Fuego. Uno de los códigos carcelarios es quemar prendas a través de las rejas para marcar descontentos o reclamos.
Los alzamientos carcelarios de hace tres semanas ante la emergencia del coronavirus, hechos que se cobraron cinco víctimas fatales en los penales de Coronda y Las Flores, remitieron a las imágenes de la peor matanza de presos en la historia provincial: "La masacre de Coronda". Ayer se cumplieron 15 años de esa revuelta que dejó 14 internos asesinados en un terreno favorecido por la sobrepoblación y una política de control que comenzaba a reformarse. Las rebeliones en reclamo de mejoras sanitarias del mes pasado volvieron a poner en discusión un aspecto del que se debate poco y nada: cómo se gestionan los lugares de encierro.
Los 15 años de la masacre se cumplen en un escenario tan inesperado como propicio para hablar de encierro. El aniversario encuentra a casi toda la humanidad en un confinamiento que, aún en su dificultad, lejos está de asimilarse al de la cárcel. Con doce presos muertos en motines post Covid-19 en Italia, por citar sólo un caso, el inédito contexto mundial obligó a repensar el gobierno de las prisiones. Un ámbito sensible al contagio por el hacinamiento de su población, proclive a sufrir enfermedades respiratorias debido a la falta de higiene y deficientes condiciones edilicias.
De ayer a hoy
Aquella revuelta de 2005 guarda puntos de contacto con los incidentes de marzo. Fue justamente un dispositivo nacido de "La masacre de Coronda" el que permitió apaciguar el alzamiento de hace 21 días en la misma cárcel: la mesa de diálogo. El último reclamo arrancó a media tarde del lunes 24 de marzo cuando se amotinaron unos 300 de los 1.400 internos. La situación se encausó al caer la noche mediante el diálogo entre los agentes gubernamentales y delegados de los pabellones. Al finalizar la crisis había muerto por una herida de arma de fuego un joven de 23 años. Otros cinco presos y dos penitenciarios sufrieron heridas.
La situación se desmadró en la cárcel de Las Flores, en Santa Fe, donde en simultáneo se alzaron unos 700 de los 1.200 internos. Cuatro presos alojados en el pabellón de ofensores sexuales fueron asesinados. Allí los presos tomaron la farmacia y accedieron a psicofármacos, se multiplicaron las grescas y la revuelta fue incontrolable. No hubo negociación. Ocho grupos de irrupción tuvieron que ingresar con armas antitumultos. Y hubo daños en el 75 por ciento de las instalaciones.
En la cárcel de Piñero se replicó la protesta en dos pabellones con quema de colchones y un penitenciario herido con un puntazo. Fueron doce horas de tensión que para el secretario de Asuntos Penitenciarios, Walter Gálvez, se cimentaron sobre varios factores: el temor de los presos al abandono en plena pandemia, reclamos de profilaxis o morigeraciones para los que integran grupos de riesgo y la suspensión de visitas.
Una lectura en clave histórica de la masacre de 2005 no puede eludir los últimos incidentes, que a la vez reenvían a aquel estallido. "El aniversario del trágico hecho de 2005 debería servir para discutir no sólo qué cambió desde entonces, sino qué está sucediendo hoy en las prisiones de Santa Fe frente a la emergencia que implica para todos los contextos de encierro la pandemia del Covid 19", propone el criminólogo Máximo Sozzo, docente, investigador y director del programa Delito y Sociedad de la UNL.
La masacre de hace 15 años arrancó la tarde del 11 de abril cuando un grupo de internos santafesinos del pabellón 7 tomó de rehenes a dos guardias. Con ellos como escudos, comenzaron a ganar pasillos y a tomar pabellones. En total, catorce presos rosarinos incluidos en una lista fueron asesinados a puñaladas, degollados o calcinados (ver página 30).
