El 5 de abril de 2018 fue un día especial en Brasil. En los televisores no aparecía la consabida telenovela de la noche sino un debate entre jueces del Tribunal Supremo Federal. Duró 10 horas, y por 6 a y 5 el máximo tribunal brasileño rechazó un pedido de habeas corpus de Lula. Pocos días más tarde entraba en prisión. El Supremo entonces ratificó su criterio de 2016: bastaba un fallo firme de segunda instancia para que la pena comenzara a ejecutarse. Un año más tarde, el Superior Tribunal de Justicia (que no debe confundirse con el Supremo) también rechazó un recurso de Lula y ratificó la condena en el caso "triplex de Guarujá", pero le rebajó la pena, que antes había agravado la cámara de apelaciones de Porto Alegre (TF4). Lula ya tenía sentencia en las tres instancias penales.
En Argentina, donde la Corte Suprema vive entre cuatro paredes y sus miembros rara vez le hablan a la sociedad, aquel debate público del Supremo brasileño resultó envidiable y llamativo. Pero ahora el Supremo adoptó un procedimiento muy diferente, en el que un solo miembro definió la suerte de dos procesos, uno con pena confirmada en las tres instancias. En todo caso, el juez relator, Edson Fachim, anticipó que pedirá que el pleno del STF considere el asunto. A la vez, rechazó en el mismo dictamen el pedido de la defensa para que el juez Moro sea juzgado por "parcialidad" por el STF, algo que de todas formas está ocurriendo en la Segunda Sala del máximo tribunal, que se ocupa de las causas del Lava Jato. Por otro lado la Procuraduría General presentó una apelación contra el dictamen de Fachin. Pero las dos causas con condena contra Lula ahora anuladas son solo una parte de un largo rosario de hechos judiciales y políticos de Lula, del "caso Lula" en sentido amplio.
Lo de fondo en todo este enrevesado asunto, lo que vale para el ciudadano y la democracia, es si Lula y su PT tienen razón y las causas y condenas son una persecución injusta e ilegal o si el Lava Jato y Sergio Moro son un modelo de Justicia contra un establishment político y empresarial corrupto. Si el Lava Jato es un modelo a imitar, o si, al contrario, debe ser sepultado y repudiado como un ignominioso abuso judicial contra políticos surgidos del voto popular. El Supremo parece haber hecho ese viraje de criterio radical en menos de tres años. Al menos ese parece el criterio del juez relator Fachin y de la Sala Segunda del SFT, que ahora juzga a Moro y con él a todo el Lava Jato por presunta "parcialidad". Pero parece claro que Lula y el PT y los corifeos del "lawfare" no tienen razón. Ante todo, el Lava Jato no tuvo como objetivo principal a los políticos "del campo popular", del PT. El Lava Jato llevó a la prisión y la ruina a grandes empresarios, como Marcelo Odebrecht y Leo Pinheiro (OAS), a docenas de gerentes de esas poderosas empresas y de Petrobras. Odebrecht era la constructora más grande de América Latina hasta que le cayeron encima los "intocables" brasileños. El Lava Jato terminó también con las carreras de políticos de centroderecha mimados por el establishment, como el "tucano" Aecio Neves, del PSDB, quien bien podría haber competido contra Haddad y Bolsonaro en 2018 de no ser por un inoportuno doble allanamiento de su despacho de senador y de su casa en mayo de 2017 que terminó con su carrera política. En 2014, Neves le había hecho muy buena competencia electoral a Dilma. El Lava Jato jubiló a este político centrista que era la mejor opción para el "poder concentrado". Pero hay que decir que con Dilma estaba "tudo bem" con el poder económico, salvo en la turbulenta etapa final.
El PT se imagina revolucionario a posteriori, en el gobierno nunca fue una amenaza para los "poderosos" ni para las instituciones. A diferencia de sus aliados continentales, el PT en el gobierno respetó al pie de la letra el sistema republicano, los medios de comunicación y los derechos y libertades establecidos por la Constitución. El PT y Lula radicalizan su discurso desde el llano y escenifican sus alianzas con cuanto Evo y Correa ande por ahí cuando se ven expulsados del paraíso del poder y se sienten perseguidos por la Justicia.
