En su discurso a espaldas del Congreso de la Nación, el presidente electo Javier Milei demostró que no pasaría el más elemental examen de historia. Ha estudiado de memoria una receta que recurrentemente ha fracasado, como sabe cualquiera que haya vivido unos cuantos años en este país, o que tenga la mínima información. Sucede que el sector al que ideológicamente representa Milei desprecia el pasado, porque lo asocia al fracaso, y a la vez considera que enseñar historia es hacer ideologismo, adoctrinar. Sólo por eso un presidente electo democráticamente puede sostener una mirada tan unilateral sobre nuestra historia.
Al pasado se le puede hacer decir cualquier cosa. Así, el actual gobierno está aplicando una serie de herramientas económicas que, con variantes, puede encontrarse a lo largo de todo el siglo XX argentino. En su retórica el presidente “congeló” la prosperidad argentina en la presidencia de Julio A. Roca. Desde entonces, todo ha sido para peor. La decadencia argentina, desde esa perspectiva, se explica por el desarrollo de los dos grandes partidos de masas de la historia argentina (el radicalismo y el peronismo) y la ampliación de derechos a lo largo de todo el siglo XX. De forma gruesa, hoy directamente los califican como “populismos”. Pero esa mirada, a la que el presidente electo adscribe, omite la forma con las que esas fuerzas políticas populares fueron enfrentadas: mediante golpes militares (en 1930, 1955 y 1976) y represión. Así, tampoco deben dar explicaciones por el fracaso de las políticas económicas que se implementaron a partir de esos asaltos a la Constitución. Milei ofrece una mirada sobre la historia nacional que no se pregunta, o no sabe, que si los últimos cien años han deteriorado distintas variables del país, eso se debe a los programas de ajuste y estabilización. Ajustes que nos han empobrecido, y que además siempre se sostuvieron en represión y muertos. Revisar el pasado no importa porque Javier Milei ha encontrado la épica de su tarea en una visión religiosa, lo que vuelve todo más peligroso aún. Del “Síganme que no los voy a defraudar” menemista pasamos a que no importa el número de los soldados, sino “las fuerzas del cielo”. Milei es funcional a sectores dominantes que están congelados en su odio de clase y su racismo, y que se encuentran ahora con alguien que ha logrado construir una alternativa popular de derecha que llegó democráticamente al poder, que se sostiene en una retórica religiosa y refundacional y cuyos dos primeros mensajes a la población han sido un brutal ajuste y la amenaza de la represión para sostenerlo.
Cualquiera que sepa historia sabe que esas políticas ya se han puesto en práctica y han fracasado. Pero el presidente no sabe historia, o elige ignorarla, pues en realidad entronca su tarea en una misión divina.
Por eso hoy más que nunca hay que estudiar y enseñar historia. Puede parecer una huida al confort de la propia biblioteca, un remedio para melancólicos ante la crudeza del presente. Pero en realidad, “estudiar más historia que nunca” es una convocatoria a pensar de qué modo proponemos una alternativa superadora de una receta económica y política ya aplicada en nuestro país: el ajuste sobre las inmensas mayorías populares, el beneficio a los sectores concentrados de poder económico, garantizado en este caso por la represión en el marco de la defensa del “orden”.
“Estudiar más historia que nunca” no significa buscar en el repertorio del pasado el momento histórico que más nos cuadre y buscar su retorno. Eso puede ser importante, más aún, imprescindible, para construir un linaje político, para reconocerse parte de un movimiento o de un pueblo y una nación. Pero en realidad, “enseñar historia” refiere a las habilidades que hacen al oficio: comparar, poder establecer analogías, jerarquizar acontecimientos, en suma: construir una mirada informada y racional sobre el pasado.
Enseñar, leer, discutir historia con una perspectiva de aproximación crítica es una herramienta revolucionaria, porque nuestros jóvenes aprenden a cuestionar(nos) y, en el mismo proceso, a construir ciertas certezas, que son las que definirán sus acciones. Seguramente, proponer esto puede ser visto como “ideologizante” o “politizado”, pero ¿qué aproximación al pasado no lo es? ¿Alguien podría decir que el discurso presidencial en el que el presidente cruzó a Julio Argentino Roca con los macabeos, para invocar a las fuerzas celestiales, no está cargado de ideología, y a la vez revela preocupantes características mesiánicas?
