Hace diez años, en enero de 2013, debió suspenderse un clásico entre Newell’s y Central en el parque Independencia por violentos incidentes ocurridos unas horas antes del partido que protagonizaron hinchas rojinegros por la avenida Pellegrini, lo que desató una irrupción en el club que dejó como saldo un policía herido de bala y una estampida de simpatizantes aterrorizados que estaban adentro de la cancha esperando el partido. Frente a eso el cotejo se aplazó.
Ese momento fue la culminación de sucesos previos de extrema conflictividad. Desde cinco años antes, el principal partido de la ciudad terminaba con violentos incidentes fuera de la cancha, dispersión de hinchas en choques con la policía, negocios de las inmediaciones destrozados y una siempre verificable manifestación de descontrol.
Para ese momento ya eran muy presentes en la prensa local los análisis del estado de fractura que había implicado repensar como posible un partido que llevaba jugándose cien años. En la persistente guerra de pintadas previa a los clásicos, en la sucesión de atentados en la calle, en las agarradas entre facciones que empezaban a incluir como algo rutinario el uso de armas de fuego aparecían cosas nuevas. Un denominador común era la radicalización de los discursos y las acciones de grupos de clase media que parecían asumir, en la pertenencia a una camiseta, el tipo de credo que otorga sentido último a la vida y que produce efectos que pueden terminar con ella.
Si esta última oración parece excesiva, con el asesinato de Ivana Garcilazo la idea de exageración se hace pedazos. A una mujer que iba en moto con la camiseta de Central una hora después de un clásico le reventaron la cabeza de un piedrazo. Nunca nos repondremos del efecto de enunciar esta barbarie. Mataron a una mujer cualquiera que pasaba a dos cuadras de la cancha de Newell’s porque llevaba los colores del rival.
Y según los investigadores del caso, quienes hicieron esto son dos personas de clase media, que se dedican hace tiempo a la enseñanza, que no tienen antecedentes penales, que pasaron los cuarenta años y a los que no se les conoce ningún pasado violento.
Por intolerancia extrema se cometió un asesinato. Los sospechados de hacerlo son dos educadores. Para procesar lo que nos pasó carecemos de claves. Como vivimos en comunidad tendremos que buscarlas.
Desde hace dos décadas el clásico rosarino se convirtió en un mayúsculo problema de orden público. Para entender esta reconversión se pusieron a la vista varios factores. Uno es la pasión exacerbada, muchas veces alimentada en forma temeraria por las dirigencias de los clubes. Otro fue la irrupción de las franjas medias como motores de una deformada virulencia. Los históricos actores de la barra brava provenían de sectores populares. Los que aparecieron como novedosos afluentes de la violencia fueron personas de clases medias desahogadas, asistentes a buenos colegios, con acceso a bienes materiales y culturales. Y que empezaron a encontrar en la pertenencia a unos colores los ideales de cohesión o las motivaciones colectivas que se fueron desdibujando en la política partidaria o universitaria, en las militancias por asuntos vecinales, en el trabajo religioso orientado a los demás.
La realidad de que estos grupos son unas minorías no hacen menor al problema. Hay tres personas que tiraban piedras en Montevideo y Ovidio Lagos donde mataron a Ivana. Pero por avenida Pellegrini había más individuos agrediendo a lo largo de ocho cuadras y lo mismo ocurrió en Bella Vista. Este es un asunto que habla de un estado de época sobre lo que ese fenómeno siempre puesto a salvo, que llamamos el folclore del fútbol, no nos permite pensar. Los que tiran las piedras son unos pocos. Pero el clima cultural que produce la frustración y sus expresiones más exaltadas son una creación colectiva.
Este clima que encuentra en la bandera un principio de acción e identidad grupal viene a veces con los rasgos del fundamentalismo religioso, cuya principal distinción es negar al diferente. Así el distinto sea una persona que se educó en la misma ciudad, que se crió en el mismo barrio, que pertenece a la misma familia. El problema a identificar no es la derrota sino lo que vuelve a la derrota insoportable. La derrota deja de ser el efecto esperable de una contingencia deportiva para tomarse como un agravio moral inaguantable que debe ser rápidamente compensado.
Eso viene alimentado por una modalidad enunciativa que no perdona los reveses y que se fomenta desde espacios de prestigio. Y que valida que un técnico que pierde cinco partidos se tiene que ir. O que un delantero que está en una racha negativa está especulando. Un deportista de elite y entrenador respetado como Gabriel Heinze fue lapidado desde discursos, incluso de periodistas, por aceptar el abrazo que le ofreció un jugador de Central. Ese gesto de digno perdedor momentáneo, que él incluso no buscó, fue tomado como una provocación y una traición.
En las diversas intolerancias hacia la derrota hay un cable electrificado que conecta con las violencias más extremas. ¿Qué haremos con esto desde los lugares que fomentan la conversación pública? Estos asuntos están más allá de un club y toman una temperatura de época. Y exigen con firmeza revisar qué hacemos todos con estas legitimadas posiciones públicas que transforman el hecho de perder en algo anómalo, en algo que no debemos aceptar, en algo que debe tener un culpable a identificar para caerle con todo.
Hace unos años un símbolo de Newell's, Federico Sacchi, contó en una nota que la persona que más lo ayudó fue el Gitano Juárez, un emblema de Central. Hace unos meses, Di María se llevó el aplauso de todo el Coloso. En las familias, en los ámbitos de estudio, de trabajo y vecinales, hinchas de uno y otro club son como hermanos. Esto también existe, lo palpamos a diario y es parte de lo que somos.
La rivalidad, el corazón, los rituales del fútbol existen en todo el mundo. Pero no se puede seguir validando como algo puro y noble a eso que genera un daño en escalada y con reiteraciones históricas. El límite al que llegamos no puede tener mayor fuerza simbólica. La educación es lo que permite moderar las pulsiones más elementales y formarnos para vivir en sociedad. Y justamente dos trabajadores de la educación están señalados como responsables del ataque fatal y absurdo que mató a una mujer que volvía de la cancha. Imposible tener más motivos para pensar en dónde estamos y qué no debemos aceptar. Lo que exige meditar hasta qué punto esta barbaridad, esta tristeza infinita, se agota en los que tiraron la piedra.