Si antaño decía Carlos Marx "un fantasma recorre Europa, es el fantasma del comunismo" hoy podemos decir "un fantasma recorre el mundo, es el fantasma del feminismo". Verdadera revolución que lucha por la igualdad de derechos entre los géneros.
Si antaño decía Carlos Marx "un fantasma recorre Europa, es el fantasma del comunismo" hoy podemos decir "un fantasma recorre el mundo, es el fantasma del feminismo". Verdadera revolución que lucha por la igualdad de derechos entre los géneros.
La dominación del hombre sobre la mujer es una relación histórica que se prolonga en forma atenuada hasta nuestros días. En la Antigua Roma, la mujer era un objeto de propiedad del hombre, como la casa, los muebles, el ganado y los hijos, pasaba de la tutoría del padre y/o de los hermanos a la del marido, y éste tenía el derecho y el deber de educarla y disciplinarla, y si era necesario, ejercer su autoridad a los golpes.
El mundo feudal confirma esta autoridad, asimilándola a la del soberano: "Al hombre se lo considera rey en su propia casa". Y la mujer debía obedecerlo y respetarlo. Por supuesto las hijas no podían casarse sin el consentimiento de su padre, quien les elegía pareja.
Siguiendo con este rápido recorrido histórico debemos señalar que la Revolución Francesa refrendó este sometimiento y la superioridad absoluta del hombre en la familia. El Código Civil establecía: "El marido debe prestar protección a su mujer y la mujer obediencia a su marido". Ella no podía disponer de sus bienes ni de su salario y si caía en adulterio podía ser castigada con prisión y hasta con la muerte.
El proceso de industrialización propio de la estructura capitalista y la movilización o la muerte de millones de hombres en la Segunda Guerra Mundial, hizo necesaria la incorporación masiva y en forma definitiva de la mujer al mundo laboral fuera de su ámbito doméstico, convirtiéndola a la vez de productora de bienes en consumidora de los mismos.
Si la mujer ocupa un lugar en la fábrica, la oficina, la escuela, al igual que el hombre, la ley deberá reflejar esta equiparación. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas del año l948 se establece que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, que éstos son los mismos para el hombre y la mujer; que ambos tienen la facultad de contraer matrimonio mediante libre elección, que disfrutarán de las mismas atribuciones mientras dure la unión y también en caso de disolución de la misma. Afirma, además, que toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por el mismo trabajo. En la Argentina, recién a mediados del siglo pasado las mujeres pudieron votar cuando se las consideró con la capacidad mental suficiente para elegir sus representantes. El trabajo femenino, los métodos anticonceptivos, el ingreso a trabajos y carreras universitarias hasta entonces consideradas masculinas, abre el camino a una progresiva asunción de derechos.
El ingreso de la mujer en el mundo del trabajo en condiciones similares a las del hombre, al igualar su situación laboral, tiende lenta y paulatinamente a hacer lo mismo con los roles familiares. Si el trabajo más allá de las puertas del hogar es homologable, el trabajo hogareño sigue la misma tendencia. Lavar, planchar, cocinar, hacer las compras, cuidar de los hijos, dejan de ser tareas exclusiva de la mujer y comienzan a ser tareas compartidas.
Además, en la medida en que la mujer ocupa un lugar en la producción social, la autoridad deja de ser atributo exclusivo del hombre. El ascenso en su consideración toma forma de derecho en la legislación argentina; la patria potestad, antes ejercida por el pater familias, es ahora compartida si la pareja convive, y si el vínculo se extingue es ejercida por la madre en la mayoría de los casos. La mujer se convierte en portadora de derechos de los que antes carecía y de una consideración social que refleja su conquista.
Pero no es fácil liberarse de valores, normas, costumbres, de un pasado que se reproduce de padres a hijos en la intimidad de la familia, junto a las relaciones de sometimiento y dominación. Y el resultado de esta herencia cultural que se encuentra arraigada en nuestro inconsciente reproduce relaciones de dominador—dominado en las parejas, y, en muchos casos de una violencia tal que se inscribe en las páginas policiales.
Y son precisamente estos hechos aberrantes los que causan tal repulsa que los movimientos feministas van creciendo hasta transformarse en una verdadera multitud de jóvenes militantes que invaden las calles en la conquista de sus derechos. Multitudes autoconvocadas que no responden a un partido político ni a un sindicato o agrupación, reclaman las reivindicaciones de un colectivo: "Ni una menos víctima de violencia de género" y "Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar y aborto legal para no morir"
Estos cambios culturales convocan a mujeres y hombres al desafío de elaborar el impacto que provocan en su identidad, y a encontrar nuevas formas de relacionarse que eliminen las jerarquías y el sometimiento. Si esto ocurre se establecerá entre ellos un lazo donde puedan compartir sus posibilidades creativas. Si bien el futuro de nuestro país está ensombrecido por la brecha que se agranda entre ricos y pobres, surge la esperanza al ver a tantas jóvenes, verdaderos brotes verdes, en su lucha por un mundo mejor.