En las frías mañanas del invierno de 1979 llegábamos a la escuela y, en vez de la clase de matemáticas, nos esperaba el televisor encendido. Hacía rato que la dictadura había entendido que el fútbol era buen negocio para blanquear su siniestra imagen, y aquel equipo liderado por un genio que jugaba el Mundial juvenil en Japón resultaba muy útil para continuar el camino iniciado un año antes, en el aciago 1978.
A pesar de que era pibe yo sabía bien cómo era ese juego perverso, pero de qué modo resistirse a la magia de aquella selección que también dirigía el Flaco Menotti. De memoria salen rápido algunos nombres: la prestancia de Juan Ernesto Simón en la zaga, la dinámica de Juan Barbas por el ala derecha del mediocampo y un ataque estelar, integrado por Osvaldo “Pichi” Escudero, Ramón Díaz y Gabriel Calderón. Pero la joya de las joyas era ese pibe de Argentinos Juniors que un año antes Menotti había decidido excluir del plantel que finalmente, y no sin graves sospechas, se quedó con la Copa del Mundo. Cómo jugaba Diego Armando Maradona: cuando empezaba a gambetear, parecía que ni Dios iba a pararlo.
Ya desde entonces el Diego demostró que no solo era un genio con la pelota, sino también un líder natural y generoso. Dejaba todo en la cancha, contagiaba fervor, era sinónimo de esperanza. Después del fracaso del Mundial de España en 1982, donde su presencia no fue suficiente para levantar a un plantel aburguesado, llegó la consagración definitiva y la entrada en la historia en México 1986, con la épica victoria sobre los ingleses, contra los cuales convirtió el gol más hermoso de todos los tiempos. Fue en ese momento que Maradona se volvió de todos: un símbolo preciso de lo mejor que tenemos. Un espejo de la argentinidad. Una bandera.
Este es un país difícil, ingrato, dividido. La figura de Maradona está teñida de fuertes colores políticos que le ganaron el odio o la indiferencia de muchos. Su vida plagada de excesos, pero sobre todo su constante defensa de los más humildes, su profesión de fe popular, su apoyo al kirchnerismo y su amistad con Fidel Castro marcaron hitos que no le serán perdonados. Pero Diego, que ya había demostrado en Nápoles que no se arrodillaba ante el poder, siguió su ruta legítima e insolente. Nunca fue políticamente correcto: genuino hijo del pueblo, desafiaba y se reía. Y la ponía en el ángulo.
Lo vamos a extrañar. Hace mucho que lo suyo era crepúsculo, y por eso esta despedida prematura tal vez no duela tanto. El Diego ya está jugando en otro equipo, pero en ese equipo no solo hay jugadores de fútbol ni hombres solamente: también están, digamos, Pichuco, Gardel, Pugliese y el Polaco, Arlt, José Hernández, Cortázar y Alejandra, Fangio, Monzón y Nicolino, Quino y Fontanarrosa, el Che y Evita, y faltan tantos. Son los argentinos más hondos, más nobles, más amados. Los que nos cuidan desde lejos, y señalan el camino.
Diego ya está con ellos. Él maneja la pelota.