“Siempre tuve miedo de que le pasara algo. Eso es algo normal en cualquier padre. Pero mi miedo era que lo atropellara un auto cuando salía a andar en bici, no que lo mataran cuando miraba un partido de fútbol”. Para Antonio Silva la vida entró en un punto sin retorno la tarde del miércoles 21 de noviembre de 2018 cuando una bala calibre 22, disparada por un motociclista contra un grupo de pibes, mató a su hijo Pablo Maximiliano, de 14 años. El chico era jugador de las inferiores del club Juan XXIII y cuando le quitaron la vida miraba a sus hermanos que jugaban un partido en una canchita pública ubicada en Pueyrredón al 4200, en el barrio Itatí. “Sé que hubo allanamientos, que el asesino está identificado, pero no sé por qué nunca lo detuvieron. Dicen que el pibe se fue del barrio”, explicó el hombre compungido.
Antonio tiene 45 años y tuvo cuatro hijos. Tres de ellos varones. Pablo era su hijo más chico. Por vaivenes de la vida este hombre se hizo cargo de sus hijos cuando Pablo tenía sólo cuatro años. Coordinador de las inferiores del club Juan XXIII, tiene bajo su órbita desde la 1ª local a la 10ª división. Es un hombre de pocas palabras y perfil bajo. Todas las paredes de su casa están adornadas con camisetas encuadras de Juan XXIII y fotos de Pablo y sus otros hijos posando en equipos de fútbol. Nunca pensó que su hijo sería asesinado en el lugar más afín a la familia: una canchita de fútbol.
El hombre ahora espera la llegada del jueves, como todos los días 21, cuando a la tarde se encuentra con sus vecinos de barrio Itatí en la canchita de Pueyrredón y Garibaldi para recordar a Pablo y protestar contra la violencia que se lo arrancó. “Pablo era todo para mí”, dice mientras comparte un mate con el cronista y la fotógrafa de La Capital. “Yo a la Justicia le pido que actúe más. Que se vea que están haciendo algo. Yo necesito ese guiño para poder seguir adelante porque los que nos pasó fue demoledor”, reflexiona.
“Esa tarde del 21 de noviembre Pablo estaba viendo cómo los hermanos jugaban al fútbol en la canchita. Los hermanos lo mandaron a devolver el envase de una gaseosa al quiosco. Pablo cruzó la calle en el momento en el que la moto en la que iba quien lo asesinaría, vio a los dos pibes a los que les tenía que disparar. La moto dio la vuelta para atacar. En eso Pablo, que ya había dejado el envase en el quiosco, cruzó para la canchita. Y en ese mismo momento el tirador empezó disparar. Y lo agarró volviendo. Uno de esos balazos lo hirió en la cintura. La bala le recorrió la espalda y le lesionó la aorta. Lo mató”, rememora Antonio mientras trata de no quebrarse.
— ¿Cómo está la causa hoy?
— Dicen que a este muchacho (el asesino de Pablo, cuyos datos se preservan por pedido de los pesquisas) lo siguen buscando. Pero nunca hubo detenidos. El autor está identificado y nada más.
— En su momento se apuntaba a los apodados “Tonga” y “Andrés”.
— A esos muchachos los habían señalado, pero no eran. A ellos les fueron a tirar. Resultó que este muchacho (el asesino) les vino a tirar a ellos, que también estaban mirando el partido.
— ¿Después del crimen de Pablo como siguió la vida para su familia?
— Fue la etapa más difícil. Cuando pasó lo de Pablo tuve todo el apoyo. Y después, de un día para el otro, eso se fue. Se cortó un poco. Yo estoy muy agradecido con todo el mundo, porque hasta ahora hay gente que sigue estando. Que se llega hasta mi casa o me habla por teléfono. Tuve mucho apoyo de personas de distintas provincias que, sin conocerme, se comunicaron. El trago amargo es que del lado de la Justicia no encontré ese apoyo. No me dieron la respuesta que necesitaba.
— ¿Y la vida en el barrio?
— Es difícil porque los amigos de Pablo cruzan todo el tiempo por acá en bicicleta. Como lo hacían cuando estaba vivo. Eran 12 o 13 chicos que andaban todo el tiempo en bici. Ellos vienen, se acercan y te saludan. Por un lado, al verlos me llena de orgullo. Por otro, entristece porque es como que vuelvo a recordar todo. Una persona un día se me acercó y me dijo: «Antonio, vos tenés que hacer como que tu hijo esta de viaje. Y que él va a volver a estar con vos en algún momento». Desde ese mensaje es como que trato de recordarlo lo mejor posible. Como que está en el colegio. O que salió y lo estoy esperando para ir a entrenar. Ese consejo me ayudo un montón.