Desde entonces, para Lula las siete causas en su contra son una infame persecución del poder permanente; para sus aliados argentinos, también. Para mucha prensa progresista light, también. Lula aún no usa el término anglosajón "lawfare", pero en cualquier momento aparece en su boca. Este miércoles empezó su campaña con declaraciones victimistas que son una reiteración del discurso del PT en estos años de despoder. Pero más allá de los efectos políticos del dictamen del juez Fachin, antes de dedicarse al futuro de Lula -para lo que habrá tiempo-, hay que preguntarse por el futuro del Lava Jato y de la figura del ex juez Sergio Moro. ¿Son para descartar, como hacen sin análisis serio alguno los fans de Lula, dentro y fuera del Brasil? Parece que, al contrario, el Lava Jato es un hito en la evolución del sistema institucional brasileño, como lo fue el Mani Pulite en Italia. Tirar a la basura a todo el Lava Jato porque Moro metió preso a Lula es condenar sin matices un proceso complejísimo, con muchas ramificaciones y un trabajo ejemplar de jueces, fiscales y detectives, iniciado en el lejano 2014 con una investigación menor, la del Lava Jato (Lavadero de autos), que terminó cuestionando y condenando a un enorme sistema de administración ilícita de fondos públicos. El daño patrimonial producido a Petrobras por esta conducta parasitaria se repartía entre las contratistas (Odebrecht, OAS, y largo etc) y el sistema político. Lula y su partido, entre otros. Sería un terrible retroceso para Brasil dar muerte a este proceso que elevó la vara de la ética pública del país.
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Marcelo Odebrecht fue detenido en 2015. Fue condenado a 19 años, lo que lo llevó a negociar una "delación premiada".
Por lo demás, cuando se miran los siete casos abiertos contra Lula, el rol de su fundación, el uso del BNDES (el banco de desarrollo de Brasil) para financiar a Odebrecht en Africa, el regalo por esta empresa de terrenos para el Instituto Lula y una serie de evidentes actos de corrupción, bueno, "hinchar" por la tesis del "lawfare" es simplemente vil, es ponerse de manera militante y fanática del lado de los corruptos, políticos y empresarios que han colonizado y parasitado al Estado.
En derecho penal los antecedentes cuentan. Y bien, los casos de corrupción sistémica no son nada nuevo para el poder petista y para Lula, comandante en jefe de PT. La corrupción empezó apenas Lula llegó a la Presidencia, en enero de 2003. El caso "Mensalao" que llevó a prisión y decapitó a todo el PT (menos a su número 1) durante la primera presidencia de Lula, en el lejano 2005, es muy anterior al Lava Jato. Y no es el único caso. Claramente, Lula ha administrado la corrupción como algo que está en el orden de las cosas, inevitable y muy aprovechable. Un instrumento más de la política. La lógica del "Mensalao" era cristalina: el PT, como todo partido de gobierno en Brasil, no tenía mayoría en el Congreso. Jose Dirceu, mano derecha de Lula, y Jose Geoino, presidente del PT, dirigían el sistema de coimas para comprar votos legislativos y aprobar las leyes que enviaba el Ejecutivo, o sea, Lula. El sistema corrupto desmontado por el Lava Jato es una evolución del Mensalao: se terceriza la corrupción a través de Petrobras y las empresas privadas que "ganan" licitaciones en la petrolera estatal. Eran tiempos de precios récord del petróleo, cuando el barril superaba holgadamente los 100 dólares y Lula se fotografiaba a bordo de una plataforma marina de Petrobras que comenzaba a sacar crudo del fabuloso yacimiento Presal. Vacas gordas, empresa petrolera estatal con las arcas llenas...la tentación estaba servida en bandeja. "Hagamos política, esto es América latina" se habrán dicho en el PT, si todavía les quedaba algún prurito, algo muy poco probable. Es cierto, sin embargo, que Lula no tiene las costumbres de otros políticos corruptos latinoamericanos, no se lo ve en mansiones, con Ferraris y demás bienes suntuosos del repertorio kitsch del nuevo rico. Su nivel de vida es de clase media. Los bienes mal habidos que lo llevaron a prisión, un departamento amplio, triplex, pero tosco y nada lujoso en Guarujá y una quinta en el interior del estado de San Pablo, son modestos. La clase alta brasileña debe sonreír con gesto comprensivo al ver las fotos de esos inmuebles. Pero el acto de corrupción, de parte de las constructoras OAS y Odebrecht y de Lula, existió, esto es claro. Lo mismo vale para otros casos, que involucran al Instituto Lula, al BNDES, y a las constructoras. En todos ellos el Estado pierde dinero, que lo ganan esas empresas y el caudillo y su partido reciben alguna contraprestación bien tangible. La sangría de fondos estatales se puede justificar con obras públicas en Angola o falsas licitaciones de Petrobras. De nuevo, muchos dineros del "retorno" no eran para que Lula y su familia se colgaran pulseras de oro y diamantes, sino para financiar al PT. No importa: el delito es el mismo. Los actos de corrupción están ahí, no importa si el corrupto es de izquierda y simpático o de derecha y desagradable.
