Por calle Moreno, tres cuadras al sur de bulevar Seguí, se levanta un barrio
humilde. Un paisaje repetido y que parece calcado al de otros asentamientos de la ciudad. Códigos
de convivencia diferentes a los de la clase media, calles de pavimento precario, veredas
irregulares, zanjas a cielo abierto, casas armadas a fuerza de tirantes de madera, chapas y en
algunos casos ladrillos. Para muchos es simplemente villa Moreno, pero también se la conoce como
Itatí. En lo que sería un patio delantero de su vivienda, que está ubicada en la mitad de cuadra de
Moreno al 3800, María Laura hace malabares para darle la teta a Milagros, su hija de menos de un
año. La beba está inquieta. No para de llorar y se retuerce en los brazos de la mamá, que acaba de
llegar desde los Tribunales provinciales, donde estuvo gran parte del día.
María Laura es también la mamá de Jonathan o El Rengo, como conocen en el barrio
al pibe de 15 años que la semana pasada admitió ante un juez haber matado en un intento de robo a
Diego Gurruchaga, el joven que junto a su familia manejaba la heladería La Gata Alegría, de 27 de
Febrero al 1900.
A esta altura de su corta vida, Jonathan acumula 47 anotaciones judiciales y su
historia no está lejos de la de muchos menores en conflicto con la ley penal. Marginalidad extrema,
ausencia de figura paterna, analfabetismo, violencia doméstica, continuas recaídas en problemas de
adicción y un ámbito familiar desdibujado. Todos esos factores aparecen conjugados una vez más en
la previa de lo que terminó siendo un suceso policial conmovedor como lo es el asesinato de una
persona en ocasión de robo.
Un portón de chapa de más de dos metros de altura, oxidado, con el número 3873
escrito a mano en color blanco y las letras E M A en amarillo es la puerta de ingreso a la casilla
donde vivía Jonathan hasta quedar preso por el crimen. Entre el inmenso y precario portal y la
casilla propiamente dicha hay una especie de patio con piso de tierra donde se acumulan algunos
objetos recolectados en la calle, entre los cuales se destaca un viejo monitor de computadora
seguramente en desuso que se asoma entre unas cajas de cartón machucadas. Al lado hay un carrito de
cirujeo, listo y dispuesto para ser usado. Y pululan por todo el terreno, seis o siete gallinas que
conviven con tres perros. La mamá del chico acepta hablar y hasta le pide a una de sus hijas que
arrime una silla para los visitantes.
Impotencia. “Nunca lo pude contener, pero tampoco me ayudaron. En el área de la Niñez me
conocen un montón, también pedí ayuda en Tribunales, pero no hicieron nada por mí. Espero que esto
que pasó lo haga recapacitar porque como madre ya hice lo que tenía que hacer”, dice la mujer
de 35 años cuando intenta buscar una respuesta a lo que pasó. Ella asegura no tener esa respuesta y
como en una especie de mea culpa reconoce que Jonathan no andaba por el buen camino.
María Laura no sabe leer ni escribir y le cuesta hacerse entender cuando habla de procesos
judiciales de menores, pero suena segura cuando describe las oportunidades en las que intentó
acercarse a su hijo. “Yo le hablaba, pero no me daba bolilla. Sé que tenía malas juntas y
cada tanto caía preso, pero nunca pensé que podría hacer tanto daño. Si algo bueno puedo decir de
él es que nunca lo detuvieron con armas, nunca lastimó a nadie y jamás trajo un revólver a la casa.
Estoy segura que alguien se la dio para ir a robar”, asegura.
La mujer tiene siete hijos cuyas edades van desde el año hasta los 18. Los dos mayores, Débora y
Jonathan, llegaron de una pareja anterior. Los otros son del actual concubino, Hugo, un albañil
apodado Carozo. La pareja sobrevive con la asignación que el Estado paga por hijo y de las changas
de albañilería que cada tanto consigue el hombre. Cuando el trabajo se termina, Carozo sale a
cirujear con el carrito y recorre a pie una vasta zona del sur rosarino. “Agarro por Oroño
para la Circunvalación, doy toda la vuelta. Con suerte, saco 20 o 30 pesos. Con eso, más las sobras
que me dan en pollerías, verdulerías y carnicerías, vivimos”, cuenta el hombre.
El papá biológico de Jonathan está virtualmente desaparecido. Según reconoce la madre, jamás se
interesó por la suerte de esos chicos. Y de hecho, María Laura aseguró que no tiene la menor idea
qué fue de su vida.
Lejos del aula. Jonathan fue a la escuela hasta segundo grado. Con su mamá, su padrastro y sus
siete hermanos llegaron a villa Moreno hace tres años, donde ocuparon una lonja de tierra pegada a
una canchita de fútbol. No pasó mucho tiempo desde que dejó la escuela para que el chico comenzara
a tener problemas de conducta. Los amigos del barrio le pusieron el sobrenombre de El Rengo.
“No se de donde sacaron ese apodo porque Jonathan es sanito”, apunta la mamá.
Los primeros ingresos del pibe a comisarías fueron minando de a poco la relación entre Carozo y
el hijo de su mujer. El hombre no quería problemas con la ley, pero además pretendía que el chico
lo acompañara a cirujear. Hoy, María Laura reconoce también que Jonathan “es
caprichoso”, que rara vez hacía caso y que se enfrentaba al padrastro que por lo general
podía estar turbado por la bebida. En los últimos tiempos, Hugo ya ni se molestaba en ir a retirar
a Jonathan de la comisaría. “Muchas veces al chico lo traían en patrullero hasta la casa
porque ni la mamá ni Carozo lo iban a buscar”, contaron unas vecinas de la misma cuadra que
hablaron con este diario con la condición no de divulgar sus nombres. Los problemas penales
agravaron las peleas entre el chico y el hombre. “Carozo lo echaba a la calle porque decía
que no trabajaba y no aportaba para la comida de la casa. Llegó hasta negarle el alimento. A
nosotros nos daba lástima por el pibe y por la mamá. Alguna vez ella le llegó a dar de comer a
escondidas”, recordaron.
Las mujeres coincidieron en que se sorprendieron al conocer detalles de lo que había ocurrido en
la heladería La Gata Alegría, el 4 de marzo. “Todos sabíamos que El Rengo hacía de las suyas
fuera del barrio, pero era un pibito educado, buenito, no era violento, al menos en el barrio no se
veía esa raíz de maldad. Por eso no sabemos qué le pasó en ese momento”, aportó una de las
vecinas.
En villa Moreno recordaron el momento en que El Rengo le confesó a una mujer lo que había pasado
con el joven Gurruchaga. Tras la muerte de la víctima, días después del asalto, Jonathan se acercó
a una vecina y le contó lo que había sucedido. Dijo que desde entonces soñaba con el muchacho
muerto, que se le aparecía su imagen en forma permanente y que estaba arrepentido de lo que había
hecho. Ese testimonio llegó a oídos de la policía y de la Justicia, por lo que la casa del menor
fue allanada en un par de oportunidades con resultados negativos. María Laura jura que se enteró de
lo ocurrido en ese momento. El Rengo no estaba en la casa por esos días. Es que el chico solía
desaparecer días enteros y regresar sin horario fijo. “Muchas veces se mandaba a mudar y se
quedaba a dormir donde lo agarraba la noche”, dijo con amargura su mamá, quien al
reencontrarlo lo entregó en Tribunales.