Enseñar historia permitirá desmontar las contradicciones del discurso de tono refundacional del presidente y claro, llevará, probablemente, a construir uno propio, es decir, a refundarnos nosotros también. ¿Eso partirá de la nada? No: todos nos reconocemos en un pasado. Pero el énfasis que pongamos en una pregunta u otra, en un sector social u otro, dirá mucho de qué tipo de sociedad queremos. No es casual que un presidente retóricamente liberal apele en su memoria a modelos excluyentes para señalar el desarrollo argentino, y a picos de participación popular para mostrarlos como decadentes. No es casual que el oficialismo haga énfasis en algunas corrupciones, y ni siquiera mencione otras o, peor aún, no las vea como tales.
Estudiar historia permite trabajar, también, a contrapelo del clima cultural imperante: obliga a la discusión y al contacto personal. Milei, como líder de masas, ha construido un liderazgo radial, potenciado por la sensación de pertenencia que dan las redes. Sin embargo, esa comunidad imaginaria en realidad mantiene a cada uno en su lugar, virtualmente conectado pero físicamente aislado. Es decir que la “novedad” mileísta es que es un escalón más en la deshumanización de las personas. Como contrapartida, la historia muestra que las salidas progresistas, en la historia humana, han sido colectivas, y han sido poniendo el cuerpo.
Estudiar historia, sobre todo, es fomentar la capacidad de imaginación alimentada por conocer lo que otros seres humanos hicieron en el pasado. Se objetará: “Para eso, que lean literatura”. No se trata de eso, aunque bien valdría la pena hacerlo. Estimular la imaginación significa que a lo largo de la historia, a los oprimidos siempre hubo poderosos que les dijeron “no hay otra salida”. Y sin embargo, la encontraron. Con creatividad, con solidaridad, inspirándose en el pasado, y, también, desplegando estrategias nuevas.
La historia es poderosa, y es peligrosa para los sectores dominantes porque muestra que aun en las peores circunstancias siempre hubo (o sea que siempre hay, ahora también) una alternativa. El pensamiento crítico e informado no acepta situaciones binarias como “ajuste o hiperinflación”. No debería dejarse atrapar por la tendencia a pensar en consignas. El pensamiento crítico no acepta que la política se transforme en dogma, en un combate entre la luz y las tinieblas.
Justo ahora, que la lógica “productivista” se ha instalado como dominante, aun en el máximo organismo científico, el Conicet, el pensamiento histórico es más necesario que nunca. Esa cantidad de saberes inútiles, como los llamó Nuccio Ordine, son mucho más que la memorización de fechas y nombres: son el despliegue de capacidades analíticas para desmontar discursos perversos que en nombre de la libertad oprimirán, que llamarán al sacrificio desde el privilegio, y que reforzarán una estructura injusta en nombre de la libertad.
La historia, y ese es el verdadero y quizás único valor de su enseñanza, está plagada de ejemplo de seres humanos que colectivamente enfrentaron situaciones mucho peores que la actual. No se trata de imitarlos sino de reconocerlos y analizarlos para ver de qué modo confrontaron y revirtieron las particulares condiciones de su época. De qué formas los seres humanos que nos precedieron enfrentaron los dilemas de su tiempo. En qué valores se apoyaron. Qué compañías y complicidades encontraron para imaginar sociedades más justas e igualitarias. ¿Cómo lo hicieron? ¿En qué se equivocaron? La siguiente pregunta, entonces, es ¿cómo lo haré yo? ¿Cómo lo haremos?
Ese es el poder de la historia. El primer paso es reconocerlo. El segundo, no entregarlo. El tercero, utilizarlo. Aunque nos lleve una vida. Por eso hay que estudiar y enseñar más historia que nunca, porque lo que estamos disputando es el futuro.