Parece casual y obra de la buena fortuna el ascenso de Pedro Sánchez a la Moncloa. Una confluencia de circunstancias políticas concurrió, es verdad, de manera sorpresiva a la hora de favorecerle cuando decidió presentar la moción de censura y ganar la votación en el Congreso que obligó a Mariano Rajoy a regresar a su casa, y a Sánchez ser investido pocas horas después presidente del Reino de España.
La casualidad fue la alineación de contrariedades que se le sumaron a Rajoy en ese momento. La causalidad es el resultado de un proceder político caduco de Rajoy, que no solo arrastró a la administración del Partido Popular sino a más actores del escenario político y social español.
Hay un hecho aparentemente aislado del cambio de Gobierno: la caída del presidente del grupo Prisa, Juan Luis Cebrián, editor del diario El País y propietario de la cadena SER, líder de audiencia de la radio española. Veamos cómo se vinculan ambas circunstancias.
En septiembre de 2016, tres meses después de las segundas elecciones generales en menos de un año y con el Gobierno acéfalo por falta de consenso en las Cortes para elegir un presidente, Felipe González da un paso adelante y hace pública su frustración con el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, declarando que este le engañó.
La cuestión residía en que el felipismo interpretaba que unas terceras elecciones llevarían al final definitivo del bipartidismo, la debilidad total de la monarquía y, en definitiva, podrían producir el colapso del sistema. Como una gran coalición a la manera alemana no era viable, la abstención en segunda votación de los socialistas permitiría la investidura de Mariano Rajoy sumando sus votos a los de Ciudadanos.
La denuncia pública de Felipe González fue la señal de partida para que una gestora se hiciera con la dirección del PSOE, permitiera la presidencia de Rajoy y convocara unas primarias.
«No es no», sostenía como un mantra Pedro Sánchez para impedir una administración de la derecha. Cuando se vio despojado de su cargo, tomó dos decisiones que parecían suicidas entonces: renunció a su escaño en el Congreso y se presentó a las primarias.
Sin el apoyo del aparato ni soporte financiero, fuera del Congreso y con todo el entramado mediático español en contra, el último rol que le quedaba a Sánchez era el de sparring de su contrincante, Susana Díaz. Y lo asumió.
El partido se puso en marcha con toda su poderosa estructura y el grupo Prisa aportó su artillería mediática para defenestrar a Sánchez y proyectar a Díaz. El diario El País no dejó de acosar a Sánchez en toda la campaña en un movimiento de pinza con la cadena SER. Goliat contra David.
Sánchez se limitó a subirse a un coche y visitar todos los pueblos, ciudades y pedanías de España. Un solo mensaje: la derecha tomó el partido.
Con un gesto intuitivo clonó el relato de Podemos para su campaña: señaló a la casta, de Felipe para abajo. Con pulso racional —y decisivo— se volcó a las redes y en especial a Twitter para llevar a cabo la campaña que le estaba vedada en los medios tradicionales.
Ganó Sánchez.
Cuando se presentaron los avales, Sánchez sorprendió ya que, si bien no alcanzó tantos como Díaz, demostró que la votación final iba a ser apretada. ¿Qué había ocurrido? Que el actual presidente se apoyó en el análisis de datos y en una conversación real en las redes, al punto que sumaba avales que no se hacían públicos porque su equipo los fidelizaba a través de mensajes directos.
Pedro Sánchez no solo ganó las primarias; el establishment las perdió. Juan Luis Cebrián, alma mater de El País, después de años de deriva financiera perdió la confianza de los accionistas y fue removido de la presidencia de Prisa, junto al director Antonio Caño. Y se decidió, siguiendo el modelo de negocio, volver al público natural del diario: la izquierda sociológica española. Caño fue sustituido por Soledad Gallego-Díaz, una de las periodistas de mayor trayectoria e influencia en España. Ya que El País no fue capaz de detener a Sánchez, hegemonizando el espacio mediático como antaño, mejor volver a su lugar histórico y recuperar lectores.
Ambos, Sánchez y Gallego-Díaz, ponen nuevamente al socialismo democrático en escena; uno en la Moncloa y la periodista, en el principal diario de la prensa escrita en español.
Edward Kennedy (nada más actual que un clásico) pedía a sus compañeros demócratas que distinguieran entre ser un partido que se preocupa por el trabajo y ser un partido del trabajo; ser uno que se preocupa por las mujeres a ser el de las mujeres; ser un partido que se preocupa por las minorías y ser el partido de las minorías. Debemos ser el partido de los ciudadanos. Este punto es al que llega Pedro Sánchez.
