Estos amoríos pueden ser inolvidables por todo lo que significa el despertar de la sexualidad en la adolescencia, lo conmovedora y mágica que puede representarse una relación amorosa, lo nuevo, lo diferente. Pero esos amores pueden también dejar huellas, marcas que lastiman, en una etapa en que el adolescente está en pleno proceso de constitución de su subjetividad.
Es un momento de gran vulnerabilidad para los jóvenes y muchas veces encuentran en el otro un lugar donde alojarse llenando un vacío que les cuesta soportar. Se sujetan al compañero como si éste fuera una parte propia. Buscan a un otro que los complete, que tenga lo que a él o ella le falta.
Unidos en el sentimiento de completud crean la ilusión de que el otro es su alma gemela. La pareja los sostiene, como una muleta.
Pero junto a la alegría de vivir intensamente esa aventura amorosa también aparece el riesgo que implican el temor y el sufrimiento de la posible pérdida o el abandono de ese ser tan apreciado. Hay una necesidad imperiosa de ser valorado y querido por el otro.
En esta tentativa de fusión entre ambos, el adolescente, puede correr el peligro de perderse en el otro, de confundirse con el otro, de no ver el límite entre su persona y su pareja. Se ponen en evidencia su fragilidad y la posibilidad de quedarse detenidos en este proceso de subjetivación.
Lo cierto es que las relaciones amorosas con estas características no sólo pueden ocurrir en la adolescencia sino que se pueden dar en cualquier momento de la vida, aunque son más propias de la primera juventud. A pesar de su apariencia, a veces, no se trata de vínculos sólidos, sino de la unión de dos soledades muy dependientes entre si. Como un sentimiento de soledad en compañía.
Patriarcal
Nuestra sociedad continúa teniendo resabios del orden patriarcal, lo que marca una impronta de dominio del hombre hacia la mujer. Las mujeres y los hombres quedan posicionados de manera diferente, estableciéndose entre ambos relaciones de poder y situando al conjunto de las mujeres en una condición de desigualdad en relación con los hombres.
La cultura condiciona. Las experiencias vividas en la infancia dejan huellas profundas que no es sencillo elaborar. O poder elegir otros rumbos. En este contexto, ¿qué lugar ocupan las relaciones violentas? Son, sin dudas, un modo de relacionarse pero son relaciones marcadas por el dolor, la humillación y la incomprensión. Todo este bagaje de lo transmitido a través de lo social, familiar y cultural se va interiorizando e influye en la construcción de modos de pensar, de percibir y de actuar en la vida de los adolescentes.
Cuando están enamorados, los chicos y chicas idealizan a su pareja y quedan limitados en su capacidad para observar, advertir y defenderse de actitudes violentas. Es tanta la expectativa y la satisfacción afectiva que se ha colocado en el otro que no pueden ver su realidad. Por eso las actitudes agresivas son aceptadas, permitidas y perdonadas bajo el resguardo del discurso amoroso.
Hay una gran dificultad para percibir los sentimientos propios y poder discriminar los pensamientos personales de los mandatos familiares y sociales.
En ocasiones sucede que la confianza y la esperanza que se le otorgan a una relación afectiva comienzan a resquebrajarse, y entonces surgen irritaciones, malestares, conflictos.
Las conductas agresivas aparecen en la cotidianeidad como forma de enfrentar las diferencias y dificultades que se les presentan. Se convierten en una forma de vincularse entre ellos como acciones naturalizadas, normalizadas, a las que no se cuestiona. Los jóvenes, al incorporar estas conductas violentas, se someten a las agresiones de su pareja. Legitiman la subordinación de uno sobre el otro, la asimetría de una relación de poder en la que generalmente los roles están delimitados. La forma abusiva de una relación puede quedar velada por sus protagonistas, que la confunden con demostraciones de amor y deseo de estar juntos.
Los adolescentes suelen interactuar en contextos confusos y riesgosos. Es una etapa caracterizada por los excesos, los desbordes, el inicio en el mundo de las drogas y el alcohol, una situación que los coloca en una doble vulnerabilidad y desamparo.
Hay parejas en las que los dos protagonistas tienen actitudes violentas, aunque es más frecuente que el machismo se imponga y sea el varón el que somete a la mujer. La violencia verbal y emocional es bastante habitual entre los jóvenes. Los comportamientos agresivos son justificados, quedando dentro de una trama lúdica, y se naturalizan como una broma o juego que se escapa de control.
Pueden, incluso, confundir los celos excesivos, la invasión a la intimidad y el control absoluto de la vida por parte del otro y hasta las exigencias de mantener relaciones sexuales, con muestras de amor.
También hay que destacar que existen diferentes formas de expresión del maltrato. No sólo es físico. También es psicológico, emocional, económico y sexual. La característica en común es el deseo de control sobre el otro, el aislamiento progresivo de la joven (casi siempre es la mujer la que queda en esta situación) del resto de la gente, incluso familiares o amigos y amigas.
¿Qué pueden hacer los padres, los adultos, cuando perciben alguna de estas situaciones? La respuesta es simple y compleja a la vez: para ayudarlos frente al maltrato hay que estar pendientes de su crecimiento, permanecer cerca con una actitud tolerante. Ayudarlos a expresar su sufrimiento, sus dudas, sus angustias. Escucharlos cuando estén dispuestos a hablar. Porque lo importante es que el joven se pueda dar la oportunidad de una apertura al campo de los amores posibles, los amores que no dañan, que no duelen, que no lastiman.