Intento definir el proyecto en dos palabras: "artista interventor". También puede ser "curador activo". En España, en lugar de curador se dice comisario: "artista comisario" sería otra de mis posibilidades. Imaginen la palabra con entonación madrileña. Suena chistoso y encierra una gran verdad: el más estricto comisario, el más peligroso, está siempre dentro de uno mismo.
Cuando se usa la palabra "artista" se abren las reglas del juego para aceptar decisiones que no tienen porqué seguir un guión lógico. Es una jugarreta. Una trampa. Tranquilamente puedo declarar a la prensa: "Elegí esa obra porque obedece a un diálogo de voces internas que se entrecruzan en el laberinto de mi memoria emotiva". Luego hago un silencio y miro al infinito con cara de extraviado. Esa es mi explicación y punto. Y luego del silencio remarco: "Las voces y los recuerdos afectivos me señalaron el camino".
La verdad, tomo este proyecto como si me hubieran entregado un cheque en blanco. Yo escuché lo que quise: "Hacé lo que te de la gana para que todos crean que sos libre". Exorcizar con mis decisiones la autocensura lúdica colectiva. Lo tomo como un contrato para jugar. Arriesgar. Total es arte, estamos adentro de un museo y pase lo que pase, no es ni tan trascendente ni tan grave.
Siempre trato de transgredir. Pasarme de los límites, pero un poquito, para que nadie se ofenda. Me sigo comportando como el adolescente que fui y que sigo siendo. Familia tipo y colegio de curas en los años previos a la dictadura militar. La estructura está intacta. Tiro la piedra y escondo la mano. Exagero. Me doy rienda suelta y al mismo tiempo me reprimo. Trabajo con el exceso: una carrera desenfrenada de ideas, conceptos que se amontonan en un cuello de botella tratando de salir para existir, para tener cuerpo. Un maratón de imágenes que se empujan, pelean por su lugar a los codazos como si fueran espermatozoides que salen eyectados a ver cuál llega primero al óvulo.
Trabajo en random. Borro con el codo lo que escribo con la mano. Digo una cosa y hago otra. Aclaro para que oscurezca. Si me piden que defina el concepto curatorial de este proyecto, lo defino con el primer juego de palabras que me viene a la mente: "Neobarroco provinciano posmoderno tardío globalizado". Agrego capas. En vez de sacar, siempre es mejor agregar. Busco la confusión. Me siento cómodo en el desorden. Boceté un proyecto inicial imposible, desmedido, que necesitaría además de los silos del museo tres o cuatro galpones como los que están en el puerto y el presupuesto de todo el Ministerio de Cultura para un año de gestión en toda la provincia.
Mi método es el de la desmesura. Trabajar como si estuviera diseñando el aeropuerto de Hong Kong de la mano del arquitecto Norman Forster. Pienso y siento como un nuevo rico que tuvo una infancia de privaciones. Trato de imitar el gesto físico de Jackson Pollock tirando pintura sobre la tela. Francis Bacon en su pico más alto de abstracción simbólica y de borrachera. Fui varias veces al museo vacío y me puse a hacer el ejercicio de contactar bien los pies sobre la tierra, llevar los brazos hacia el cielo, y concentrarme para imitar la valentía y carisma del Chaqueño Palavecino en el Festival de Cosquín ante 50 mil personas. Voy a más.
Luego, la realidad misma se encarga de acotar. Hacer el ejercicio de enunciar las ideas con voz firme y plantear el proyecto con cierta irresponsabilidad. Irreverencia. La verdad, creo que en un punto todo me da lo mismo: una pared abarrotada de pinturas del célebre pintor santafesino Supisiche (el manco) dialogando en collage con un surubí gigante del genial muralista rosarino Dominguez. Un capo. En la otra pared una pintura anaranjada de Juan José Cambre sobre fondo anaranjado, en el piso las maderas rotas de Pablo Reinoso y arriba de las maderas el carrito de cartonero blanco de Liliana Maresca. Luego el sonido. Toda la sala engamada al compás de una banda sonora de Ramona Galarza remixada con David Byrne.
Cuando escribo, siento la acción artística como si fueran manotazos de ahogado en medio de un remolino en la parte más ancha del río Paraná. Luego, hay que bajar un cambio. Incorporar la idea del Museo como paseo, como entretenimiento dominical... Dialogar con el espectador en un lenguaje que no sea hermético. Trabajar con códigos populares. Entendibles. Y además del aspecto lúdico, aprovechar la movida para investigar sobre la idea de identidad nacional, color local, aldea global, centro, periferia, capital, provincia, modas, tendencias, original, copia...
Experimentar y llevar al extremo la pregunta sobre para qué sirve lo que se encuadra dentro del arte contemporáneo. Todo entre comillas. Armar una exposición desde la arbitrariedad del capricho, la coherencia afectiva, los recuerdos, la obviedad, la sensación poética de la textura de los materiales. Pensar toda la muestra como un tejido de crochet. Un ñandutí.
De todo esto, que cada lector, critico, paseante, público, elija el concepto, las frases que le vengan bien. En un punto, siempre se habla de otra cosa y siempre se escribe sobre otra cosa. Yo uso las palabras en función de cómo suenan y para que queden en armonía. No distingo entre forma y contenido. Me siento el muñeco y el ventrílocuo al mismo tiempo.
Ahora, en el tipeo final de este texto, me doy cuenta de lo que me pasa con el armado de esta exposición: me importa el todo emocional. Sensorial. El hecho mismo de la energía desplegada en el conjunto. La acción física. No hay respuesta. Hay que silbar bajito, disfrutar mientras dure, y seguir adelante. Me gusta trabajar así. A lo Juan Moreira. A lo gaucho. Y me encanta trabajar en Rosario. Más que estar en Rosario, lo que me gusta es ir. Ir y venir por la autopista en el segundo piso de Flecha Bus, escuchar música, mirar el cielo azul y blanco de la pampa. Me da un placer especial volver al pago. Ir a Rosario como excusa para estar cerca de Santa Fe.
El único problema de este Museo es que está muy cerca del río. El río barroso color de león. El río de los pescadores. El río mágico, eterno, desmedidamente bello y que por un momento parece una serpiente lampalagua que se tragó a un rinoceronte... se arremolina, soporta a los cargueros en su lomo, refleja el sol como si tuviera lentejuelas.
¿Qué obras de arte se pueden poner al lado de este río?
No tengo respuestas. Me propuse dejar que las cosas fluyan y como dice la canción, ponerle alma, corazón y vida o "Salud, dinero y amor... Y el que tenga esas tres cosas, que le de gracias a Dios".
Finalmente, dejo constancia en cuanto al valor del trabajo con mi equipo. Como en el fútbol, nos encuentra en un buen momento, con buen estado físico y ánimos arriba después de los partidos de pretemporada: la gran muestra en el CCK, la muestra en la Alianza Francesa de Buenos Aires, la producción de la súper "Fiesta de las colectividades" en Rosario... digamos que nos encuentra ágiles y con buen humor. Sería mentira decir que me gusta más hacer este proyecto en el Macro que si me hubieran llamado de la Tate Modern o del Moma... Seguro me importarían más esos museos, pero este proyecto me hace más feliz.
Marcos López