Un vaccaro, criador de ganado de Palermo en Sicilia, explica cómo resuelve una transacción que se presenta complicada. “Cuando el carnicero me viene a comprar un animal, él sabe que quiero estafarlo. Pero yo sé que él quiere estafarme. Así que necesitamos, por ejemplo, de Peppe, es decir un tercero, para llegar a un acuerdo. Y los dos le pagamos a Peppe un porcentaje del trato”.
Esta anécdota de "La mafia siciliana", muy atractivo libro del sociólogo italiano Diego Gambetta, desarrolla la idea de que la mafia es una empresa económica específica que produce, promueve y vende la protección privada. La verdadera capacidad de la mafia, dice Gambetta, consiste en esta capacidad, que es la de vender un servicio sostenido que a la manera de un mal menor genera satisfacción en quien paga. Y no en lo que suele pensarse, que es la idea de que los mafiosos no ofrecen un servicio real sino que están implicados en la pura extorsión en base a su fuerza.
Esta última variante que los mafiosos sicilianos desprecian es la que se impone hoy en Rosario. A ellos no les gusta este accionar porque la insatisfacción y estruendo los ponen en la mira de la autoridad: si el chantaje se concreta solo con violencia, por ejemplo baleando el frente de un comercio, el escándalo le pondrá un freno a la actividad. No es que la mafia no esté interesada en usar la fuerza, solo que quieren usarla lo mínimo posible. Su negocio no es ejercitar su capacidad violenta, apenas que quede claro que a esa potencialidad la tiene.
En Rosario los sectores criminales que se dedican a estos asuntos no reparan en cuestiones de conveniencia ni de mediano plazo. La modalidad extorsiva se despliega por distintos lugares de la ciudad con demanda de inmediato rédito. Los mafiosos locales no aspiran a ser terceros mediadores sino que venden protección de ellos mismos bajo la advertencia de que si son desoídos dispararán. Eso aparece en los legajos penales como explicación de muchas balaceras. Y esa innovadora conducta de una criminalidad que no busca especular está en la base de una violencia incesante que produce aflicción, inseguridad territorial e inestabilidad política.
Las extorsiones a tiros son un fenómeno consolidado. Hubo cuatro audiencias a grupos dedicados a esto la semana pasada. El lunes fueron acusados seis hombres jóvenes que, por encargo de quien la contratara, proveían servicios de aprietes, chantajes, usurpaciones, venta de drogas, robos de autos y balaceras. Se contaron entre las imputaciones los ataques a balazos de hace 15 días a tres comercios de Cafferata y Tucumán. Esos locales atacados hace dos viernes a las seis de la tarde tienen una misma dueña a la que apuntaban en apariencia por una deuda de su hijo. Pagaron el pato sus inquilinos que, emocionalmente destrozados y aterrados, anunciaron que dejarán sus negocios. Según la investigación los tiros a esos comercios se encargaron vía celular desde el pabellón 8 de la cárcel de Piñero.
El mecanismo combina extrema temeridad y ánimo de lucro. Las organizaciones criminales peinan la ciudad buscando clientela. Si lo hicieron matando una persona en el Casino City Center, el mayor contribuyente fiscal de la ciudad donde impera la legalidad híbrida de usureros en la puerta, de ahí para abajo todo parece posible. El circuito incluyó al dueño de una financiera de Entre Ríos y Córdoba. Le dijeron a su propietario, Pablo F., que estaban allí a pedido de “Guille” Cantero y que tenía que pagar 5 mil dólares por mes. “¿En concepto de qué?”, preguntó Pablo F. “En concepto de que no te baleamos todo el frente y no puedas laburar más”, fue la respuesta.
También pasó en bares de Pichincha, el boliche Roma de Pellegrini al 900, estaciones de servicio, una vinería flamante de Oroño y San Juan, en el club Atalaya. Sedes de sindicatos como Peones de Taxis o Portuarios o también dirigentes gremiales o empleados. Los mandatos casi siempre con el mismo origen: un teléfono móvil adentro de una cárcel.
Hace 10 días, el miércoles 9, un fiscal ordenó allanar el pabellón 8 de Coronda porque sabía que ahí estaban activos celulares. Se hizo la requisa y se obtuvieron ocho aparatos. Al día siguiente a la mañana por una medida el fiscal supo que en el mismo lugar había al menos uno más. “Hay un celular activo ahora mismo en el mismo lugar que allanamos ayer. Tráigamelo”, le ordenó al encargado penitenciario.
Con esos teléfonos se esclareció quiénes balearon los comercios de barrio Agote y se los imputó el lunes. "Es curioso", decían dos fiscales. "Cuando vamos a Piñero perdemos señal ni bien entramos". Pero los que se usan para ordenar los hechos criminales más resonantes durante años bien que funcionan. Son los que sirvieron para ordenar las balaceras imputadas esta misma semana a cuatro líderes de grupos que están en Piñero. Y que implicaron disparos en barrio Municipal, en Nuevo Alberdi, en Villa Gobernador Gálvez y en el mencionado Cruce Alberdi.
Esos teléfonos que sí funcionan son facilitados sin ninguna duda a los líderes de grupos por actores del Servicio Penitenciario. Y funcionan en cárceles, pese a que sea imposible que pase con cualquiera que entre a una prisión, porque se habilitan servicios de wifi desde los mismos aparatos, como fuente de un negocio extendido y regular. Pasa de manera grotesca. El 6 de noviembre pasado en el pabellón 6 sur de Coronda un fiscal detectó casi celda por celda el funcionamiento de treinta celulares. Pidió una requisa y se encontraron 32. Pero notó que tras ello los mismos internos seguían mandando mensajes. Ordenó que peinaran de vuelta el mismo pabellón el 13 de noviembre y se encontraron, a casi las mismas personas, trece aparatos más.