El lunes de la anulación de las sentencias, el antiguo jefe de los investigadores de Curitiba, Deltan Dallagnol, comentó: "Debemos abrir los ojos a los amplios retrocesos que están sucediendo en la lucha contra la corrupción". El fiscal firmó los informes de los cuatro procesos que involucran a Lula en Curitiba. Y remató su comentario: "nada de esto borra la consistencia de los hechos y las pruebas". Y de vuelta, el Lava Jato no solo es maldecido y denostado por la izquierda latinoamericana. Ciertamente, el PT tiene buena compañía en la más rancia derecha brasileña, la que fue socia de todos los gobiernos de Lula y Dilma hasta que un día le dieron las espaldas a la presidenta al verla desgastada, allá por 2015. El mismo día del ya famoso dictamen a favor de Lula, cuando todo Brasil comentaba y analizaba la anulación de las dos sentencias, en el Congreso se cocinaba a fuego lento un paquete que recortará el poder de los jueces sobre los legisladores. Los diputados, eso sí, debieron archivar su mayor anhelo: darse fueros plenos. Hoy no los tienen, y un juez puede ordenar el arresto de un legislador en funciones. Pasó hace poco con un diputado bolsonarista. Amenazó públicamente a los miembros del Supremo Tribunal de Justicia y estos ordenaron detenerlo de inmediato. En el pasado, los jueces del Lava Jato también ordenaron arrestos fulminantes de poderosos legisladores, al saber que cometían delitos en ese mismo momento. Fue el caso, en noviembre de 2015, del jefe de la bancada del PT en el Senado, Delcidio Amaral, quien intentaba convencer a un "arrepentido" del Lava Jato para que diera marcha atrás. Paradójicamente, ese mismo senador, al verse preso y abandonado por su partido, también se hizo "arrepentido" y firmó una "delación premiada". Es justamente esta eficaz herramienta la que los vociferantes militantes del "lawfare" aborrecen con mayor fuerza. Fue este mecanismo, nada casualmente, el que hizo que el proceso Mani Pulite lograra desmantelar a una casta política que parecía intocable, inalcanzable. Un ejemplo muy fresco de esta coincidencia de intereses espurios entre el PT y la derecha más venal lo dio el martes, al día siguiente del dictamen de Fachin, el ex presidente de Diputados Eduardo Cunha (PMDB), quien, condenado a 14 años de prisión por diversos actos de corrupción, pidió al Supremo que cierre todo el capítulo Moro-Lava Jato y anule todas sus sentencias, incluidas, claro, las que lo afectan a él. Es esto lo que está estudiando la Sala Segunda del Supremo, con dictamen empatado en 4 votos y a la espera del quinto, el de un juez designado por Bolsonaro que pidió tiempo para meditar su decisión. Cunha fue el verdugo de Dilma en el veloz juicio político que defenestró a la presidenta petista en 2015. Hasta ese momento era su gran aliado, como todo el PMDB (hoy MDB, muy reducido en su poder electoral). Por eso Michel Temer la sucedió: el cargo de vicepresidente pertenecía al PMDB en todos los gobiernos del PT. La corrupción era transversal, como los acuerdos políticos que sostenían a sus gobiernos. Nada ha cambiado con Bolsonaro. Ahora el "Centrao" reemplaza al desmantelado PMDB, pero cubre el mismo espectro de conservadores del interior brasileño, siempre predispuestos a negociar con el Gobierno de turno. En el futuro, el "Centrao" no tendría problemas ni escrúpulos en acompañar nuevamente a Lula. A cambio de favores, como siempre. No hay nada que festejar, entonces, y sí mucho de qué alarmarse, ante estos "amplios retrocesos en la lucha contra la corrupción", que equivalen a avances de la impunidad.