Sánchez, a pesar de los tropiezos en los que incurrió en sus dos mandatos al frente del PSOE, entendió toda la peripecia que transcurrió desde el inicio del 15-M, el movimiento espontáneo de ciudadanos que tomó las plazas de España en 2011 bajo la consigna «No nos representan», hasta esta moción de censura que se atrevió a presentar y que ganó.
El 15-M planteó un nuevo capítulo en la política española. Mientras en Italia crecía el populismo, el Reino Unido incubaba el Brexit y en Francia se empezaba a desmoronar el socialismo de François Hollande, en España se configuraba una corriente transversal que vertebró posteriormente el descontento en Podemos, una plataforma que del campus universitario se trasladó a la calle y de allí al Congreso y a integrar el gobierno de muchos municipios. Su contracara, Ciudadanos, un partido liberal pero con gestos nacionalistas y conservador en derechos civiles, disputó el espacio de la derecha tradicional de los populares. Así las cosas, se diluyó el bipartidismo y cuatro partidos se instalaron en el Congreso a partir de 2016: PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos.
Este tablero es el que inquietó a Felipe González. También al resto del poder tradicional. Pero al igual que ocurrió en Portugal con Antonio Costa al mando de los socialistas y, por vez primera, con el Bloco de Esquerda, se generó un consenso para un tiempo nuevo.
La sociedad es distinta. La política no puede ser la misma.
¿Es en Argentina, también, la sociedad distinta? Pareciera que sí. Gobierna por vez primera una coalición de gestores liberales asistidos por la estructura partidaria de los radicales. La oposición es una zona de obras. El poder está sujeto a un voto volátil al punto de que las mediciones fluctúan entre las razones de la economía y la emoción que aún marca la «grieta». Lo cierto es que, según encuestas serias, buena parte del censo lo ocupan jóvenes menores de cuarenta años, quienes no sienten empatía por ninguna de las opciones actuales. ¿Indiferencia? No. Cambio cultural. Un ejemplo es el tema del aborto. La votación del Congreso de Diputados fue seguida con atención en Europa pero no por lo que pasaba dentro sino por lo que ocurría fuera. Todas esas jóvenes que ejercieron presión desde la calle son parte del «no» que se expresa en las encuestas. Están contra una forma de hacer política. No contra la política. Y la media sanción salió adelante por ellas.
¿Hay lugar en Argentina para una opción progresista en este escenario? Esa multitud rodeando el Congreso responde a esta pregunta. Si Cambiemos con un relato vacío consiguió amalgamar una mayoría líquida pero funcional en varios encuentros con las urnas, ¿cómo no podrían los actores progresistas ocupar ese espacio vacío?
Es verdad que el eje izquierda-derecha se torna cada vez más ambiguo. Prueba de ello es que, por ejemplo, el campo semántico de la gobernadora María Eugenia Vidal está construido con vectores progresistas, pero como afirmó Norberto Bobbio ya a finales del siglo pasado, la igualdad es el único criterio que sobrevive a la disolución de todos los demás criterios que la izquierda puede haber perdido por el camino de la globalización y el inicio de esta nueva revolución industrial (instancia que no está en la agenda de la Casa Rosada). Y la igualdad debería ser el eje sobre el cual gire el proyecto de una convergencia de fuerzas progresistas. Es el punto de fusión que señalaba Kennedy y que entendió Sánchez: aquello que vincula a todos los ciudadanos —no a un segmento— y que hace que una estructura partidaria o una plataforma social con vocación de gobierno sea aceptada como tal.
El gobierno de Macri alcanzó el poder prometiendo restaurar la República. Tal vez los progresistas deban recuperar al ciudadano que la habita, desde la dignidad aportando igualdad.
La igualdad no es un significante vacío: si se atiende a un paciente en un hospital público, ese ciudadano puede sentir la igualdad. Si se desarrolla un aparato productivo mínimo, quienes acceden a todas las consecuencias que genera en la economía, también. Si una mujer accede al aborto tiene igual derecho sobre su cuerpo que el hombre («El varón aborta cuando se borra», decía un cartel exhibido en la calle durante la votación de la ley del aborto).
La igualdad, no ya como storytelling, como simple relato, sino como una narración de hechos, es posible, se puede tocar. ¿Es posible hacerlo? Podría serlo si se escoge, como Pedro Sánchez, el camino menos transitado y se hace el esfuerzo de comprender e interpretar a los ciudadanos argentinos que no esperan ver una fotografía estática de un grupo de dirigentes dispuestos a cambiar el país; si entablan un diálogo nuevo con los ciudadanos y les proponen un diálogo abierto, un diálogo que ellos ya mantienen entre sí en las redes. Se trata de entrar allí, a conversar juntos, de igual a igual.