Después de una enorme alegría un regreso a la realidad, a la cruda realidad. Ese tremendo espaldarazo que Central logró el jueves en Sarandí lejos estuvo de potenciarlo para que, aun preso de sus defectos, el equipo pudiera soltarse y atreverse a hacer algo distinto a lo que venía mostrando. Otros 90 minutos (fue 1-1) de estrecha relación con el presente. Por eso apenas algunos atisbos de reacción, mínimos por cierto, y muchos indicadores ya conocidos hicieron que en el final estuviera cerca de perderlo con ese puñado de jugadas en las que Colón se las ingenió para poner a varios jugadores mano a manos con Jeremías Ledesma. Para el canalla fue volver a poner los pies sobre la tierra. Fue algo así como la demostración de que ninguna inyección anímica le puede permitir romper la barrera de la mediocridad.
Jorge Valdano dijo alguna vez que "el fútbol es un estado de ánimo". Bajo ese concepto no había mejor contexto para Central que volver a pisar fuerte en la Superliga. No va a encontrar de aquí en más un mojón como el que protagonizó hace apenas días para potenciar su juego. Indudablemente, la mente no lo domina todo. Puede dictaminar órdenes para determinados comportamientos, pero el cuerpo debe hacer el resto. A esta altura para Central está claro que la forma en la que articula sus movimientos futbolísticos distan bastante de los beneficios que le puede aportar una mente liberada de presiones.
Quizá Central no deba preocuparse por la forma en la que transita el torneo desde hace muchas fechas. Todo porque en el medio está vivita y coleando la chance de la Copa Argentina, pero incluso hasta a ese ingrediente le servirá para sentir que potenciar su fútbol se tornará más en una obligación que en un mero deseo.
A esta altura ni siquiera se puede hablar de la fortaleza defensiva que el equipo mostró en las primeras fechas. Un vuelo rápido por lo que fueron los 90 minutos de ayer muestran que Colón no lo dejó con las manos vacías porque Estigarribia primero y Correa después fallaron en los mano a mano que dispusieron. Con esos argumentos bien hechos están los análisis de que sumó un punto en lugar de haber perdido dos.
Otra vez la previsibilidad, el tránsito lento, los movimientos anunciados y el poco peso en ofensiva. Ni más ni menos que lo que venía haciendo. Incluso gran parte del partido contra Newell's fue así, hasta que el equipo logró abrirlo con esa pelota parada que a esta altura resulta un arma lujosa, pero sobre la que no debieran ponerse todas las fichas. Porque no siempre salta un pleno.
La fiesta de la previa en las tribunas fue un indicador de que algo fuerte había sucedido y que la necesidad de festejar todavía estaba a flor de piel. El tema era ver de qué manera los futbolistas asumían el desafío, si estaban capacitados para ponerse ese triunfo en el clásico sobre el lomo y a partir de ahí dar un salto de calidad. Las respuestas quedaron a la vista.
Tal vez sea así de aquí hasta el final del semestre, al menos hasta que la Copa Argentina siga entregando alegrías. Es algo a lo que Central se acostumbró en los último años: a ganar en la copa y a conformarse con lo que pase en el torneo local. Lo que nadie puede dejar de analizar es que elementos motivacionales como lo fue el clásico ya no habrá (a excepción de una coronación).
El de Central fue un viaje de 72 horas entre un partido y otro. Un viaje con el horizonte despejado y sin turbulencias, de esos que se disfrutan. Teniendo muy en claro que la única (y no menor) diferencia estuvo en el resultado, Newell's le permitió emprender un vuelo con alegría. Colón fue mucho menos permisivo y con algo más de resistencia le hizo poner nuevamente los pies sobre la tierra.