Las consignas nacieron unidas al hashtag, predestinadas a la masividad de las redes. Allí se democratizaron y cada quien pudo actuar a su antojo: contar, compartir, retuitear, reclamar, advertir, acusar, defender, reflexionar, cuestionar, también callar. Se denunciaron delitos y hostigamientos, destratos, acosos, perversiones, excesos, y fue posible visibilizar las múltiples formas de violencia que antes permanecían inadvertidas por su naturalización cultural.
Alguien decide hablar. Una víctima cuenta su testimonio de una violación, un abuso, un maltrato y pide abiertamente que la gente lo comparta. ¿Qué busca? Que su relato sirva para advertir y proteger a las demás. Que sus palabras se sumen a las de otras que se animaron a hablar y alienten a las que no pudieron hacerlo. Que la condena social se ocupe de los agresores, proveyendo lo que normalmente no se consigue en la justicia institucional.
Alguien decidió hablar y ahora nosotros debemos decidir qué hacer frente a ese pedido de adhesión escrito al pie de la publicación: "compartir, por favor". Sabemos que el contenido que compartimos o dejamos de compartir en las redes define nuestra identidad. Modelamos nuestra imagen digital y decidimos qué personalidad mostrar a nuestro público, ya sea un círculo estrecho de conocidos o varios millares de seguidores anónimos. No hay forma de permanecer al margen de este fenómeno, lo que publicamos habla de nosotros, lo que callamos también. En nuestras manos tenemos una herramienta que puede generar un cambio. ¿Compartimos o no?
Queremos acompañar a un movimiento justo y estamos convencidos de que quienes denuncian un hecho traumático merecen contención y apoyo incondicional, porque poner en tela de juicio la credibilidad de las víctimas no solo las daña, sino que además empuja a otras a guardar un silencio funcional a la impunidad. Pero no tenemos las mismas certezas respecto de cómo actuar con los victimarios. Nos preguntamos si creer en las víctimas necesariamente implica enfrentar a los agresores, o si es posible escindir esas acciones. Sumarnos a una acusación pública y dar rienda suelta a la lapidación digital nos demanda cautela.
Hay ciertos aspectos de los escraches en las redes sociales que se rigen con la lógica del linchamiento y eso nos alarma. No aceptaríamos que alguien que es atrapado en la calle después de robar sea destrozado por un grupo de vecinos enfurecidos, sabemos que esa justicia por mano propia es peligrosa, porque desata una violencia incontrolable y enfrenta entre sí a los ciudadanos, provoca injusticias aberrantes y la mayoría de las veces culmina en resultados desproporcionados e irreparables. Algo similar sucede con los escraches en las redes, aunque lo que está en juego no es la existencia o la salud de los linchados sino su imagen y su honor. No es lo mismo, pero somos conscientes de los riesgos y eso nos hace dudar.
Los más escrupulosos nos advierten que el escrache digital vulnera garantías constitucionales. Una acusación en las redes alcanza para destruir el estado de inocencia y se convierte al mismo tiempo en sentencia de culpabilidad. Prácticamente no existe derecho de defensa ni posibilidad de réplica. Si bien la gravedad del delito debería ser la medida de la severidad de la pena que se impone al delincuente, en los escraches la regla de proporcionalidad cede frente a la exposición del caso: la condena social se mide en likes y depende de la notoriedad de la víctima o del victimario y de la conmoción pública que genera lo acontecido. Los más legalistas piden prudencia y exigen esperar a que la Justicia se expida. Conocemos la teoría, pero, cuando llega ese momento, hablar de leyes, procesos y recursos se vuelve ridículo, no estamos ante a un tribunal: frente a nosotros tenemos a alguien que sólo quiere contarnos lo que ha sufrido.
Algo nos advierte que en algunos la prudencia es excesiva y tendenciosa. Nos sorprende su entusiasmo por defender los mandatos constitucionales, en contraste con su pasividad para lograr un cambio que ponga fin a tanta violencia. Permanecen impertérritos frente a la epidemia de opresión contra las mujeres, con la excusa de que ellos no matan, ni golpean, ni violan, y se indignan cuando las protestas no se adecuan a sus estándares de expresión. Mientras otros reclaman por la vida, los cautos se apegan al orden que justamente ha consolidado la cultura de la violencia, pretenden que el cambio llegue en silencio, sin costos y por fuerza natural.
Aun así, sabemos que no podemos aceptar llanamente esta nueva forma de justicia digital y popular, que no conoce reglas ni límites, porque su falta de legitimidad amenaza con desvirtuar y vaciar un movimiento mucho mayor. Si buscamos combatir las injusticias, no es posible sostener un discurso que asuma irrestrictamente tantos riesgos. No podemos permitirlo, pero, al mismo tiempo, no podemos dejar de reconocer el beneficioso cambio que ha operado a partir de la proliferación de denuncias públicas que con dolor y urgencia dieron a conocer los padecimientos que diariamente sufren las mujeres.
Cada postura desborda de inconsistencias y contradicciones. No hay una solución definitiva para todos los casos, son pocas las certezas frente a tantas preguntas. Lo que sabemos con seguridad es que, si queremos romper con ese orden que ha perpetuado injusticias y desigualdades, no podemos abandonarnos irreflexivamente a la inercia social y eludir la obligación de cuestionarlo todo antes de tomar nuestras propias decisiones.