— ¿Faltaron testigos para motorizar la investigación?
— Los pibes y los vecinos saben todos cómo fue y qué paso. Lo que le pasó a Pablo fue temprano, el 21 de noviembre del año pasado. Hacía mucho calor. La gente estaba en la calle y vieron todo. Muchos chicos jugando en la canchita que vieron como fue. La persona que mató a mi hijo está identificada. No entiendo porque no lo agarran.
— ¿Conocías al pibe que disparó?
— No. Pero era muy conocido en el barrio. Me contaron los amigos de Pablo que era un pibe que no tenía problemas con nadie, pero de un día para el otro se dio vuelta y empezó a hacer líos.
— ¿Te contactó alguien de la familia del matador?
— No. Y tampoco hablaron con los amigos de Pablo. Una vez que pasó (el crimen) el pibe se fue del barrio. Eso es lo que dicen. Sé que allanaron la casa de la mamá, donde él vivía. No lo encontraron y la madre dijo que no sabía nada.
— ¿La pata floja de la silla sería para usted la Justicia?
— Y sí. Nunca se acercó alguien a preguntarme qué necesitas, o a decirme que la investigación está yendo por tal o cual lugar. Tengo un abogado, Ezequiel Torres, que es el que está al tanto de todo. Pero necesitamos algún guiño que nos dé fuerzas para seguir porque es muy duro lo que nos pasó.
— ¿Como fue su relación con la Justicia que investiga la muerte de su hijo?
— Nunca traté con el fiscal. Siempre fue por medio del abogado. A lo mejor yo no quise molestar y ellos están con mucho trabajo. Pero tampoco me convocaron para decirme cómo están siendo las cosas. Sí fuimos a una audiencia que fue en la que nos constituimos como querellantes.
— ¿Cómo lidia con la ausencia de uno de sus hijos?
— Pablo era todo. El ponía el despertador a las 7 para ir a la escuela. No se levantaba nunca, olvidate. Sonaba el despertador cada 5 minutos hasta que lo levantaba para llevarlo al colegio. El iba a la escuela 1322. Lo llevaba. Volvía al mediodía, cerca de las 13, y ahí nos poníamos a proyectar cómo íbamos ir a entrenar. Volvíamos a la 20. l me decía me voy un rato a la canchita o a la casa de un amigo a la vuelta. Yo le decía: anda pero no vuelvas tarde. Venía a las 23, comíamos y agarraba el celular. Se quedaba. No era un chico que estuviera todo el día en la calle. Era un nene que estaba en su casa e iba a la escuela, al club o andaba con los amiguitos en bicicleta.
— ¿Habías sentido miedo alguna vez de que pasara algo así?
— Miedo se tiene siempre. Nadie escapa a los miedos de la sociedad. Cuando tenés un hijo adolescente es complicado. Salen y no sabes. Pero mi miedo era que lo atropellara un auto mientras andaba en la bici. Jamás pensé que me iba a tocar ésto a mi. Me tocó y no se está preparado para que te maten un hijo.
— ¿Qué le dirías a los que administran Justicia si pudieras?
— Se necesita ver que actúen más. Me pasó a mí y pensé que iba a ser el último caso. Pero siguió pasando. Hace poco estuve con una persona a la que mataron a su hijo con un tiro en la cabeza: Javier Viñales (papá de Benjamín el nene de 8 años herido el 17 de agosto en la canchita de Pablo VI). Fui a verlo al hospital. Le dije que iba a sacar a su hijo adelante. Se lo dije porque lo sentía. «Mi hijo te va a ayudar», le dije. «Yo no pude hacer eso con mi hijo, pero tu hijo se va a salvar», le dije. Por eso pido a la Justicia que actúe un poco más.
— La sensación que da es que te sentís huérfano de Justicia.
— Si, exactamente.
— ¿Conocías a la familia de Benjamín Viñales?
— No. Me acerqué porque me movilizó lo que sucedió. También fue algo que pasó en una canchita cerca de acá. Y como parte de la gente del fútbol sentí que tenía que estar. Sé lo que es sufrir y esa gente necesitaba mucho de contención. Fue una bala perdida que le pegó justo a esa criatura en la cabeza. Yo pensé que no iba a volver a pasar.