Para Sozzo, el efecto más inmediato de la matanza fue un desplazamiento de lo que fue la política penitenciaria tradicional desde la apertura democrática, centrada en un control militarizado y disciplinario, que dio paso a un modo de gestión con "un mayor nivel de injerencia de las autoridades civiles en la toma de decisiones". Este proceso, indicó, comenzó con la asunción de Fernando Rosúa como director del Servicio Penitenciario (SP) del gobierno de Jorge Obeid.
"Pero la respuesta frente a lo que aconteció fue reforzar el rol de las autoridades políticas como mediador entre la población carcelaria y el personal penitenciario. Con un involucramiento constante en los problemas de los internos". Después del motín surgieron las mesas de diálogo, "un espacio más democrático y transparente en el gobierno de las prisiones".
Cuando se inició la reforma "había más de 1.500 personas y la unidad estaba sobrepasada. Empezamos un largo proceso de mejoras de las condiciones de vida pero el motín y la masacre nos agarraron en la mitad del proceso", recuerda Rosúa, para quien ese contexto potenció la masacre: "En una prisión sobrecargada un celador no puede conocer en detalle lo que le pasa a cada interno ni desactivar conflictos pequeños que, si no se abordan, pueden confluir en uno grande".
Según Sozzo, esos lineamientos continuaron durante la gestión de Hermes Binner con un activo énfasis en las mesas de diálogo nacidas de le masacre. Pero con el tiempo la iniciativa "empezó a perder fuerza fruto de la resistencia del Servicio Penitenciario y en el gobierno de Antonio Bonfatti se empieza a desactivar. En el de Miguel Lifschitz desaparece de la realidad de las prisiones aunque se siga haciendo referencia a ellas".
El orden evangélico
Para entender las crisis recientes en Coronda y en Las Flores, Sozzo apunta que "es muy importante entender la decadencia de estos mecanismos de diálogo". Desde el inicio de la década "se empezó a construir el orden en las prisiones con un modo alternativo, que descansa en la multiplicación de los pabellones evangélicos y en mecanismos tradicionales del SP como las requisas e intercambios poco transparentes. La cárcel de Las Flores tenía más pabellones evangélicos que comunes. Pueden ser imaginados como un mecanismo de pacificación, pero lo que pasó revela una crisis.".
Así, para Sozzo, en los conflictos de marzo pasado convergen el proceso de "retradicionalización" de las prisiones con "una impericia de las autoridades para producir rápidamente mecanismos preventivos de la pandemia. Los episodios de violencia desplazaron los reclamos de los presos en cárceles donde ingresan cientos de trabajadores sin medidas básicas de higiene".
Un debate pendiente
En plena crisis, un amplio abanico de organizaciones sociales y estatales elevó un petitorio para reducir la superpoblación en la pandemia. Sozzo fue uno de los firmantes: cree que "es necesario acelerar la salida de quienes estén cerca de la libertad condicional y otorgar prisiones domiciliarias a los grupos de riesgo". En la provincia, cerca de la mitad de los presos están a la espera de juicio, es decir bajo presunción de inocencia. Y, contra el imaginario social, buena parte de los presos no están acusados por delitos violentos.
Cuando se produjo la masacre de Coronda, la Argentina atravesaba un crecimiento de la población encarcelada que empezó en los 90 y llegó a su pico en pleno auge del punitivismo. Hoy se reitera un crecimiento vertiginoso de la población carcelaria provincial con un aumento del 47 por ciento en los últimos seis años, y se traspasó el umbral de los 200 presos cada 100 mil habitantes, "un indicador de crisis de la vida social".
En definitiva, para Sozzo, tanto los incidentes de marzo como el motín de hace 15 años ponen en cuestión el estado de las prisiones y lo que éstas dicen de la sociedad: "¿Quién controla lo que pasa dentro de las prisiones? ¿Cuánto se respetan los derechos de las personas privadas de la libertad? Este es un debate ausente en la provincia. Recordar lo que pasó en abril de 2005 y conectarlo con lo que pasó hace unas semanas requiere reclamar a los poderes del Estado un debate más profundo para evitar una crisis humanitaria en la provincia".
Por Marcelo Castaños