
que anunciaban su independencia intelectual o preparaban lo que debía ser su originalidad moderna.
El agente por excelencia de esa obra era la "inteligencia americana", como llama Rodó —y
Reyes después— al cuerpo ideal de las minorías ilustradas, investidas de la misión de ofrecer
luz y guía en un continente vasto, tumultuoso y rudo, inhospitalario para el espíritu. Ellas debían
operar la síntesis entre la cultura europea y la realidad natural y cultural de América.
La representación del hombre de letras como apóstol y visionario, que honra a su
país con sus obras y lo inspira con su pensamiento y su acción cívica, cristalizó muy
tempranamente. Se la encuentra ya bajo la pluma de Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi en el
Río de la Plata. La imagen se convirtió en un paradigma influyente a la hora de evocar a los
escritores y los pensadores de América Latina, al menos a los considerados mentores y guías, a los
considerados Maestros. El modelo sirvió igualmente como criterio valorativo para juzgar y
eventualmente condenar a quienes no estuvieran o no hubieran estado a la altura de su papel. Fue lo
que hizo el escritor e ideólogo aprista Luis Alberto Sánchez, que en los años treinta entabló un
proceso a la literatura modernista y sobre todo a los intelectuales que llama "arielistas" por su
identificación con el credo idealista de Rodó: "Los arielistas tuvieron lo que en Rodó habría sido
deseable: poder. Nuestros gobiernos indoamericanos están plenos de mandarines arielistas, que
constituyen una clase cerrada de monopolizadores del saber". En Balance y liquidación del
Novecientos (1940), Sánchez amplió el dictamen. ¿Qué les reprocha a los modernistas en este libro
polémico, un tanto repetitivo y apresurado en las generalizaciones, aunque también lleno de ideas y
de observaciones agudas? Inconsecuencia entre la palabra y la acción, el haber sido claudicantes
ante los poderosos, y también su esteticismo, su horror a las muchedumbres, su desconfianza de la
democracia, su europeísmo. Al elenco de los intelectuales desertores Sánchez opondría otro, el de
los que consideraba verdaderos Maestros, denominados también como Maestros de la Juventud porque el
movimiento de la Reforma Universitaria los había tenido como guías: Alejandro Korn y José
Ingenieros, Emilio Frugoni y José Vasconcelos, entre otros.
No es necesario desconocer la gran obra que muchos estudiosos llevaron adelante
bajo el signo del americanismo, para admitir que la imagen de los intelectuales como grupo
entregado a la salvación cultural de sus pueblos, idealización que iba asociada con la noción de
"inteligencia americana", ya no corresponde a nuestras exigencias de conocimiento histórico. El
punto de vista preceptivo en la consideración de los intelectuales ha tenido más de una versión,
pero cualquiera de ellas alienta un discurso edificante, no sólo cuando se despliega como elogio,
sino también cuando tiene como propósito la reprobación. Como lo muestra el libro de Sánchez
mencionado: el panteón puede ser revisado, pueden quitarse algunas figuras o añadirse otras, pero
sin romper con la concepción normativa, que en cualquiera de sus versiones gira en torno del valor
sagrado de una misión intramundana. No se trata, en suma, de invertir el relato épico para
alimentar el género historiográfico opuesto, el de la desacreditación de los intelectuales. El
desafío de concebir actualmente una historia de los intelectuales latinoamericanos tiene como
primera exigencia salir de esta problemática, que se halla tan arraigada, y buscar otros ángulos de
visión para elaborar los temas y los problemas de una historia más terrenal de estos grupos y sus
figuras.