El punto es que con esos celulares son armas, ya que con ellos se producen homicidios, usurpaciones, balaceras. Es decir constante sufrimiento. En un proceso social que no es nuevo. Debajo de toda la dinámica reiterada está el primer atributo de la violencia que es que miles de personas acuden a ella para ganarse la vida. No es solo eso porque hay construcciones de identidad en quien actúa violentamente. Pero esas balaceras que corren de sus negocios a comerciantes, de sus casas a personas que no tienen donde ir y de sus zonas a los de menor poder de fuego es una herramienta para hacer negocios. Hoy están, como nunca, en toda la geografía de la ciudad. Si están es porque dedicarse a eso, en un contexto donde las alternativas laborales no existen ya ni como representación remota y el 57 por ciento de los jóvenes de 14 años están en la pobreza, es un camino promisorio.
Solo en una década en Rosario explotan novedades sociológicas en el mundo criminal. Una es que los fiscales imputan cada vez más a gente que ya está presa. Otra es que los presos líderes se vuelven ricos y descargan más violencia urbana desde adentro. Una tercera es que los territorios azotados por un grupo criminal nunca tienen paz porque estos, al caer, tienen inmediato reemplazo de otros dedicados a lo mismo. Esta dinámica del relevo pone en entredicho al mismo sistema penal. ¿Para qué trabajan policías, fiscales, jueces? Como es precario el trabajo del Estado en esos territorios terminar con un grupo implica, sin espera, para arrancar con el que tomó su lugar para hacer lo mismo.
Hace dos años se desarmó una banda de Nuevo Alberdi, la de Lichi Romero. El jueves pasado cayeron Los Colorados, como se conoce al grupo que tomó el lugar vacante, aunque según dicen en el MPA Lichi nunca dejó de estar activo. Esta modalidad son de pymes informales con producción en serie y división del trabajo: los que amenazan, los que tiran, los que instalan búnkeres, los que venden, los que los custodian. La cadena de actividad, con demanda continua, es lo que no cambia. Tampoco cambia lo que le da perfecto reaseguro de continuidad: el carácter clandestino del comercio de drogas. Si es clandestino, será violento. Si tiene motivos para seguir siendo violento, así será. Si tiene motivos para que perdure la clandestinidad, pese a su atroz fracaso en frenar el tráfico, será que la ilegalidad le conviene a alguien.
El Estado tiene frente a esto, en todos sus niveles, respuestas esporádicas e impotentes. Estar en las zonas más bandeadas por la violencia implica preguntarnos en qué forma el Estado está presente en el fenómeno. Las experiencias de dispositivos entre municipio, provincia y fiscalías en 2018 en el corredor de Grandoli y en Bella Vista fueron incipientes pero era un camino pensable con una lógica diferente. Pero no se mantuvo en el tiempo. Las respuestas de saturación policial, llenar de móviles un sector, es de imposible eficacia: agota los recursos muy rápido, con lo que tiene un límite cercano. Los pibes esperan a que se vaya la yuta para volver a agarrarse a tiros.
Si Chuky Monedita en Grandoli, los Colorados en Nuevo Alberdi, el gordo Curli en barrio Agote, el Gordo Dany en Villa G. Gálvez son las caras visibles de la violencia es que hay una contracara que no se ve. Es el Estado, no ya una gestión X, que no es que no hace nada, sino que persiste en acciones que no producen cambios. Los cuatro mencionados están presos, imputados y con condenas en proceso. El Estado gasta recursos millonarios y dinero pero como la violencia no para de escalar y tomar zonas las gestiones se desacreditan. El hecho de investigar y detener a personas que incrementan su capacidad delictiva en la cárcel produce frustración y deslegitimación.
Aunque la mafia siciliana puede desplegar horribles ejecuciones con detalles teatrales para desalentar a competidores, su negocio es recurrir a esto con lo mínimo, que la protección que presta pase desapercibida. En Rosario las degradadas organizaciones criminales no tienen ni formación ni estructura para eso. Las extorsiones que despliegan se valen de una violencia expresiva que es producto de su asumida condición efímera: prevalecer con la fuerza y ganar dinero rápido hasta caer hasta que la próxima tome relevo. Pero gracias a los celulares ir a la cárcel no es caer. "El celular en el calabozo es el joystick de la playstation. El juego continúa", dice un funcionario fiscal de Rosario.
Celulares que entran a prisión en calabazas de zapallo selladas con pegamento, o en cajas con doble fondo ya requisadas, ponen en entredicho el sentido de la persecución. Esa zona gris es el ecosistema donde se cruzan Estado y bandas, efecto de un largo proceso histórico que suele tener una consideración superficial, limitada a las chicanas. Pero que implica un gran problema político, una descomposición de la confianza donde es la democracia y sus actores, frente a la violencia, los que quedan en el lugar más frágil. En homicidios, en heridos de balas, en comercios extorsionados, la alta cifras de violencia urbana es también un llamado a la política a cobrar eficacia. Para afrontar un presente cruento que, señalarlo aburre, tiene en su fondo un mundo hecho harapos. Mientras los niveles de desigualdad sean estos, 105 mil indigentes en Rosario, siempre habrá chicos que agarren armas. Y mientras los niveles de lavado de dinero informal persistan siempre habrá narcos para llenar las calles de balas.