"¡Está buena la peli! ¿Qué te pareció a vos?", preguntó una voz amiga a la salida del cine. Quizá un poco aturdido aún por la catarata de recuerdos sólo atiné a decir: "No puedo ser muy objetivo... me emocioné un poquito... qué sé yo".
Por Ángel Loto
"¡Está buena la peli! ¿Qué te pareció a vos?", preguntó una voz amiga a la salida del cine. Quizá un poco aturdido aún por la catarata de recuerdos sólo atiné a decir: "No puedo ser muy objetivo... me emocioné un poquito... qué sé yo".
El primer golpe fue de tiempo, como si las agujas de un reloj gigantemente imaginario se clavaran en plena cara. En la propia y en las de esos jóvenes compañeros que la memoria había amagado con olvidar.
El segundo golpe también fue de tiempo, ese que se nos escurrió entre las manos mientras creíamos que podíamos mejorar el mundo. Ese tiempo que brotaba de la pantalla, entre montañas y cafetales, con sonrisas y gestos soñadores, y que devolvía un sueño concreto y posible.
Apenas el avión nos alejó de Managua, en aquel lejano 1985, Nicaragua empezó a achicarse hasta caber en un rincón del corazón. Y allí quedó alojada, siempre pronta en el relato, siempre atenta en la acción.
Y permaneció allí como un bastión inexpugnable mientras todo se caía y se volvía a levantar. Cuando parecía que ya no había salida, cuando aparecía una luz en la oscuridad.
Nicaragua siempre estuvo ahí. Y siempre estará. Porque aún sigo queriendo tender la mano a quien lo necesita y porque sé que todavía quiero ser un hombre mejor.